Cuando hace una semana el autor de estas imágenes regresaba a La Habana, mucha gente intentaba regresar a sus hogares en las comunidades adyacentes al río más caudaloso de Cuba.
«Ahí todo el mundo lo perdió todo», dice el fotógrafo, que viajó hasta Río Cauto, provincia de Granma, tras el paso Melissa, el huracán que a finales de octubre vino a sumar otra capa de penurias a la realidad del Oriente cubano.




Los lugareños fueron trasladados —fueron en total más de 700 mil los evacuados antes de la llegada del ciclón de categoría tres, según el gobierno cubano— hacia lugares alejados de las zonas bajas ribereñas, sobre todo en escuelas rurales, donde se alimentan con arroz, sopa y plátanos hervidos y duermen sobre colchonetas en el piso.


Como en toda la isla, aquí es un lujo la electricidad y acecha el mosquito del chikungunya —o bien portador de dengue, Zika, Oropouche, cualquier «arbovirosis», según el término oficial empleado por las autoridades sanitarias—, cuyos síntomas más comunes en el individuo vienen a ser una sinécdoque de la situación general del país: fiebres, dolor e inflamación en las articulaciones y consecuente dificultad para el movimiento…




En las profundidades de la crisis multidimensional que hace años vive Cuba, la inundación, el fango, los destrozos del viento en los cultivos y en las casas, los objetos perdidos… no son solo las cicatrices pasajeras de un desastre natural.



Son, presumiblemente, un destino. La gente sabe, de alguna manera, que el ciclón seguirá cumpliéndose cotidianamente durante los próximos años.

