Uno de los aforismos políticos estadounidenses más famosos dice que «toda la política es local». Atribuida al mítico Tip O’Neill, quien fuera líder de la cámara de representantes del Congreso, la idea remite a la contradicción inherente al sistema federalista norteamericano: mientras que el presidente acapara la atención mediática y el poder absoluto en ciertas esferas como el ejército, la realidad cotidiana de los norteamericanos depende mucho más de las decisiones tomadas a nivel de ciudad, condado y estado. Quizá la peor consecuencia de esta contradicción sea la desconexión entre los ciudadanos y los políticos locales. La mayoría de los estadounidenses no vota en las elecciones locales, ignoran (80%) quiénes son sus representantes a nivel estatal, y un tercio no sabe ni siquiera quién es su gobernador.
La presencia de un presidente tan polarizante como Donald Trump no puede tener otro efecto que acentuar aún más esta contradicción, pero, en este caso, empujando el péndulo cíclico de la política hacia el otro lado. Su empeño en gobernar autocráticamente, demoliendo convenciones, saltándose las ramas legislativa y judicial, e imponiendo políticas que afectan a todos, tal como los caprichosos aranceles, le ha traído no solo el peor índice de aprobación de sus dos términos (negativo 18%), sino además el peor sentimiento de pesimismo y descontento entre la población. En las elecciones locales del 4 de noviembre (a un año de las elecciones al Congreso, que sí son federales), a pesar de que Trump no aparecía en ninguna boleta, su presencia afectó todas las decisiones que tomaron los votantes. «Toda la política es local» se ha convertido en «toda la política tiene que ver con Trump». El presidente, por su parte, no ha podido resistir la tentación de insertarse en las elecciones, ya sea declarando (o declinando) su apoyo a candidatos republicanos, o yendo aún más allá, al amenazar con retener fondos federales a Nueva York si elegían como alcalde a Zohran Mamdani, una amenaza abiertamente ilegal, aunque esto no haya detenido a Trump en el pasado.
Al carácter polarizante del presidente, se suman índices económicos y sociales que Trump se esfuerza en negar, o que simplemente ignora. La inflación sigue siendo difícil de domar, y se refleja en el precio de los productos básicos de consumo. Sin embargo, Trump ha dicho en entrevistas que «no hay inflación». El desempleo ha subido casi a los niveles de la pandemia, en parte por los despidos masivos de empleados federales y, aun así, la Casa Blanca planea usar el paro del gobierno para despedir todavía más. Los aranceles, la piedra angular de la política económica de Trump, han contribuido a la subida de precios a los consumidores. El cierre del gobierno, que ha afectado beneficios importantes para millones de norteamericanos como los cupones de comida y los subsidios de seguros de salud, ya ha roto el récord de ser el más largo en la historia. Muchos votantes norteamericanos están pagando miles de dólares más, mientras ven a un presidente que no solo ha roto sus promesas de prosperidad, sino que está más interesado en rescatar a Milei, convertir la Casa Blanca —a cambio de contratos gubernamentales— en un palacio pagado por sus donantes, e irse a recibir halagos en el Medio Oriente y Asia, a la vez que protesta por no haber recibido el premio Nobel.
La derrota electoral en estas elecciones locales para los republicanos ha sido devastadora y podría leerse como una especie de referendo sobre la presidencia de Trump. Tal es la sombra que su actuación y personalidad proyectan sobre un partido totalmente sometido a él. No es solamente que perdieran dos gobernaturas y un sinúmero de otras posiciones (además del importante referendo en California sobre el mapa congresional), sino los márgenes por los que lo hicieron. Por ejemplo, en Virginia, un estado barómetro de la política nacional, el voto cambió de republicano a demócrata por más del 16% respecto de la elección anterior. Además, los demócratas añadieron 14 escaños en la cámara estatal. Demográficamente, los republicanos perdieron terreno en minorías como los hispanos y afroamericanos, comunidades en las que habían logrado importantes avances. Otro aspecto importante, a pesar de la atención mediática sobre Mamdani, es el triunfo de figuras centristas demócratas, como las recién elegidas gobernadoras Spanberger y Sherrill.
Mención aparte merece la elección del alcalde más joven de la historia de Nueva York. Pocas figuras en la política reciente han sido tan histéricamente vilipendiadas y su ascendencia tan denunciada por las oligarquías, que lo ven como un peligro estructural no solo para la ciudad, sino para el país. Mamdani, musulmán y socialista, es sin lugar a dudas un político carismático, cuyo éxito se debe a su autenticidad y su conexión con las preocupaciones de los neoyorkinos, quienes enfrentan una crisis de asequibilidad sin precedentes. Su ascendencia es resultado del fallo de los políticos tradicionales a la hora de ofrecer soluciones a tales crisis, por quijotescas o improbables que sean. En ese sentido, pueden trazarse paralelos populistas con el mismo Trump, como astutamente ha señalado el mismo Steve Bannon. Lo más probable es que Mamdani tenga una alcaldía turbulenta, marcada por más derrotas que victorias en su intento de reformar la ciudad. Muchas de sus reformas no son ideas nuevas y han sido probadas con mayor o menor éxito, pero dependen de su capital político en la legislatura estatal. Como presunto símbolo ideológico de los demócratas, Mamdani será un blanco fácil para los republicanos, al estilo de Sanders u Ocasio Cortez. Sin embargo, Mamdani no cuenta con un futuro político previsible a nivel nacional. La alcaldía de Nueva York no ha demostrado ser un trampolín para aspiraciones más altas, como lo han demostrado en el pasado los casos de Giuliani, Bloomberg o de Blasio.
Cada elección, sobre todo con resultados tan desequilibrados, conlleva análisis y correcciones por parte de ambos partidos políticos. Los eufóricos demócratas, apoyados por las estadísticas, creen haber encontrado el camino de vuelta a la relevancia política en la moderación, el foco en temas económicos, el entusiasmo de los votantes y, sobre todo, en la oposición a Trump. La mayor lección de 2025, en contraste con 2024, reside en que los votantes han experimentado a un presidente aún más desbocado que en su primer mandato, y han empezado a rechazarlo. Por su parte, los republicanos han buscado consuelo en el hecho de que fueron elecciones locales, de que sus candidatos no eran lo suficientemente trumpistas, o de que necesitan reenfocarse en los temas económicos. A su vez, el presidente Trump ha tratado de alejarse de la derrota, culpando al cierre del gobierno y al hecho de que él no figuraba en las boletas como candidato. Pero, históricamente, tanto las elecciones locales como las de medio término han sido un barómetro para evaluar la actuación del presidente recién elegido y, con él, la de su partido. El péndulo político ha empezado a moverse a favor de los demócratas. Queda por ver si los republicanos son capaces de extraer de Trump las necesarias correcciones para no sufrir una derrota aún peor en 2026, o si naufragan en el barco con su capitán.

La derrota electoral en estas elecciones locales para los republicanos no ha sido devastadora, pero sí es una especie de referendo sobre la presidencia de Trump: desde 2016 la gente no vota Republicano, la gente vota Trump.
Sin Trump, el Partido Republicano no podría ni fingir que existe.