No hubo, quizá desde Benny Moré, una voz y un carisma tan grandes en la música cubana, y nadie antes o después fue más célebre o más impactante, más reverenciado en todo el mundo que Celia de la Caridad Cruz Alfonso (1925-2003), «la Guarachera de Cuba».
Ni recursos suficientes, ni responsabilidad administrativa, ni previsión epidemiológica, ni genuina voluntad política más allá del histriónico voluntarismo de siempre.
Desde entonces ha habitado tres geografías chilenas: Ñiquén, Tirúa y Concepción. Tres climas, tres culturas, tres formas de aprender a «respirar». En Ñiquén, el frío seco le partía la boca. En Tirúa, el viento helado lo abrazaba junto al mar. En Concepción, encontró algo parecido a Santa Clara: bohemia, música, vida.
Así había cantado antes en la Colina Universitaria (y el audio esta vez tampoco era el mejor, según contó luego gente del fondo), pero la clausura figurada y práctica de la función no deja de ser significativa en la Cuba post-11J.
En Cuba vivía del arte, con solvencia y reconocimiento. En Chile, el panorama es otro: galeristas que no responden, coleccionistas que regatean, y un medio que lo ve como competidor más que como creador.
«Cada vez está más normalizado este fenómeno», dice el fotógrafo. «Toda esa gente allá afuera [en redes sociales] con la idea de que aquí, a raíz del apagón, podía pasar algo parecido a lo de Nepal… Pues, en fin, nada más lejos de la realidad».
No hubo, quizá desde Benny Moré, una voz y un carisma tan grandes en la música cubana, y nadie antes o después fue más célebre o más impactante, más reverenciado en todo el mundo que Celia de la Caridad Cruz Alfonso (1925-2003), «la Guarachera de Cuba».