Revisaba las historias de Instagram, el domingo temprano en la mañana, y me salieron varias fotografías del recién elegido alcalde de Nueva York, Zohran Mamdani, en el bar Caribbean Social Club, posando al lado de su dueña, Toñita. Aún faltaban dos días para las elecciones y la visita formaba parte de su cierre de campaña. Todo el mundo, los locales y los visitantes, conoce el bar por el nombre de su dueña, sobre todo desde que Bad Bunny incluyera, en su tema «NUEVAYol», la frase «una cañita en casa de Toñita» y celebrara allí el lanzamiento de su último disco.
En los últimos cuatro años, también Madonna visitó el lugar junto a Maluma (fue portada de Rolling Stone), y Nicky Jam, Rauw Alejandro, J Balvin, Alexandria Ocasio-Cortez, entre muchas otras «celebridades» y políticos con afán de demostrar su «humildad» y apelar a los jóvenes latinos. Se dice que «los bichos vuelan hacia la luz» y que «la miel atrae a las moscas», pero sé que a veces lo que más llama la atención también es lo que más daño hace.

Había emigrado de Cuba casi nueve años antes cuando visité Nueva York por primera vez. No había encontrado un lugar que me generara sentido de pertenencia, de comunidad y de interacción humana, hasta que aterricé en la que hoy es mi ciudad y me llevaron al bar de Toñita. Detrás de una puerta de hierro negra, casi invisible, encontré lo que parecía ser la sala de la casa de una abuela latina. Cuatro paredes forradas de fotografías de la comunidad, flores plásticas, figuritas de porcelana cubiertas de polvo, espejos viejos, banderas puertorriqueñas, cortinas envejecidas, y aguinaldos y luces de Navidad, a pesar de que estábamos en pleno verano. Cadenetas de papel en forma de corazón, plantas de plástico y floreros sobre paredes pintadas de rojo y amarillo, que comprimen el espacio y lo hace parecer más pequeño de lo que es.
En el centro, una mesa de billar donde los jugadores marcan su turno colocando monedas de veinticinco centavos en el costado de la mesa. Encima cuelga una bola de discoteca que no funciona. Tres tubos de luz blanca y fría iluminan el lugar. No hay flash, no hay humo, no hay extravagancias. Hay mesas y taburetes de madera rústica donde solo unos pocos pueden sentarse, turnándose para respirar el aire de los dos o tres ventiladores dispersos. No hay aire acondicionado. Todos sudan al unísono y respiran el mismo aire pegajoso que se hace insoportable en los meses de verano, pero que envuelve como un manto cálido durante los inviernos más duros.
A un costado hay una mesa con un juego de dominó en el que siempre hay cuatro personas jugando y otros esperando su turno. En la otra esquina, una mesa con comida casera en calderos y platos desechables donde todos pueden servirse. La comida suele ser cerdo, frijoles, pan y arroz, con alguna variación según el día o la hora, pero siempre hay algo que comer, y siempre es gratis. Se dice que la propia Toñita cocina en el apartamento donde vive, justo encima del bar. Cada noche se le ve detrás de la pequeña barra de madera junto a un refrigerador blanco. Vende sodas, cervezas y algo de ron, solo en efectivo y a precios casi risibles para estos tiempos.
A un costado de la barra hay una puerta pequeña, casi imperceptible, que lleva a un patio trasero de unos cuatro metros, con bancos de madera a lo largo de la pared. Es el área de los fumadores, de los que escapan del calor o de quienes quieren conversar más tranquilos. La música no viene de un DJ, sino de una vitrola en la que cada persona paga un dólar para elegir su canción. La calidad del sonido es pésima, pero se escucha a la gente cantar más alto que a los propios artistas: un coro de voces de toda una comunidad, mayormente latina, que grita con la misma fuerza canciones de Bad Bunny, Selena, rancheras mexicanas, merengues o baladas de salsa puertorriqueña.

La gente es la vida del lugar. Es su tesoro más grande. Más allá de la ubicación, la decoración, la comida o la bebida, son ellos los que ponen la magia, y por eso no me extraña que los cazadores de esa magia vayan allí a buscar apoyo o visibilidad. La misma noche que visitara Toñitas, Mamdani hizo un recorrido hípster por Brooklyn: barhopping en Williamsburg, un club de tecno en Bushwick, un gay nightclub y una visita al carrito de comida halal en plena madrugada. Eso es exactamente lo que hacen los jóvenes que quería atraer. La diferencia es que Zohran llevaba un traje entallado, un batallón de seguridad y una agenda definida. No es el contenido de su agenda lo que me inspira a escribir, sino la plataforma que decidió utilizar.
Dos semanas después de aquel primer viaje a Nueva York, regresé con dos maletas, dispuesta a quedarme. Han pasado cuatro años y sigo aquí, pensando que tomé la mejor decisión de mi vida, refugiándome en el bar de Toñita siempre que necesito sentirme en casa. Viví los primeros seis meses a cinco cuadras del bar. Iba caminando desde el apartamento que compartía con un amigo. Ahí celebré mi primer cumpleaños. Pasé a las dos de la tarde a preguntarle a Toñita si podía llevar a un grupo de veinte amigos esa noche. En esos tiempos, no iba mucha gente entre semana, salvo una docena de señores y señoras mayores que cenaban, jugaban dominó y tomaban su trago de rutina. Siguen siendo los mismos. Los que abrieron el lugar, se mezclan con las nuevas generaciones y bailan los sábados y domingos. En este lugar no hay edad promedio: va quien quiera ir.
Aquella vez, Toñita (su nombre es María Antonia Cay) me sorprendió con un cake hecho en casa. Vino desde la barra con la torta llena de velitas. Me cantó cumpleaños a mí, la extraña recién llegada, e invocó la presencia de mi abuela o de mi madre, esa cosa maternal que despiertan las señoras latinas: te miran a los ojos, te dicen un par de frases, y te calman el los nervios o la ansiedad.
Me puso la mano sobre el hombro y me deseó cosas lindas. Su mano es pesada, no por su constitución física, sino por la cantidad de anillos enormes que lleva. Es una obra de arte, una colección de materiales baratos y caros, piedras, cristales, plásticos, animales, banderas… sobre unos dedos donde se notan las marcas del tiempo y el trabajo duro. Con esas mismas manos recoge las botellas y latas vacías que dejan los consumidores, las guarda en una caja de plástico y las lleva al basurero. No hay que decir nada: cuando la gente la ve hacerlo, se une. Es como una orden silenciosa. Es momento de limpiar, y muchos la siguen. Más de una vez he agarrado el trapeador para secar lo que se derrama, mientras algunos recogen la basura y los demás siguen bailando. Luego se turnan otros en la siguiente ronda de limpieza, pero nunca la dejan sola.
Toñita es de esas mujeres que parecen conservar el alma de otra época, intacta y luminosa. Su melena rubia parece de muñeca, sus joyas son extravagantes, su semblante el de una matrona, una guerrera, una mujer líder… y también el de una madre del barrio. Le han ofrecido millones de dólares por vender el edificio donde se encuentra el bar y siempre se niega. Podría haber hecho de una fortuna y renunciar a la comunidad, pero estaría renunciando también al legado que construyó.
Ya no vivo cerca y no voy tan seguido, quizás por eso no he coincidido con ninguna de las celebridades que se aparecen de madrugada, de lo cual estoy agradecida. Pocos días después del lanzamiento de Bad Bunny pasé por el bar. La cola para entrar doblaba la esquina y se mantuvo así por los siguientes meses. Se había convertido en el lugar trending de las redes sociales: la misma foto, el mismo reel, repitiendo la línea de la canción y mostrando la mirada superficial de «lo que es un verano en Nueva York».
El club social abrió hace más de cincuenta años como punto de encuentro para peloteros y amantes del béisbol. El barrio, en aquel entonces Los Sures, no lo habitaban los mismos que hoy. Había crimen, drogas, prostitución y peligro en las calles. También había familias desterradas, emigrantes melancólicos y unas ganas inmensas de reinventarse en tierra ajena. El espacio fue entonces un escondite para los que, lejos de casa, querían sentirse en ella. Y a pesar del paso de los años, de la gentrificación, y de que la zona se convirtió en uno de los barrios más caros y codiciados de la ciudad, Toñitas sigue siendo un refugio.
Todavía vienen latinos de todos lados en busca de los suyos, así como de otras nacionalidades y culturas. A veces distingo, en un grupo de estadounidenses, al amigo latino que los trajo y les dice: «¿Viste lo que te dije?», sabiendo que este lugar no puede describirse, que hay que vivirlo. Imagino que así mismo debo haber lucido yo cuando lo descubrí conocí a su dueña. Aunque el bar, como todos los negocios, se reserva el derecho de admisión, nunca he sido testigo de que le hayan prohibido la entrada a nadie, y no creo tampoco que deba hacerse. Por eso me preocupa cuando figuras públicas lo usan como plataforma para su imagen. Porque el bar de Toñita se ha establecido como la casa de todos, y uno no deja que vengan a su casa a decirle cómo tienen que pensar.
Hay algo profundamente triste en ver cómo los lugares que una vez fueron corazón de una comunidad terminan convertidos en fondo de decoración de una foto para quienes nunca escucharon su latido. Detrás de este espacio hay generaciones que resistieron, que encontraron ahí un pedazo de hogar cuando el resto del mundo no los quería. Convertirlos ahora en escenarios de consumo cultural borra la esencia de lo que fueron: un punto de encuentro, una extensión de la casa, una esquina donde la identidad se sostenía entre música, comida y conversación. Verlo transformarse en algo que no reconozco se siente como perder un pedazo de memoria colectiva. Como si la luz que antes unía a los nuestros ahora atrajera a extraños que no saben que están pisando memoria.
Espacios culturales que las comunidades minoritarias han construido con tanto esfuerzo, se vuelven un escenario para la política en tiempos modernos, usados simbólicamente para mostrar «diversidad» o «inclusión», sin que exista un compromiso real con las personas que los habitan. Los políticos llegan cuando les conviene, posan para la foto, sonríen junto a la gente, pero detrás de esas imágenes hay vidas que no aparecen en ninguna narrativa oficial. Se celebra la «cultura latina, caribeña o afrodescendiente» como un color, un sabor, un accesorio de moda a conveniencia de los que la utilizan, mientras se ignoran las desigualdades que obligaron a esas comunidades a crear refugios como Toñitas, a diseñar su propio espacio de pertenencia para que otros puedan llegar y sentirse en casa.
Cuando la gentrificación entra en escena, la política protege el capital, no la cultura. Se habla de «revitalización», mientras desplazan a quienes dieron vida al lugar, y la resistencia se transforma en espectáculo. Toda una comunidad se convierte en fondo estético para fotos y reels, mientras la historia viva queda vacía.
Los medios, las redes, y la publicidad hacen lo suyo: lo que antes era un refugio para quienes buscan sentirse vistos, se convierte en un escenario para likes, comentarios y tendencias. La esencia se reduce a un «spot», a una foto con sabor local. Prefiero que mi cañita en casa de Toñita, me la sirva ella. Protegida del spotlight de celebridades y agendas políticas.
