«La race infériure a tout couvert —le peuple, comme on dit…».
(La raza inferior lo ha cubierto todo —el pueblo, como se dice…).
Arthur Rimbaud
La ternura de Kenny Lemes democratiza la belleza, que es el único capital del huérfano, dado que el huérfano es la reserva de lo bello. Sus criaturas bárbaras bailan una ronda prohibida, atravesada a partes iguales por el silencio y el delirio. Una sombra pasa de puntillas por sus fotos, una fiebre secreta padecida por algo que no se ve. Puede ser el órgano —la cicatriz, el muñón, la herida, los tres dedos—, pero también la función —el sordo, el ciego, la desgraciada, la flor rota.
Todos los seres de Kenny, miembros de la misma secta del dolor a la que él pertenece, parecen finalmente encontrar alivio bajo su lente, pero nadie entrega a cambio la chispa de su furia. Nadie capitula ni renuncia a la venganza política, y la misericordia no es el resultado de la lástima, sino un tributo a la dignidad bastarda. Hay consuelo y hay determinación en esos cuerpos disidentes que han sido, a un tiempo, convocados desde la compasión y desde la rabia.
En un mundo de desprecio, donde el gesto provocador y la puesta en escena de la rebeldía responden a las formas muertas de una desnudez fascista, la imaginería de Kenny remite a la mayor de las provocaciones y los desconciertos: el encuentro —que creíamos improbable, rodeados como estamos de sarcasmos, astucias, histerias, suspicacias y violento escepticismo— con un sanador, con un misionero que cura.
El artista es un santo que cuida. En un comentario de Instagram, alguien le dice: «Kenny, sos un bálsamo». La foto, sin embargo, es feroz. Dos chicos se abrazan al borde de un pantano. La luz saturada de una tarde austral asoma sobre el verde oscuro del limo, un tronco dispuesto en la superficie como un emblema maldito, y las ramas fantasmales diluidas en el cielo enfermo. La composición es tarkovskiana, los ribetes de una ensoñación de infancia, como si ese plano perteneciera a El Espejo de Kenny, una película que persiguió la religiosidad y la trascendencia del pecado sin norma.

La chica, de espaldas al lente, el torso descubierto, una venda en la mano, mira el cristal fangoso del agua, mientras un chico la abraza y enfrenta la cámara con actitud desafiante. ¿Qué hacen ahí, secos y medio desnudos? Yo digo que acaban de salir del pantano. Como monstruos intactos. Fieras desclasadas de múltiples sexos que pertenecen al bestiario inaugurado por Goya en las primeras horas de la noche moderna. Son la pesadilla del sueño burgués. En ese sentido, parafraseando a Ortega, también puede decirse que Kenny «es un monstruo, precisamente el monstruo de los monstruos y el más decidido monstruo de sus propios monstruos».
La hermosa tristeza (des)figurada de Magalí parece compuesta por su mano, arrojada al desajuste como los pétalos en la boca trans o las cuatro cabezas de muñecos, uno de ellos vivo, ascendiendo desde el filo de una mesa. Kenny presta su ojo —con su suicidio, incluso, llega a cederlo entero—, pero tienes que entregar el tuyo en sacrificio. Su fotografía exige ese ritual. El iris de la costumbre va a contraerse, comido ya por el gusano de la fascinación.
Uno de sus post en Instagram recoge la conmoción de ese injerto, cuando alguien, con la candidez habitual del prejuicio sorprendido, admite que la melancolía de Kenny es muy hipnótica, pero que sus fotos siempre le dejan un sabor raro en la boca. «¿No conoces gente en pareja, que estudie y que tenga proyectos de vida?», le pregunta. El viaje de esa confusión es revelador, porque a Kenny lo interpelan tres entidades, tres lenguajes delimitados y precisos.

Primero un individuo, que reconoce la potencia de la melancolía. Esa potencia lo asusta y busca el refugio del equilibrio social, donde el borde y el margen suelen nombrarse como «sabor raro». Entonces la sospecha delata y la extrañeza del paladar ideológico invoca a la vigilancia y al control, que son quienes hablan de «proyectos de vida». Estudios y parejas, higienización y obediencia, eficiencia y castigo, jerga técnica de la experiencia humana.
En su ensayo sobre el surrealismo, Benjamin detecta que ha sido «demasiado seductor captar, en un inventario del esnobismo, el satanismo de un Rimbaud o de un Lautréamont como contrapeso del arte por el arte. Pero si uno se resuelve a abrir ese romántico cajón secreto, encontrará en él algo útil (…) el culto del mal como un aparato romántico de desinfección y aislamiento contra todo diletantismo moralizante».
Esa es la constelación de Kenny Lemes. Desciende al inframundo de «Mauvais Sang», el primer poema de Une saison en enfer, y retrata la raza sin linaje del príncipe del simbolismo. Dueño de una tartamudez que en su infancia lo llevó a sujetarse de las cosas —creía que ese esfuerzo físico lo ayudaría a expulsar el sonido atorado—, y que en la adultez lo recluyó en el mutismo, en su fotografía el cuerpo es la metáfora de la palabra. Un amigo me ha contado que el padre de Kenny, a quien Kenny apenas conoció, había sido pescador y pasaba horas en la soledad del mar. He ahí la herencia —¿a qué más puede aspirar alguien que no retrata personas con «proyectos de vida»?—que decide su fiereza.
Kenny se corta la lengua y hace de su ojo una. Lleva la palabra a otro órgano y se libra del trámite de hablar. En algún punto entre 1872 y 1873, Arthur Rimbaud escribe: «Comprendo, e incapaz de explicarme sin palabras paganas, quisiera enmudecer».