El bajo no retumba, te mastica; es una vibración sucia, física, que busca los huesos y unifica geografías dispares. Da igual si es en la euforia popular del Salón Rosado de La Tropical o en los templos donde los nuevos ricos cubanos, esa mezcla a veces indistinguible de hijos de la oligarquía y empresarios emergentes, van a sudar sus demonios. En todos, el aire es el mismo caldo espeso de humo de vaper, ron y perfume. Los cuerpos se aprietan bajo luces de neón que pintan la noche de un azul y un fucsia artificiales, casi eléctricos. En todos, martillea el mismo beat, que es a la vez pulso y jaula: la banda sonora del reparto.
Durante años, esa banda sonora sirvió como manual de instrucciones para construir un único tipo de hombre, un arquetipo forjado en la carencia y la guapería del eterno Período Especial cubano. Las letras contaban a las claras un catecismo de la supervivencia, un evangelio de la testosterona donde el cuerpo de la mujer era trofeo y el dinero la única salvación. Chocolate MC lo canta en uno de sus tantos icónicos coros: «soy negro, soy feo, pero soy tu asesino». Ese era el límite de las posibilidades de la metáfora, un cuerpo como arma, otro cuerpo como territorio. Y todos éramos bienvenidos a la fiesta, siempre que aplaudiéramos aquel único relato.
Pero en esa gramática de hierro, algo empieza a sonar distinto con voces como las de Musteerifa y Ozunaje, dos mujeres que articulan su deseo lésbico no como un manifiesto de nicho, sino como un hecho central de su propuesta dentro del género. Dos artistas que han puesto sobre la mesa una conversación incómoda en el lugar más improbable, la pista de baile.

Pensemos en Musteerifa, con su estética que se alinea con el canon del reparto: gorra, shorts anchos, poses dominantes. Uno cree saber qué voz saldrá de ahí, pero entonces canta, y la voz que emerge es melódica, casi dulce, una fractura cognitiva que te obliga a recalcular.
Ella misma parece habitar en esa turbulencia cuando intenta definirse: se siente un hombre, le gusta que su novia la llame «papi», pero es «mami» para su hija. La declaración, más que una confesión, es un artefacto crítico; es la vida misma desmontando la lógica binaria con una naturalidad que cualquier paper envidiaría. La misma artista que reclama su sitio en el panteón cubano —reverenciando a Benny Moré, soñando con Los Van Van— es la que admite el pánico a que su hija siga sus pasos, porque «este mundo es un poco difícil». Es la descripción de una identidad que se negocia día a día, en la intimidad del hogar y en la arena pública. Ahí, en esa encrucijada, su figura cobra un peso que va más allá de la música.
Si Musteerifa es la hereje que expone las grietas del dogma desde su propia y laberíntica identidad, Ozunaje es la que patea la puerta del templo y se sienta en el altar mayor. Su objetivo no es deconstruir, sino ocupar. Lo resume en una frase que es pura calle: «Para cantar reparto, hay que ser repa». No pide permiso, ni perdón, ni un espacio de cuota; su planteamiento es un acto de expropiación cultural en el que la autenticidad del barrio no es patrimonio de la masculinidad heterosexual, sino que también le pertenece.
Donde Musteerifa muestra la complejidad de sus roles, Ozunaje blande la simpleza de una verdad rotunda. «Yo nunca tengo un personaje, yo soy esto que tú ves aquí», dice, y con esa línea se distancia de una música que siempre ha dependido del performance, del guapo que se construye para la escena. Su lesbianismo, entonces, no es un tema en su música, es una condición de base, tan natural como la clave que acompaña sus canciones. No te canta sobre ser lesbiana; te canta siendo lesbiana, que es algo muy distinto.

Su figura así se vuelve un problema fascinante para el sistema. El reparto siempre supo cómo lidiar con sus personajes, pero no sabe qué hacer con una persona. Ozunaje no pide que el género cambie para aceptarla; exige que el género reconozca su pertenencia, que su vivencia es tan repa como la del tipo que le canta a su jeva en la esquina. Su éxito es la prueba de que el sonido del barrio es más grande —y más extraño— de lo que el propio barrio creía.
Este fenómeno local es parte de una transformación que recorre el mapa entero. Mientras el reparto cubano redactaba sus códigos, la conversación sobre identidad y deseo que Occidente lleva teniendo en este siglo encontró en el pop y el reguetón un altavoz inesperado. De repente, uno de los géneros históricamente más machistas del planeta se convirtió en el laboratorio de las nuevas masculinidades y feminidades. Y en ese laboratorio surgieron herejes de alta gama.
Miremos el caso de Arca, la productora y artista venezolana que desde la vanguardia electrónica decidió tratar el género, la identidad y el sonido como una masa de arcilla, derritiendo las fronteras entre lo humano y lo post-humano, el placer y el ruido. Arca es la rupturista maximalista, la que quema las reglas para construir un lenguaje propio, ininteligible para el canon, pero magnético en su extrañeza.
Más cerca en el tiempo tenemos un caballo de Troya como la puertorriqueña Villano Antillano, que no vino a deconstruir el trap desde afuera, sino a ocuparlo desde adentro. En su histórica sesión con Bizarrap, se plantó en el centro del formato más comercial y testosterónico del momento y, sin ceder un ápice de su identidad trans, soltó las barras más duras y la chulería más afilada.
Musteerifa y Ozunaje no son copias, comparten con ellas la misma voluntad de quebrar el código desde adentro. Sin embargo, y aquí radica la paradoja más profunda, esta ruptura tiene sus límites. Aunque introducen nuevas formas de sexualidad en el reparto, ambas artistas reproducen, a su manera, un canon de masculinidad. Musteerifa se posiciona como papi, asumiendo el rol del proveedor dominante; Ozunaje, con su flow directo, encarna esa misma guapería que el reparto siempre ha celebrado. Son mujeres que ocupan el espacio del «hombre» en la relación, pero no lo desmantelan; el poder sigue codificado como masculino, el deseo como conquista. Es una subversión queer que, paradójicamente, fortalece el binarismo al reasignar roles en lugar de disolverlos.
Esta tensión no es solo personal; es estructural. El reparto, como la timba antes, es un género de resistencia, pero también de aspiración consumista. En una Cuba donde la desigualdad crece, el «hombre repa» promete control en un mundo caótico. Musteerifa y Ozunaje, al adoptar ese rol, desafían el género, pero no el sistema de poder. Su revolución es incompleta, sí, pero es un comienzo. Y es, sobre todo, un reflejo de las contradicciones de un país.
Estamos en medio de un cambio de las placas tectónicas de una nación, con artistas que ayudan a desmantelar el sistema con su identidad laberíntica y contradictoria. Ozunaje y Musteerifa, quizás sin proponérselo, están escribiendo uno de los capítulos más fascinantes de la música cubana reciente. La vieja pregunta —¿estamos ante una transformación real o es una finta del mercado que todo lo asimila?— sigue en el aire. Quizás podemos planteárnoslo de otro modo, más íntimo, más complejo, más arriesgado: a falta de otros espacios, un país ha elegido su música más visceral para sostener la difícil conversación sobre quiénes fuimos, quiénes somos, y qué coño haremos con todas las ganas que no caben en una sola canción.
