A medida que las elecciones intermedias del 2026 se acercan, y con ellas la posibilidad de poner freno al tumultuoso mandato del presidente Donald Trump, ambos partidos se concentran más y más en obtener o mantener el control del Congreso. Para evitar una pérdida de la minúscula mayoría de los republicanos, Trump y sus aliados han concebido un plan: reorganizar los distritos electorales, una práctica conocida como gerrymandering, que podría resultar en elecciones más favorables para sus correligionarios. La primera batalla de esta guerra fue en Texas, donde la legislatura estatal en poder del GOP y el gobernador Greg Abbot aprobaron mapas para tratar de asegurarse cinco escaños republicanos más. Los demócratas han prometido ripostar en California, Illinois y Nueva York, mientras que los republicanos amenazan con continuar en Missouri y otros estados. Complicando el panorama, múltiples grupos políticos, e incluso estados, han iniciado escaramuzas legales que podrían impedir la adopción de estos mapas antes de las elecciones en noviembre del 2026.
El gerrymandering tiene una larga historia en Estados Unidos, donde ambos partidos se han enfrascado desde siempre en trazar los límites distritales más favorables para sus intereses. La palabra «gerrymandering», originada en 1812, viene de una combinación del nombre del entonces gobernador de Massachusetts, Elbridge Gerry, quien se propuso reorganizar convenientemente las demarcaciones electorales del estado, y de «salamander» («salamandra»), por la forma grotesca que tomó uno de los distritos redibujados. Para entender por qué esto es tan importante, es preciso recordar que los congresistas federales se eligen por distritos, con poblaciones equivalentes, a fin de garantizar una representación igualitaria y que cada votante tenga igual voz en el Congreso. La base legal está en el Artículo 1ro, Sección 2, Cláusula 1 de la Constitución, luego ratificado por la Corte Suprema en Wesberry v. Sanders sobre la base de la Cláusula de Protección Igualitaria de la 14 Enmienda. La Constitución prescribe el proceso llamado «apportionment» («repartición») en que se cuenta la población de los estados cada diez años (el censo) y se divide por una cifra de ciudadanos que corresponde a cada representante, lo que resulta en el número de representantes por estado. En el momento de la implementación de la Constitución esa cifra se estableció en 30 mil ciudadanos por representante. Más tarde, en 1929, tras un enorme crecimiento poblacional, se adoptó la ley de repartición permanente, que fijó el número de congresistas en 435. A partir de ahí la batalla política se ha concentrado aún más en redibujar los distritos existentes para favorecer al partido en el poder, ya que no es posible aumentar el total de legisladores.
El gerrymandering es una práctica fundamentalmente antidemocrática. Su principal objetivo es poner los intereses de los partidos políticos por encima de los votantes, dinamitando el principio de igualdad de representación supuestamente garantizado en la Constitución. Pero las consecuencias adversas para los votantes y para el funcionamiento del país van más allá de las simples ventajas electorales para uno u otro lado. Al permitirse que los políticos elijan a sus votantes, y no al revés, los congresistas tienen menos razones para escuchar los reclamos de sus electores. Como el gerrymandering crea distritos seguros para ambos partidos, los titulares de estos se reeligen sin oposición —y esto culmina en un estancamiento político en que los votantes están descontentos con el trabajo del Congreso (solo el 24 por ciento lo aprueba hoy), pero los asambleístas son reelegidos en un porcentaje que se acerca al 90 por ciento. Pocos trabajos son más seguros en Estados Unidos. Esto también afecta el relevo generacional; la edad media de los legisladores es de 57.5 años, mientras que la edad media de sus electores es de 38.7 años, lo cual propicia la alienación política de los votantes jóvenes que a menudo opinan que el Congreso no responde a sus necesidades. Quizá la peor consecuencia es que el gerrymandering ha dividido al país en zonas unipartidistas donde los ciudadanos viven en burbujas ideológicas. Ello genera polarización, elimina el centrismo, desmotiva los compromisos políticos, emponzoña la retórica pública y recompensa el extremismo en ambos lados del espectro político. Una prueba de esa polarización: las encuestas muestran que los votantes desaprueban el gerrymandering a no ser que sea su partido el primero en implementarlo. Para colmo, la Corte Suprema se ha lavado las manos en este asunto, al declarar en 2019, que, aun cuando el gerrymandering es claramente antidemocrático, la solución no se encuentra en la Constitución sino en las elecciones: una aseveración obviamente paradójica.
Uno de los absurdos mayores de la actual guerra es que tiene pocas probabilidades de dar, a nivel nacional, los resultados que esperan los republicanos. Primero, porque los distritos ya se han dividido al máximo, como han demostrado varios estudios; por lo tanto el gerrymandering habría perdido influencia sobre cuál partido gana nacionalmente. Segundo, porque al redibujar distritos, tratando de redistribuir votantes según sus preferencias ideológicas, uno de las resultados frecuentes (conocido como «dummymandering») es que otros distritos se convierten en menos seguros —si los republicanos cuentan con una ventaja del 20 por ciento en un distrito y toman 10 por ciento de esos votantes para afianzar a un distrito aledaño, esto puede resultar en la pérdida de ambos, si los votantes demócratas salen a votar en masa, como ya pasó en Texas en el año 2018. Y, tercero, porque, si bien los republicanos controlan más estados unipartidistas en el Congreso (hay una docena de estados que solo tienen legisladores republicanos versus siete totalmente representados por sus rivales políticos), los demócratas controlan justo aquellos estados con el menor número de escaños seguros para los republicanos: California, New Jersey, Pennsylvania y New York.
La agresividad de los republicanos para lograr una inmediata redistribución electoral, a instancias de Trump —incluida la decisión de Texas de rediseñar los mapas a cinco años del censo, algo que probablemente viole los requerimientos constitucionales—, ha envalentonado a los demócratas, y les ha dado un tema en torno a cual aunar fuerzas y motivar a sus bases. El gobernador de California, Gavin Newson, por ejemplo, ha emergido como figura nacional haciendo frente a Trump con una campaña en redes sociales donde se burla de la retórica hiperbólica del presidente. Varios políticos y estrategas republicanos se han preguntado si este capricho de Trump vale la pena, dada la posibilidad de que más bien haga salir a votar en masa a los demócratas. Ello —junto a la baja popularidad de las políticas republicanas, incluida la «Big Beautiful Bill», los índices económicos desfavorables, y la tendencia histórica al cambio de liderazgo en el Capitolio durante las elecciones de mitad de ciclo— augura que, muy probablemente, en la guerra del gerrymandering a los republicanos les salga el tiro por la culata.