La obsesión de Luis Manuel Otero por el tiempo

    Luis Manuel Otero Alcántara es un artista de procesos, pero también de momentos. Esto puede inferirse de la naturaleza performativa de una parte importante de su obra, incluso de aquella que no puede etiquetarse convencionalmente como performance y que incorpora, de manera casi programática, ese componente activo del espectador. Sin embargo, aunque Luis cuenta con la condición contemplativa del público, uno de los objetivos principales de toda su obra es resquebrajar esa barrera. Todo el arte de Luis puede leerse como un insistente esfuerzo por que dejemos de ser simples espectadores de lo que nos sucede y, sobre todo, de nuestra propia identidad, para que asumamos plenamente ese poder de crearnos a nosotros mismos, a nuestras relaciones y transformar así nuestro entorno. Y es en ese sentido amplio que debemos entender la significación liberadora y universal de su obra. 

    Cuando Luis era un niño y corría sin rumbo fijo por los alrededores del Estadio Latinoamericano de béisbol, en las inmediaciones de su barrio, en el Municipio Cerro en La Habana, el arte fue la vía para trascender sus circunstancias inmediatas. Primero lo intentó con el deporte, en particular con el atletismo. Con los pies, ambicionó acortar las distancias que lo separaban del éxito e incluso de la fama. Así, su mente infantil traducía su deseo de superación y de encontrar sentido en medio de un contexto lleno de penurias económicas, pero, sobre todo, de falta de horizonte.

    Luis Manuel quería que su vida importara. Más que eso, quería que su familia, su barrio y Cuba importaran. Y para eso era necesario borrar el dolor callado de los ojos de los cubanos. Luis ha mencionado en más de una ocasión el vacío que veía en los ojos de sus vecinos, e incluso en los de alguna anciana que se encontraba en la calle, como una razón tanto política como estética.  Por eso, cuando comienza a hacer activismo, la operatoria no es tomar la necesidad circundante como cimiento y ladrillos para construir el templo del arte, abrir sus puertas e invitar a los pobres de la tierra a sentarse en el festín de los elegidos. Para él, siempre fue primero el arte, como la única forma de habitar la necesidad sin renunciar a la libertad. El arte es la libertad. El arte es la responsabilidad que distingue la libertad de la frivolidad. Es esa capacidad de detener el implacable tiempo de los vencedores y dejar que corran el aire o las lágrimas. Hay que entender que ese tiempo no pertenece a la lógica de lo Uno, no es un gran momento, son muchos momentos que se superponen y se destruyen. 

    Luis Manuel Otero, artista y preso político cubano / Imagen: Luis Manuel Otero Alcántara (Facebook)
    Luis Manuel Otero, artista y preso político cubano / Imagen: Luis Manuel Otero Alcántara (Facebook)

    Decía Hannah Arendt que una sociedad totalitaria se construye sobre la relación casi exclusiva del individuo con el Estado. Las demás relaciones, ya sean entre individuos o del individuo consigo mismo, están estigmatizadas y se busca reducirlas al mínimo. Es por eso que un artista como Luis Manuel, enfrascado en despertar el poder creativo en cada cubano, fue visto como una amenaza por el castrismo. La apuesta del artista es que podamos volver a habitar ese espacio de reflexión y también de mucha soledad, de nuestra propia individualidad, y que, desde allí, nos reconozcamos unos a otros como seres con poder y derechos. Los derechos son para Luis; más allá de los tecnicismos legales o de las divisiones modernas, la posibilidad y la responsabilidad de interpretar, nombrar y comunicar el mundo y a nosotros mismos. Él sabe, y muy bien, que no hay derechos cuando un grupo militar detenta el poder a la fuerza y hace de la violencia la dinámica social fundamental de una sociedad, pero a la vez sabe que no hay derechos cuando el hombre no es capaz de tomar decisiones cotidianas que lo expresen, incluso en su intimidad, en sus deseos más recónditos. Para ejercer tu derecho a vivir y a ser libre, es necesario conocerse a uno mismo, y no nos conocemos plenamente si no observamos y aceptamos al de al lado, que es igual y, a la vez, diferente de muchas maneras. 

    Siempre me llamó la atención que cuando Luis hablaba de los seres humanos usaba justo la palabra seres, así a secas, o aún más abstracto: entes, en un intento de expresar ese fenómeno complejo que somos y a la vez inhabilitar, solo por un segundo, todas esas divisiones según las cuales nos asumimos y nos conducimos en sociedad: mujeres, hombres, negros, blancos, lindos, feos, ricos, pobres… y los infinitos y menos mediáticos matices. Todos los matices son tan inevitables como bienvenidos, pero, para fluir a través de ellos sin enquistarse, es necesario dar un paso atrás y observar lo que nos hace cohabitantes efímeros de la tierra y de un sentido de humanidad compartido. La clave de esa coetaneidad radical es, precisamente, el tiempo. 

    El tiempo, como la materia cotidiana de la vida y la acción, también implica reconocer un final y muchos finales anteriores. Nunca podemos salvarnos de él ni ahuyentarlo. Es la sustancia más invisible e insistente de nuestra existencia, la más suave y la más tenaz.

    En 2021, el tiempo cambió drásticamente para Luis Manuel Otero Alcántara. Fue detenido a unas cuadras de su casa de San Isidro, justo cuando intentaba unirse a las protestas nacionales antigubernamentales del 11 de julio, que él tanto había soñado e imaginado. Fue detenido en la calle, pulsando de nuevo ese espacio público que había proyectado tantas veces, incluso usando su propio cuerpo como soporte, cuando no había nada más que ofrecer. Ese espacio público al que había ayudado a reconstruir una y otra vez, solo para verlo desmoronarse después, era un lugar, pero, sobre todo, una oportunidad. Era el tiempo abriéndose al fin; era «el instante de peligro» actuando en el presente. En el video en vivo que grabó momentos antes de salir de la casa, exclamaba, visiblemente emocionado: «Me voy pa’ la calle, me voy pa’l Malecón, me cueste lo que me cueste». 

    Luis Manuel fue arrestado ese día y nunca más ha vuelto a disfrutar de la libertad. Desde entonces, permanece en una cárcel de máxima seguridad en un pueblo llamado Guanajay, en la provincia de Artemisa, cerca de la capital del país, condenado a cinco años de privación de libertad. Ahora observa el mundo a través de momentos efímeros, como salir al patio, abrazar a su tía en las visitas mensuales o llamar a sus amigos durante diez minutos dos veces por semana. Incluso la ventana, de un metro por medio metro, por la que mira a diario, está orientada hacia el campo de pelota de la misma prisión, por lo que le resulta casi imposible ver la calle, los carros, mucho menos el mar. Su vida se ha fragmentado en pequeñas esquelas de esperanza y nostalgia. Solo su trabajo lo ha salvado de perderse en la rutina gris del presidio; solo su arte lo devuelve a ese mundo sin fronteras ni urgencias externas a sus propias urgencias. 

    Pero incluso el arte debe someterse a las prerrogativas del tiempo, lo que implica también someterse al conocimiento de los demás, asimilarlo en cada fragmento de tiempo que esos seres representan, al ritmo de cada uno y al ritmo del cuerpo colectivo. Que se filtre, que se adhiera a ese tiempo que nos ha tocado vivir, como una segunda piel o un aroma, y le susurre al oído del tiempo los nuevos sentidos de la historia. Someter su arte a las prerrogativas del tiempo es, en términos concretos, seguir siendo noticia tanto dentro como fuera del circuito; significa intentar liberar las piezas de la prisión o inventar otras formas de hacer arte sin poder estar afuera. Significa lo mismo comunicar el sentido de su arte poco a poco, a través de sus regulados minutos de llamada, que decidir cuándo una obra debe terminar y cuándo no. Significa volver a poner cuerpos en la calle. Sus obras son, como nunca antes, la expresión más pura de que sigue vivo; son sus pasos, sus viajes, sus abrazos, sus discusiones y sus malentendidos. Es su grito. Y cada vez que lo hace, revive su esperanza de que alguien vuelva el rostro. 

    Un gato vivo & muerto y un corazón hecho de tiempo

    En septiembre de 2022, Luis Manuel lanzó una de sus obras más poderosas desde que entró a prisión. El título de la obra, Retrato al carbón del gato de Schrödinger, hace referencia a la conocida paradoja que ilustra la interacción entre el mundo de la física clásica y el de la física cuántica como sistemas no asimilables, para abordar la equiparación arbitraria de experiencias antropológicas asimétricas y la banalización del tiempo humano. 

    Nociones comunes considerarían que el tiempo que Luis ha pasado en prisión es un tiempo perdido. Por eso, la operativa de la obra consiste en asignar un valor a cada día que pasa en la cárcel y poner esos valores a la venta de forma pública, como una forma de insuflarles sentido. El precio de los días no es estándar; varía según los sucesos asociados a cada día, e incluso pueden agruparse para su venta cuando una jornada determinada requiere permanecer unida.  

    Retrato al carbón del gato de Schrödinger, obra de Luis Manuel Otero Alcántara lanzada el 16 de septiembre de 2022 / Foto de cortesía de Claudia Genlui Hidalgo
    Retrato al carbón del gato de Schrödinger, obra de Luis Manuel Otero Alcántara lanzada el 16 de septiembre de 2022 / Foto de cortesía de Claudia Genlui Hidalgo

    Una lectura rápida de la obra revela un acto de empoderamiento del artista, quien, al encontrarse privado de casi todo, utiliza lo que aparentemente le sobra: su tiempo, que, a su vez, se cuenta sobre todo en su cuerpo. Es obvio que su interés no es el dinero, sino el reconocimiento de un valor para sus días, que, de otro modo, parecerían perderse. De repente, todos coinciden en que sus días valen la pena; son convocados a comprarlos y lo hacen, de modo que cada dólar invertido incrementa el valor del conjunto, tanto en términos materiales como en la experiencia del sujeto que sostiene el gesto. Repito, el interés de Luis no es el dinero. Su interés es el consenso. Su interés es la movilización.

    La entrevista a Luis Manuel Otero a propósito de la obra en cuestión, realizada por la curadora Claudia Genlui Hidalgo y publicada en la revista Hyperallergic en abril de 2023, pone en el centro la pregunta sobre quién es el dueño del tiempo de un preso político. 

    «Por eso quiero vender mi tiempo y que así la gente pueda aprender a apreciarlo. Es como una especie de servicio social lo que estoy brindando, un servicio estético que duele, porque mi carne duele. Lo que pasa es que el arte es como un agujero negro que se lo traga todo. Cuando uno ve a un artista, su figura se lo traga todo, sobre todo lo que la carne sufre indiscutiblemente. Entonces, viene por ahí: ¿estos días que he estado aquí, adentro, de quién son? ¿Son del sistema o son míos?» 

    A las preguntas de Luis añado esta: ¿Qué nuevas nociones pueden derivarse de compartir el tiempo del encierro, de convertirlo en algo útil al devolverle su valor, de cambiar el sino de violencia que lo acompaña y transformarlo en tiempo recuperado y aprovechado? 

    Al comprar el tiempo de Luis Manuel en prisión, los nuevos dueños no solo adquirirían un fragmento de una obra de arte, sino también preservarían una parte de la memoria del proceso de liberación del pueblo cubano. No obstante, la obra está más pensada para el presente que para el futuro, más orientada a generar valor que a acumularlo, y más enfocada en inspirar responsabilidad que en otorgar un beneficio. Mirar de frente un día de prisión de Luis Manuel implica para el espectador advertir de inmediato la imposibilidad de equiparar las experiencias de vida, pero también la posibilidad de percibir que el destino de todos se va dibujando a partir de la relación entre el lugar y el rol de cada uno, y de unos con otros. 

    Más de tres años después de Retrato al carbón del gato de Schrödinger, Luis Manuel vuelve a abordar la temática del tiempo con la obra Momento Cero, compartida con el mundo por la artista cubanoamericana y amiga de Luis Manuel, Coco Fusco. La obra, que se basa en la web y muestra una cuenta regresiva en días, horas, minutos y segundos del tiempo que le queda encarcelado, es una invitación que Luis mismo hace a sus amigos y seguidores para mantenerse alertas ante el final previsto de su prisión injusta. 

    Obra web Momento Cero de Luis Manuel Otero Alcántara, 9 de octubre de 2025 / Foto de cortesía de Coco Fusco
    Obra web Momento Cero de Luis Manuel Otero Alcántara, 9 de octubre de 2025 / Foto de cortesía de Coco Fusco

    Momento Cero es un reloj en tiempo real que, aprovechando las facilidades de las plataformas digitales, puede verse por cualquier persona en cualquier parte del mundo y en cualquier momento. Pero por supuesto, hay que quererlo. Porque, al mismo tiempo que la naturaleza no física de este reloj amplía su alcance, también lo limita al universo de la virtualidad. En este sentido, es una obra que surge vinculada a un foro específico y a las burbujas particulares que allí se generan. 

    Un reloj en una calle real del mundo puede sorprender a un transeúnte no informado; sin embargo, la espontaneidad del tránsito en las redes responde a algoritmos que fácilmente pasamos por alto, pues trascienden las capacidades meramente humanas. En este sentido, las redes sociales se han convertido en un reservorio de un pensamiento mágico religioso de nuevo tipo, donde la viralización de los contenidos se presenta como el nuevo misterio a develar y como el generador por excelencia de mitos y paranoias. La red se expande, pero eso no significa que no debamos transitar por ella de manera estratégica y encontrar formas inteligentes, pero sobre todo intencionadas, de habitar las burbujas y … explotarlas, cuando sea necesario. 

    De cualquier manera, es una obra que marca un pulso, un ritmo de vida, y es casi imposible que junto a la declaración de que se trata del tiempo de encierro que le queda a un ser humano real, de carne y hueso; no surja la analogía de cada segundo que pasa con cada latido de un corazón que expone su marcha vital como única posesión en medio de otras vidas y otros caminos. Siempre que se marca un ritmo, hay la intención de que se siga, ya sea al unísono o en contrapunteo. En este sentido, también es una obra performativa a la que ya se le han definido su inicio y su final, su rango de presencia, y de la que se espera una coreografía de esperanza en ascenso. 

    Dibujo realizado por Luis Manuel Otero Alcántara en prisión. En el dorso de la hoja se lee este statement: “El reloj se quedó sin arena; usa un corazón. Cada grano que se desprende del órgano es un segundo que pasa. Termina el día; toca invertir la burbuja de cristal. Para ese momento, nadie sabrá de dónde salió la arena” / Foto de cortesía del artista.
    Dibujo realizado por Luis Manuel Otero Alcántara en prisión. En el dorso de la hoja se lee este statement: “El reloj se quedó sin arena; usa un corazón. Cada grano que se desprende del órgano es un segundo que pasa. Termina el día; toca invertir la burbuja de cristal. Para ese momento, nadie sabrá de dónde salió la arena” / Foto de cortesía del artista.

    Suscitar la esperanza parece ser el deseo dorado, y no siempre tan explícito, de las obras de Luis, pero, aunque no repare en usarse a sí mismo como señuelo de esa esperanza proyectada, esta no la quiere Luis asimilada a ninguna de las utopías que conocemos y que nos han arrebatado la vida y la juventud. La esperanza de Luis está llena de espinas, de dobles sentidos, de pérdida, de escribir en la arena para que luego venga el mar y borre lo escrito, de cantar en una esquina para que después llegue la policía y vuelva el silencio. De arrebatarle la narrativa de la nación a una élite blanqueada y machista, que hace mucho tiempo perdió la brújula para entender la realidad cubana, por lo que decidió imponer su simulacro de realidad, cueste lo que cueste. Y este precio refleja, sobre todo, un tiempo que no termina. La aparentemente inquebrantable eternidad del totalitarismo es su máscara más aterradora.

    ¿Cómo escapar de la eternidad del totalitarismo? La respuesta que desliza Luis con esta obra a una pregunta tan compleja es demasiado sencilla y, por eso mismo, casi hermética: cuenta cada latido y cada segundo que seas capaz de donar para lograrlo. La obra es una invitación a contar una vez más su tiempo, pero es más que eso, es la cuenta regresiva y por tanto dramática de un tiempo colectivo, es la metáfora de una forma de lucha que no cree más en las sacudidas que llegan de arriba, o desde afuera del círculo, que en la vibración interna y aparentemente inocua de las ondas. 

    En este sentido, veo esta obra como una continuación perfecta de Retrato al carbón del gato de Schrödinger, pero que reemplaza la ambivalencia de las experiencias por la decisión consciente y, a la vez, casi inofensiva, de una danza. Si se sospechara que la danza es eterna, se convertiría en una tortura, en la pesadilla de la danza de la muerte. Como la alegría siempre es breve, los movimientos comienzan y terminan, y la noche nunca es eterna, aunque lo parezca. Falta poco; parece gritarnos esta obra de Luisma, pero no dejen de marcar el tiempo para que el final no vuelva a desaparecer. 

    *Este ensayo fue escrito por la curadora de arte y activista cubana Anamely Ramos.

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