Frente a la muerte hay dos actitudes: una, hacia adelante, que la concibe como creación; otra, de regreso, que se expresa como fascinación ante la nada o como nostalgia del limbo.
Octavio Paz
No sé el día exacto en que falleció mi abuela.
Te puedo decir el año en número cardinal, o el año en términos migratorios, que no es lo mismo ni se escribe igual. Te puedo decir dónde estaba sentada cuando recibí la noticia; cuántos días faltaban para fin de año; la mirada de la persona que mis padres decidieron debía comunicarme la noticia en persona. Te puedo decir si había sol ese día; qué nueva interna se gestaba en el gobierno del entonces presidente Alberto Fernández; a cuánto cotizaba el dólar blue —dólar por la izquierda, con acento argentino.
Muchos detalles innecesarios, pero el día exacto en el calendario gregoriano, no… Lo bloqueé y prefiero no hacer cuentas.
Cuando mi abuela murió desapareció la última raíz que me anclaba a Cuba y, sobre todo, a la casa de mis padres donde ella habitaba y que en realidad era suya. Una casa que, el día que salí por el Aeropuerto Internacional «José Martí», se convirtió casi en un AirBnB al cual regresaba cada cierto tiempo y, a pesar del esfuerzo desmedido de mis padres por dejar intacto cada rincón de mi cuarto, se había convertido en un hotel despintado donde Ella dio su último respiro, tranquila, rodeada de sus altares: siete vasos con agua, rosas del jardín, fotos de nuestros difuntos, un rosario, piedras de aquel viaje a la Caridad del Cobre.
Al año siguiente, ya no quedaba nadie en esa casa. Nadie que depositara su foto en el altar que Ella misma atendía; nadie que limpiara los vasos o colocara las flores.
Un 31 de octubre, víspera del Día de Muertos, la idea me paralizó. Me disculpo con amigos y conocidos mexicanos: era mi momento para pensarla a Ella, y también a quienes, muy probablemente, no volveré a poder honrar con flores en el Cementerio de Colón.

«Les hago un altar improvisado», pensé. Pero, ¿cómo se construyen los altares en la diáspora?
Los altares en la diáspora se construyen como pueden: fotos familiares, vino argentino barato adquirido en «el chino», ron cubano traído del último viaje a la isla, tabaco de la bodega que pensé regalar y nunca regalé, café peruano. Flores compradas en la esquina a «dos por una». Ni cempasúchil, ni girasoles. La última vela que quedó de la semana de apagones bonaerenses.



***
Cuando decidí mochilear por México, el tiempo jugó un rol estratégico. Tenía que estar el 1 de noviembre en Oaxaca de Juárez. Lo demás importaba poco. Lo demás se podía acomodar. Había algo, alguna necesidad, de entender la muerte desde el «no me dio tiempo llegar», desde el «no me pude despedir».
El Día de Muertos es en realidad una jornada de 72 horas, con más de cinco siglos de antigüedad. Un mix sincrético de tradiciones originarias de la región y el catolicismo de los españoles. Cada región tiene sus particularidades, y también cada familia. Pero la esencia es la misma: en México, la oposición entre muerte y vida no es tan absoluta. La vida se prolonga en la muerte, como diría Octavio Paz.




Fui a Oaxaca esperando llorar y encontré, por el contrario, un diálogo con la muerte que no conocía.
Altares públicos y privados desplegados en calles, casas, restaurantes. Fotos de quienes han traspasado el umbral, pan de muertos, dulces, papel picado de vivos colores, frutas, calaveritas de azúcar, agua para el largo viaje del espíritu, flores de cempasúchil y otras de color púrpura, velas para alumbrar el camino. Papel de China. Veinte horas seguidas de comparsas que empezaban a tocar cuando bajaba el sol.


Hay dos cementerios en la ciudad de Oaxaca: el Panteón General de San Miguel y el Panteón de Xochimilco.
La primera noche fui con mi cámara al Panteón de Xochimilco, la segunda al de San Miguel. Entré con miedo, pedí permiso. Estuve llorando los primeros 30 minutos, hasta que una señora sentada en una reposera al lado de la tumba de su esposo me pidió que le hiciera una foto a la decoración que había hecho. Estaba orgullosa; se le habían olvidado las velas —cargaba con muchas cosas—, pero logró comprarlas unas cuadras antes. Me senté junto a ella, en el suelo. No me preguntó de dónde era; no me preguntó mi nombre. Yo tampoco a ella. Solo le dije que era periodista. No le importó. La entiendo.




Estuvimos en silencio un par de minutos, contemplando cómo la luz de las velas recién compradas iluminaba la veintena de cempasúchiles que decoraban el panteón, hasta que —de nuevo, sin decir nada— me levanté y me fui.
Dice la leyenda que todas las tardes Xóchitl y Huitzilin, dos jóvenes enamorados, subían a la cima de una montaña a regalar flores a Tonatiuh, el dios del sol. Cuando Huitzilin murió en la guerra, Xóchitl subió por última vez a la montaña para rogarle a Tonatiuh que la uniera para siempre con su pareja. Conmovida, la deidad lanzó un rayo y, al tocar a la muchacha desconsolada, la convirtió en cempasúchil.
En el panteón de al lado no había silencio, había mucha música y cerveza. Uno de los familiares me preguntó de dónde soy y se respondió él mismo.

—Seguro argentina —dijo. No lo contradije; no sentí que debía.
Me invitó a una cerveza mientras, en conjunto, la familia desgranaba estereotipos sobre los porteños. Tienen razón. No sé a quiénes perdieron, pero cantan y ríen. Esperan el regreso de sus muertos como si fuera una fiesta del 31 de diciembre. Hermoso.


Caminé diez pasos más adelante, una mujer lloraba. La primera que veía en ese estado. Lloraba arrodillada delante de la foto de un joven. Calculé que el difunto no había llegado a cumplir los 21 años. Capaz, en próximos años también le cante y decore su tumba. Capaz, no. No hay forma correcta o incorrecta para el duelo.
***
Tres de noviembre. Quedaban menos velas prendidas en los panteones. Velas atenuadas y alguna que otra presencia militar armada. La joda se había diluido; en el aire, se notaba aún más la pólvora de los fuegos artificiales; las coronas de flores hechas con manos infantiles yacían en el piso. El olor del copal, resina aromática y alimento de las divinidades celestes, estaba menos presente. El mezcal volvía a guardarse en las alacenas.





***
Creo que fui a Oaxaca buscándola a Ella porque ir a Cuba no es una opción. Pero no la vi. No la pude invocar, no supe cómo. No pude pedirle perdón por no haber estado, por haberme ido, por no haber regresado. Pero el 3 de noviembre de 2024 la dejé ir. Tomó rumbo a Mictlán.
Y la esperaré sentada este año nuevamente, con un altar improvisado en Buenos Aires y no en el cementerio de Colón. Tengo mucho que contarle.
Habría que tener una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia, con música y con agua corriente. Lo menos, dos o tres, cada día, se levantarían a vivir. [Jaime Sabines].












