Bárbara Guevara, gerente a cargo del restaurante venezolano Los Chamos, ubicado en Ciudad de México, recibió una propuesta de Adrián, quien trabaja junto a ella en el local. Él se enteró de que el Miss Universo se iba a celebrar allí, por lo que creyó pertinente ofrecerle comida a la compatriota venezolana. Era agosto del 2024.
Ella aceptó. Adrián, quien había trabajado en el mundo del modelaje en Venezuela, movió contactos para llevarle la invitación a Ileana Márquez, Miss Venezuela. Faltando poco para la competencia global, se dio el primer pedido. Él tuvo que ir hasta el hotel en Polanco, primero pasar el filtro de la policía de Ciudad de México, después el de la policía de la alcaldía Miguel Hidalgo, y finalmente, el de los agentes de seguridad privados que fueron contratados. Tomó más de una hora la misión. «Vengo a llevarle unas arepas a la Miss Venezuela». Después, vinieron dos pedidos más. Bárbara se encargó del tercero.
—Le fascinó la reina pepiada, la pidió tres veces. A mí lo que me gusta de estar aquí es la posibilidad de la interculturalidad. Yo te muestro lo que es ser venezolano— asegura.
Esa clase de experiencias son comunes en el mundo de los restauranteros venezolanos residenciados en cualquier ciudad del mundo. Según cifras de la Organización Internacional para las Migraciones, organismo perteneciente a Naciones Unidas, en diciembre del 2024 habían registrado 7.89 millones de venezolanos fuera de su país. Ya a inicios de los dos mil, tras el recordado paro petrolero durante la Presidencia de Hugo Chávez, sobrevino la primera oleada migratoria de venezolanos, algo que se volvería recurrente, crónico a partir del ascenso al poder de Nicolás Maduro. Debido a eso, la gastronomía venezolana se ha difundido por el mundo. Ya las arepas son conocidas por todos en el continente americano, y tienen presencia en parte de Europa e, incluso, en países como Australia, Japón o Corea del Sur.
Ciudad de México no se queda atrás. Con una comunidad venezolana integrada por 26 mil 383 personas, según El Instituto Nacional de Migración, es lógico que surjan restaurantes que ofrezcan un refugio para la diáspora. ¿Cómo se han adaptado al contexto local?, ¿consideran que ofrecen nostalgia?, ¿al mexicano también le gusta la comida venezolana? Hay muchos puntos en común en sus historias, como también puntos únicos de cada uno. Cada uno tiene sus respuestas.
Un hogar para los amantes de las arepas
Tiene 34 años. Emigró en el 2009, cuando tenía 17 años. Primero se fue su madre, Marile Guevara, con su pareja de ese momento; meses después, sus hermanas, y, por último, ella, Bárbara Guevara, quien llegó en diciembre, el mes más doloroso para emigrar. El frío del invierno chilango se le tornó insoportable. «Quiero creer, después de 16 años, que la memoria nos ha hecho sanar esa parte». Cuando vivían en Caracas residían en Palo Verde, uno de los sectores de Petare, la barriada más grande de Venezuela y de Latinoamérica. Cinco años después fundaron Los Chamos. Es un sitio bien chévere.
El nombre del restaurante alude a una palabra de la jerga venezolana que quiere decir «muchachos»: «Todos los venezolanos mayores de 35 dicen “chamo”. Es como una muletilla que nos da un símbolo de identidad. Y mucha gente asocia el nombre con la banda». Ella se refiere a una boyband que hipnotizó a las adolescentes del país en los ochenta, motivo por el cual el término se popularizó.
En el menú se lee: «La arepa es la reina de la versatilidad en Venezuela. Ven a disfrutarla a cualquier hora del día: desde el desayuno, en la comida como acompañamiento o como plato principal en la cena». Las ofrecen en todas sus variantes, como también las cachapas, las empanadas, los tequeños, el pasticho —una variante de la lasaña— y otras delicadezas del paladar venezolano.
Un porcentaje altísimo de las comidas de Venezuela llevan un ingrediente: harina de maíz precocida. La marca más icónica, mejor posicionada y devenida en símbolo de la venezolanidad es la harina P.A.N. El producto fue patentado en 1954 por el ingeniero mecánico Lorenzo Mendoza Quintero y por Carlos Roubicek, y su distribución comenzó en 1960. Hoy en día, la empresa también tiene plantas en otros países, siendo la de Greenville, Texas, en Estados Unidos, la más importante en Norteamérica, ya que produce para en casi todo el continente americano e incluso mercados de Europa, Asia y África. El producto es comercializado por Empresas Polar. No hay venezolano que no identifique a la morena con un pañuelo en la cabeza que aparece en su logo.
Quien escribe estas líneas ha visto cómo Bárbara Guevara atiende a la clientela. Una pareja apareció junto a su hija de edad escolar. Madre venezolana, padre mexicano. La niña nunca había probado una arepa; dudaba sobre si le gustaría. «¿Confías en mí?», le preguntó la dueña del local. «Te voy a traer la más famosa de todas, la reina pepiada. Tiene queso amarillo, aguacate y pollo». La jovencita hizo entonces un gesto de aprobación.
—A mí me encanta esto porque conozco a la gente y sus historias. He aprendido a escuchar y no juzgar. Se ha convertido en ese espacio seguro donde puedes recordar, sentir que te vamos a dar nuestro apoyo. ¿Quieres hacer una fiesta? Te vamos a dar un premio bueno, bonito y barato. Sí, se vende la nostalgia. Por eso: nosotros hacemos comunidad. Aquí vas sanando esa herida que te deja la migración.


La arepa es el plato más conocido de la gastronomía venezolana. La antropóloga culinaria Ocarina Castillo, en una entrevista publicada por Efecto Cocuyo, sostiene que «todo migrante que se lleva en la maleta sus tradiciones, sus sabores, sus platos, sus memorias, empieza a sufrir adaptaciones, cambios […]. La migración es interrelación, interculturalidad».
En el 2024, Los Chamos fue convocado para que patrocinaran un concierto que se iba a presentar La Maraca, un salón icónico de CDMX. Pero cuando Bárbara Guevara y su madre escucharon el nombre del cantante, Teo Galíndez, no lo reconocieron. Se trataba de un cantautor de música llanera —que, tal como su nombre indica, se escucha y se baila en los estados llaneros de Venezuela—. Como caraqueñas, no se identificaban con ese género. Pero asumieron la responsabilidad de vender entradas. Menuda sorpresa se llevó cuando todos sus clientes provenientes de estados llaneros manifestaron su entusiasmo.
También se han adaptado al sabor mexicano. En ambos países hay una salsa a base de aguacate: el guacamole en México y la guasacaca en Venezuela. Han hecho una fusión de ambas. Además, saben hacer la salsa habanera con el picor que le gusta a los locales. Tratan de brindar una atención personalizada: son flexibles, se adaptan al gusto de cada cliente. Bárbara Guevara estima que la mitad de sus clientes son venezolanos, y el resto, mexicanos o extranjeros de otros países. Pero, en general, casi todos quieren comer a la venezolana. Las personas van a Los Chamos con ganas de entender cómo es la vaina en el país caribeño.
Bárbara Guevara considera que toda su vida ha consistido en trabajar con sus manos. En Venezuela, tocó el violonchelo en El Sistema, la famosísima escuela-orquesta de Venezuela. En México, se ha dedicado por completo al restaurante fundado por su madre. Ella se encontró a sí misma haciendo una y otra vez el mismo procedimiento para lograr una empanada perfecta, con la forma y textura adecuadas. Pero ahora debe limitar la carga que da a sus brazos: ha sido diagnosticada con tenosinovitis, una enfermedad crónico-degenerativa muy asociada a ese estilo de vida.
A partir de 2019, un término adquirió más fuerza en la jerga migratoria hispanohablante: «Selva del Darién». Se trata de una pequeña zona ubicada en Panamá, sin carretera, poco habitada, y controlada por grupos armados. Debido al cierre de fronteras y las restricciones migratorias establecidas en muchos países, se convirtió en una ruta de paso para cada vez más migrantes —de hecho, ese año las cifras se incrementaron significativamente— que querían atravesar primero Centroamérica, después México, y finalmente, llegar a Estados Unidos. En esa ruta, las muertes han sido muy comunes. Los cuentos, de terror.
En medio de la nueva crisis migratoria, Bárbara y su madre iniciaron colectas de ropa y objetos de primera necesidad para llevar a refugios por entonces se multiplicaban en la gran ciudad. Han trabajado con la Organización Internacional para las Migraciones y con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.
Adrián llegó en 2023 a México. Él también cruzó el Darién y Centroamérica. Vivió en una casa de una familia que acogía a refugiados con una renta relativamente barata. Convivían aproximadamente 20 personas. Su novio, mexicano, lo invitó a comer. La conexión fue inmediata: el apoyo a los emigrantes en Los Chamos y la necesidad de encontrar un empleo estable coincidieron. Todavía hoy trabaja allí.
Un hogar fundado por gochos
A los venezolanos provenientes de Mérida, Trujillo y Táchira, estados cercanos a Colombia, se les denomina «gochos». Tienen un gentilicio propio: se dirigen a las personas mediante el «usted»; hay quienes dicen que tienen un acento «cantadito», y tienen algunos hábitos propios de culturas andinas, como beber chicha. Obviamente, muchos de ellos también han emigrado a Ciudad de México. Para los venezolanos provenientes de aquella región, hay un lugar donde pueden sentirse más cerca de casa: Budare Andino.
El restaurante fue fundado por el matrimonio de Jesús Dufflart y Greiby Caballero. Nancy Hernández, la madre de Jesús, es parte del negocio. Provienen de la capital de Táchira, San Cristóbal, una ciudad agrícola. Él emigró a México en 2017, en la época de las protestas más fuertes contra el gobierno en Venezuela. En medio de las manifestaciones, miembros de un «colectivo» —grupos paramilitares aliadas del régimen de Nicolás Maduro— se le acercaron para amenazarlo con armas de fuego. Solo lo asustaron, pero entendió el mensaje. No queriendo convertirse en «un número más», decidió buscar otro horizonte.
Dado que los hermanos de Jesús estaban en Ciudad de México, se le facilitó parte del proceso. Él emigró junto a Nancy. Al año siguiente, después de graduarse de Contaduría Pública, llegó Greiby. Durante sus primeros años en el país, tuvieron diferentes empleos, y también incursionaron en el sector gastronómico vendiendo arepas de forma ocasional. Fueron conociendo a amigos que tenían restaurantes, y de ellos aprendieron poco a poco.
En 2019, él se quedó sin trabajo. Solución: iniciar un emprendimiento gastronómico solo trabajando con deliveries. Les fue bastante bien. Después, en marzo de 2020, alquilaron un local para montar su restaurante. La pandemia tumbó sus planes, pero incluso así tuvieron que seguir pagando renta porque el contrato implicaba seis meses de adelanto. Intentaron trabajar a puerta cerrada, pero fue complicado porque el casero usaba el lugar como depósito. Al final pudieron liberarse, pero pagando una cuota. ¡Coño de la madre!Entonces volvieron a su apartamento: como consecuencia, tuvieron un conflicto con sus vecinos, a quienes no les gustaba la constante presencia de repartidores en la calle. Hasta que lograron encontrar su sede actual en septiembre. El verdadero giro llegó gracias a un cliente con poco filtro.
«Les estoy comprando porque mi hija dice que su comida es rica, pero si no me lo dijera, no lo haría: están escondidos y no tienen decoración. ¿Cómo esperan atraer gente así?», les dijo.
Hicieron caso al consejo. Remodelaron el restaurante. Con el retorno de la presencialidad, llegó el elemento más importante en la identidad de Budare Andino: el trato al cliente. Cuando se buscan reseñas sobre Budare Andino, uno encuentra que muchas destacan el diálogo con cierta señora que atiende el lugar. Dicen de ella que es una persona amable y de buena conversación. Era cuestión de echarle pichón a Budare Andino.
Aunque querían ofrecer lo mismo que cualquier restaurante venezolano, también incorporaron a su menú el pastelito andino: es una masa que cubre completamente el relleno; está hecho de harina de trigo, a diferencia de las empanadas venezolanas, que se hacen con harina pan. El resultado es un tanto más seco, y por lo general, la masa se va desmoronando cuando se prueba. La variante más famosa es de carne molida y arroz, pero hay de todo. Incluso variantes dulces: en Budare Andino lo sirven en variedades saladas y dulces. Es otro símbolo del lugar.
Todo gocho sabe cómo hacer pastelitos, pero no todos son iguales. Ellos tomaron la receta que Greiby Caballero adoptó de su abuela. Ella recuerda cómo su abuela le pedía ayuda para hacerlos. Solía venderlos entre los vecinos. Cuando la familia y los amigos se congregaban en la casa para jugar bolas criollas —un juego de pelota venezolano—, solía repartirlos. En 2022, nieta y abuela pudieron reencontrarse cuando la joven viajó a San Cristóbal. Aprovechó para agradecerle: la receta le dio identidad a su restaurante en Ciudad de México.
—Esa receta me llena de orgullo, de satisfacción, el decir que viene de ella.
Nancy Hernández recuerda sus primeros tiempos atendiendo el restaurante. No entendía a muchos clientes. Aunque los mexicanos también son hispanoparlantes, sentía que era casi un idioma distinto. Era otro síntoma del trauma migratorio. Pero ella quería apoyar a su hijo y su nuera con el restaurante, de modo que se comprometió a escuchar y entender lo que decían. Funcionó a la perfección.
Ella fue maestra de química en Venezuela. A los clientes les pregunta cómo están, qué quieren, de dónde vienen. Suelen sentarse para conversar, escucha sus historias. Siempre hay comentarios similares: los gochos dicen que les recuerda su tierra natal. Los venezolanos de otras regiones suelen recordar viajes a tierras andinas. «Esto es muy parecido a un pastelito que me comí cuando fui al teleférico de Mérida»: es algo que ha escuchado más de una vez. Ella menciona una referencia cinematográfica para describir el efecto: el momento en el que Antón Ego, el crítico gastronómico de la película Ratatouille, experimenta una epifanía al probar la comida de Remy. Muchos han llorado mientras comen; ella siempre ofrece acompañamiento.
—La gente se va feliz. Es raro que alguien se vaya molesto —dice Nancy entre risas—. Y se sorprenden porque siempre les digo «usted». Es que nosotros, los andinos, somos muy respetuosos y siempre hablamos de «usted». A mí me cuesta decir «tú».
Y explica:
—Buscamos tener amistades dentro del gremio. Nos dimos cuenta de que no había competencia contra la comida mexicana; así que no buscamos competir contra el taco, sino ser una alternativa. El 60 por ciento de nuestros clientes son mexicanos que buscan probar la comida venezolana. De hecho, les ofrecemos comida picante y dicen que no. Pero el flujo de clientes del fin de semana es 80 por ciento venezolano. A nosotros nos buscan por ser gochos. Saben que aquí se consigue una sazón diferente.
La investigadora Agrivalca Canelón Silva, afirma en un texto publicado por la Universidad de Buenos Aires que la gastronomía venezolana ha aportado «beneficios por lo que se refiere al diálogo y la cooperación cultural, económica y humanitaria; proyectos de Responsabilidad Social; vínculos comerciales; turismo gastronómico; creación de cadenas de valor y desarrollo del sector alimentario». Dicho en otras palabras: ha tejido puentes entre los venezolanos y personas de otras nacionalidades.
Los anfitriones de Budare Andino se han encontrado con que su experiencia allí puede redefinir la venezolanidad local. En tiempos navideños, el plato venezolano por excelencia es la hallaca. Se trata de una masa de maíz que lleva adentro un espeso caldo de carne o pollo, que en su interior alberga cebolla, pimientos, aceitunas, pasas, alcaparras, entre otros ingredientes; además, va envuelta en hojas de plátano. Su preparación es ahumada. Sí, es bastante similar al tamal mexicano, pero con un sabor más condimentado.
—En Navidad, nuestras hallacas son andinas; las hacemos con guiso crudo. Eso sí ha generado controversia, pero los que son de Los Andes buscan el guiso crudo, con su debido tiempo de cocción. Yo pienso que eso ayuda a que la masa de la hallaca absorba los jugos de la carne y adquiera un sabor más fuerte. Mucha gente que nunca ha probado una hallaca andina al final sí la disfruta —dice Jesús.
Una embajada maracucha
En el ecosistema de los restauranteros venezolanos en Ciudad de México, Freddy Soto y Blanca Núñez también tienen una historia que contar. Ellos provienen de Maracaibo, capital del estado Zulia, ubicado entre el Caribe y la frontera con Colombia. Son maracuchos. Utilizan el «vos» cuando hablan, tienen su propia música —la gaita—, son devotos de la Virgen de la Chinita y, por supuesto, su gastronomía también tiene peculiaridades. Tienen dos sucursales: una en Mixcoac y otra en la Colonia Roma.
La pareja emigró a México en 2012 gracias a una oportunidad laboral con una agencia de creación de escenarios. Ambos son egresados de Comunicación Social y tenían experiencia en el área audiovisual. Se casaron antes de irse de Venezuela. Todavía no empezaba la gran ola migratoria, pero los tiempos difíciles ya empezaban a asomar.
En 2014, el deterioro de la calidad de vida de los venezolanos ya era mucho más notorio que dos años antes. Queriendo traer a sus familiares, se les ocurrió fundar un restaurante para que a nadie le faltara trabajo. Alquilaron un local en Mixcoac que estaba en remate. Sin mesas, solo una barra. La hermana de Blanca y su esposo, chef de formación, fueron los primeros. Entonces constituyeron la empresa legalmente.
No tenían mucho presupuesto, de modo que hicieron una barra con cajas de madera que un amigo suyo quería tirar. Iban de a poco, porque casi todos sus salarios se iban en los gastos cotidianos: renta, mercado, servicios. En enero, por poner un ejemplo, compraban una freidora y, en marzo, más sartenes.
Al principio no lo pensaron mucho. No tenían un concepto muy elaborado, pero querían diferenciarse. Al considerar que casi todos los restaurantes venezolanos aludían al hogar, a «recetas de mamá», dijeron que sería buena idea tomar otro camino. Pensaron en una escena típica de Maracaibo: un puesto de comida en plena calle para atender a las personas agotadas tras el trabajo o la escuela.
Las hamburguesas y los perros calientes de Venezuela se caracterizan por su soberbia: llevan cebolla, repollo, papas fritas, queso parmesano y cantidad de salsas. Incluso, pueden llevar otros ingredientes. Tienen que tener burda de condimentos. La exageración es norma. Es lo que algunos llamarían «comida callejera nacional», con una identidad ya bien definida, así como la «comida china venezolana»: algo que vino del extranjero y tomó características propias.
Como se puede intuir, la comida del Zulia no es amable si te preocupan los triglicéridos. Otro plato icónico de la región es el patacón: un sándwich en que dos trozos aplastados de plátano reemplazan al pan, y el relleno puede variar, pero siempre tiende al exceso. Y entre su variedad de arepas, la más icónica se llama «agua de sapo»: es frita, rellena con pernil y queso, cubierta del jugo salido del cuerpo del cochino durante la preparación.
A todo eso quisieron hacerle justicia Freddy y Blanca. De a poco, fueron maracuchizando el restaurante, volviéndolo arrechísimo, trayendo sabores zulianos. De hecho, el nombre del establecimiento, Ocho Tres Cinco, no tiene ninguna relación con su región de origen.
—Pusimos un nombre genérico, Ocho Tres Cinco, en caso de que no nos fuera bien. Es por la calle donde vivíamos. La bandera la pusimos porque no identificaban de dónde éramos. La identidad se fue haciendo con el tiempo. Todos los restaurantes venezolanos se parecían mucho: que si el grupo gaitero, un cuatro, todo muy folclórico. Teníamos la idea de que se podía hacer más pop, más alternativo —cuenta él.


El proceso no fue sencillo: ambos admiten que es más fácil crear de cero que copiar. Los primeros intentos de algunos platos «tenían más sabor a casa que a calle». Se vieron envueltos en llamadas telefónicas a sus clientes para pedir recetas exactas de comidas callejeras de Maracaibo.
«¡Coño, esto está buenísimo! ¿Esto lo comen en Maracaibo?». Esa pregunta sorprendió a la pareja. Se hizo frecuente cuando atendían a clientes de diferentes partes de Venezuela y les daban de probar agua de sapo, patacón, mandocas —roscas fritas— y otros platillos. Ellos mismos no sabían que gran parte de la comida zuliana es solo de alcance regional, no nacional. Lo vieron como una oportunidad para enseñar a otros venezolanos residentes en Ciudad de México lo que es la comida maracucha. De hecho, alguno les ha sugerido abrir una sucursal en Caracas.
—Y unimos más a los recuerdos cool de las cosas que nos gustaban y que no tenían que ver con el folclor, sino con la televisión y la música. Preferíamos que la gente conectara con lo que sí gustaba de Venezuela: Radio Rochela, Cheverísimo, Bárbara Palacios. Quisimos conectar con esa nostalgia —comenta Blanca.
Ocho Tres Cinco puede nombrar un día en específico en el que hay un antes y un después: 16 de julio del 2017. En plena crisis constitucional, luego de que el Tribunal Supremo de Justicia anulara las funciones de la Asamblea Nacional de Venezuela, escogida en 2015 por una mayoría de votos opositores, empezó una secuencia de protestas. El resultado: represión, muertos, heridos, presos. Entonces el régimen anunció la creación de la Asamblea Nacional Constituyente, organismo que serviría para reemplazar el ente político que antes había perdido el chavismo. Los parlamentarios convocaron una consulta popular al respecto.
Freddy Soto y Blanca Núñez prestaron su pequeño local en Mixcoac para que los venezolanos de Ciudad de México pudieran votar. No se esperaban que eso generaría una fila kilométrica de personas. Toda esa gente conoció su comida. A partir de ahí, la clientela creció de manera exponencial.
Tal como ha sucedido en Los Chamos y en Budare Andino, más de un cliente ha llorado al probar los platillos en Ocho Tres Cinco. En todo caso, sus dueños se alegran de tener una clientela mitad venezolana y mitad mexicana o internacional. Creen ser una opción para cuando se quiere un sabor distinto.
—Es natural: estamos exiliados. Lo que nos queda como migrantes es poco: tu acento, las fotos, tu comida. No te queda mucho más —dice Freddy.
Poco a poco han ido construyendo una familia que trasciende los lazos de sangre —aunque tienen a más de un pariente trabajando con ellos. Kathy, una de las encargadas, cruzó también la selva del Darién. Ella es pariente del padre de Blanca. En sus primeros meses, durmió en una habitación anexa a la sucursal de Ocho Tres Cinco en la colonia Roma.
—Cuando tienes un restaurante, tienes a varias familias que dependen de ti —apunta Blanca.


Es el estilo de vida de un restaurantero migrante: hay añoranza, disfrute, estrés y contacto humano. Ni Bárbara ha olvidado Caracas; ni Jesús, Greiby y Nancy olvidan San Cristóbal; ni Freddy y Blanca olvidarán Maracaibo. En cada platillo hay una evocación. Pero la vida no se detiene. Al estar lejos del hogar, toca seguir ampliando la familia.
Los maracuchos lo saben muy bien: la integrante más joven de Ocho Tres Cinco lleva con orgullo una camisa que dice: «Drinking milk thinking Venezuelan street food».
Hace cinco meses nació la bebé. En cierto punto de la entrevista, Blanca la amamantó mientras respondía. En otro momento, Kathy la tomó en brazos para darle tetero. Su nacimiento tuvo mucho de simbólico: ha llevado años reunir una familia entera allí, establecer una segunda sede, estabilizar su vida como restauranteros. Es la hija mexicana de dos venezolanos. Y su nombre hace justicia a la vida de sus padres: Victoria.







Excelente! Que nostalgia. Los venezolanos deberían llámese todos Victoria.