«Yo digo que la violencia es necesaria. La violencia es parte de la cultura americana, tan americana como el pastel de cerezas». Esta frase de H. Rap Brown (ahora el prisionero convicto de asesinato Jamil Abdullah al-Amin) definió uno de los momentos más convulsos de la historia norteamericana reciente: la década de los sesenta, cuando fueron asesinados el presidente John F. Kennedy, su hermano Robert F. Kennedy, y los líderes del movimiento por los derechos civiles Martin Luther King Jr., Malcolm X y Medgar Evers, entre otros. El retorno a un periodo de violencia interna como aquel, algo quizá impensado hace 20 años, es cada vez más un motivo de preocupación en la actualidad, cuando resulta evidente un incremento de las acciones violentas en la esfera pública norteamericana que corresponde a la polarización —y el deterioro— de la retórica política. Súmese a eso el acelerador que suponen las redes sociales y su capacidad para difundir desinformación y opiniones extremas, sin contexto ni matices, y la glorificación de actores violentos que adquieren notoriedad instantánea a nivel nacional.
Buena parte de la historia, la cultura y las normas sociales de Estados Unidos se han construido sobre el precepto de que la violencia es un instrumento necesario del poder. Este fundamento se remonta a la conquista violenta del territorio de los pueblos indígenas, pasando por la esclavitud (la cual originó los primeros sistemas policiales, dedicados a la captura de esclavos fugitivos), el cataclismo de la Guerra Civil que reorganizó el país, y luego por la transformación de Estados Unidos en el más poderoso actor militar internacional de la historia, cuya capacidad de intervención violenta se expandió a todas las esquinas del mundo. La violencia es parte íntegra del ethos norteamericano (en contraste con elevadas declaraciones como «life, liberty and the pursuit of happiness») y está entronizada en la propia Constitución, cuya Segunda Enmienda ha sido interpretada, anacrónicamente, como el derecho de todo ciudadano a poseer instrumentos de muerte.
El fetichismo norteamericano por la violencia, y particularmente por la violencia con armas de fuego, se manifiesta de muchas maneras. La más trágica son los asesinatos en masa, que de tan comunes ya pasan prácticamente desapercibidos, pero también permea muchas otras partes de la vida pública: los lemas políticos como «Don’t retreat, reload!» de Sarah Palin, el doxxing seguido de amenazas de muerte contra figuras tanto privadas como públicas, las protestas pacíficas que se tornan violentas (y su instrumentalización propagandística) y, aún más preocupante para el tejido social, la propensión de partidarios de ambas partes a excusar la violencia como necesaria siempre que venga de su bando. El presidente Trump, él mismo una víctima de la violencia política, ha manifestado muchas veces su predilección por las soluciones violentas. Por solo citar algunas: sus constantes llamados a la aplicación de la pena capital, sus alusiones a una «guerra civil» en caso de impeachment o su demanda de que la policía disparara a manifestantes «en las piernas» y, recientemente, el uso de la guardia nacional para imponer sus objetivos en Los Ángeles y Washington D.C., lo cual podría estar violando la ley de Posse Comitatus y su propio decreto que cambió el nombre del Departamento de Defensa a Departamento de Guerra.
Es en ese contexto de violencia histórica e institucionalizada que asistimos a la última tragedia: el asesinato del joven activista Charlie Kirk —irónicamente ocurrido en la víspera del 9/11, efeméride que conmemora también el último gran momento de unidad nacional, a raíz de los ataques terroristas de 2001. Poco queda de esa unidad nacional en nuestros tiempos caracterizados por una polarización extrema que empieza en la misma cabeza del gobierno y con la demonización del adversario político hasta convertirlo en enemigo. El asesinato de Kirk ejemplifica la tensión entre la violencia retórica pública, de la cual el mismo Kirk fue uno de los mayores exponentes, y la degeneración en violencia física. Partidarios de ambos lados no han perdido la oportunidad de refocilarse en sus más detestables reacciones, desde el júbilo y las acusaciones de karma, en un extremo, hasta los llamados a la retribución, la venganza e incluso la guerra civil, en el otro.
Otro aspecto ineludible de la violencia política moderna es su inmediatez y visibilidad, que contribuye tanto al horror como a la catarsis virulenta. En noviembre del 1963, los norteamericanos escucharon la noticia del asesinato del presidente Kennedy a través de la radio, y no fue hasta meses después que vieron una película un poco borrosa que mostraba el asesinato. En 1991, otra película tomada a larga distancia mostró a toda la nación la violencia policial contra Rodney King, lo que provocó violentos disturbios en Los Ángeles. En mayo de 2020, la muerte de George Floyd, a manos de la policía de Minneapolis, fue mostrada en un video de nueve minutos y medio que se viralizó instantáneamente y enseguida generó protestas multitudinarias en los días siguientes. En 2025, cuando las cámaras de los teléfonos son ubicuas, fue inevitable la propagación instantánea de horripilantes videos en que se ve claramente el asesinato de Kirk, y también instantáneas fueron los millones de reacciones. De poco valió que los medios tradicionales evitaran mostrar las partes más espantosas, o que esperaran el anuncio oficial del fallecimiento; su rol como moderadores mediáticos fue eclipsado por la omnipresencia impúdica de las redes sociales.
En un artículo de The New York Times, muchos norteamericanos de todas las tendencias políticas están de acuerdo en esto: algo está muy mal en nuestro país. Amistades y lazos familiares rotos a causa de diferencias políticas; la constante desinformación en unas redes sociales que pintan realidades incompatibles y acrecientan la ansiedad y el rencor, así como la incapacidad de ver más allá de las burbujas partidarias e ideológicas. Pocas figuras públicas —notablemente, el gobernador republicano de Utah, Spencer Cox— han emergido capaces de pedir un retorno al civismo y la convivencia. No vamos a pretender que Charlie Kirk, quie se caracterizaba por la provocación mediática y la pretensión de debatir ideas mientras más ofensivas mejor, haya sido intachable en tanto pensador público. Pero, evidentemente, es injustificable el asesinato, sean cuales hayan sido las motivaciones (aún no conocidas) de su perpetrador. Mientras que son ciertos todos esos momentos —y son muchos— en que Kirk traficó con un lenguaje detestable e ideas que atacaban directamente a grupos marginalizados, también es cierto que dijo, en un instante de lucidez: «Cuando la gente deja de hablar, es cuando surge la violencia. Es entonces cuando ocurre la guerra civil, porque empiezas a pensar que el otro bando es tan malvado que pierde su humanidad».
Para romper, o al menos retrasar, el ciclo de la violencia política y evitar una escalada al estilo de los años sesenta, ese debería ser el mensaje para todos los bandos.
¡Lástima de la eterna falta de espacio en internet! Cuando se disponga de un poco más de memoria en el servidor, por favor, compartan algunas de esas frases donde Charlie Kirk ataca directamente a grupos marginalizados. Gracias.
Portar armas –
«Creo que vale la pena. Creo que vale la pena pagar el precio, por desgracia, de algunas muertes por arma de fuego cada año para que podamos tener la Segunda Enmienda (de la Constitución estadounidense, que garantiza el porte de armas) para proteger nuestros otros derechos otorgados por Dios. Es un acuerdo prudente, es racional».
– Transgénero –
«El único tema que creo que va en contra de nuestros sentidos, incluso en contra de la ley natural, y me atrevo a decir, que es un insulto en la cara a Dios, es el fenómeno transgénero que está ocurriendo en Estados Unidos ahora mismo».
– Kamala Harris –
«Fue elegida vicepresidenta por ser una mujer negra».
– Islam –
«¿Les parece bien que tanto Londres como Nueva York tengan alcaldes musulmanes? Lo siento. Creo que deberíamos ser un poco cautelosos con eso. No me parece correcto».
– Comunidad negra –
«En la comunidad negra es aceptable que un varón, siendo menor de edad, deje embarazada a una mujer y la abandone; ese es un problema cultural en la comunidad negra».
– Aborto –
Ante la pregunta de cómo respondería si su propia hija fuera violada y quedara embarazada, respondió: «Eso es terriblemente gráfico… pero la respuesta es sí, el bebé nacería».