Regreso al iPod 

    Suena breve y seco. El pulgar dibuja un círculo sobre la superficie lisa y la ruedecilla responde con un clic mínimamente audible, pero reconfortante. Vuelvo a tener un iPod entre las manos y me siento como un desenterrador que alza un ánfora invaluable. Antes de que ese sonido convoque a Concha Buika o a mis otros fantasmas, toca ponerlo a punto: restablecer de fábrica, buscar programas que ya nadie instala, firmware, códecs, la vieja liturgia de iTunes. Mi biblioteca, dormida en un rincón del disco duro, se enciende como una ciudad tras el apagón. ¿Para qué tanto esfuerzo si hoy todo parece estar disponible, en todas partes y todo el tiempo?

    Hay una genealogía de la atención portátil que conduce al iPod: fonógrafo, Walkman, Discman, rueda táctil. Cada salto refinó la misma idea, la de un aparato de propósito único que organiza la experiencia. El iPod radicalizó ese programa. Su virtud era limitada y, por eso mismo, pedagógica; obligaba a escoger, etiquetar, corregir carátulas, jerarquizar. Aún no lo sabíamos, pero sería de los últimos ejercicios de criterio motivado por una fricción que estaba por desaparecer.

    Mi relación con el iPod se remonta a 2004, cuando gracias a mi hermana llegó a mí un iPod mini verde mate. En un entorno donde lo usual eran reproductores MP3 de 128 o 256 MB, la oferta de almacenar «mil canciones» parecía magia del futuro y me convirtió en un pionero feliz. No tenía computadora entonces; la música me llegaba por los medios de comunicación todavía masivos, las escuchas en casas de amigos, fiestas, espacios públicos y, con suerte, algún CD quemado y rotulado: «Mix variado». El iPod reordenó ese ecosistema y convirtió la escucha en un acto privado y continuo. También fue un recordatorio de la precariedad de nuestras fuentes; era común que, al ir a ver el nombre de esa canción que tanto me gustaba, la pantalla dijera: «13_track unknown_artist_unknown». Faltaba mucho para aprender de metadatos y descubrir MusicBrainz.

    El otro gran salto, el streaming (de la mano de ese anillo para dominarnos a todos llamado smartphone), llegó con una euforia promocional que pregonaba un catálogo casi universal y la multiplicación del descubrimiento. Cumplió buena parte de lo prometido, pero a cambio la música pasó a convivir con notificaciones, pantallas superpuestas y sistemas de recomendación cuyo objetivo primario no es estético, sino atencional. Sacrificamos el íntimo acto de curar en el altar del servicio y la funcionalidad, y —diría Baricco— el acceso se expandió mientras la densidad de la escucha se adelgazó.

    ***

    Además de ese desplazamiento del foco, la consigna de «toda la música» es menos universal de lo que parece. En Cuba, como en otras regiones del sur global —del África subsahariana a América Latina—, vastas porciones del repertorio, sobre todo el de circuitos marginales o independientes, siguen fuera de las plataformas. Muchas grabaciones no están licenciadas, no existen másteres digitalizados o se conservan solo en copias domésticas, y a menudo el archivo personal se vuelve bastión de salvaguarda; a veces, el único registro de esas escenas más allá de la memoria de sus participantes. Por otra parte, problemas persistentes como el bajo ingreso promedio en estos mercados limitan la viabilidad y perpetúan las brechas de catálogo, donde los modelos de monetización favorecen catálogos de gran escala, y los nichos locales quedan rezagados. En ese contexto, revivir aparatos como el iPod no es (solo) gesto vintage, sino micropolítica de preservación. Y esta urgencia se acentúa cuando las plataformas digitales revelan sus propias fragilidades éticas: por ejemplo, artistas que retiran sus catálogos de Spotify tras conocer las inversiones de su CEO en industrias armamentísticas, recordándonos que la música nunca es solo música, siempre circula en redes de poder.

    Volver al iPod corrige parte de estas distorsiones sin negar el presente. En 2025 existen comunidades activas que transforman iPods clásicos: les cambian los discos duros por memoria sólida, multiplicando su capacidad y velocidad, y los convierten en santuarios portátiles inmunes a las distracciones de Internet y los motores de sugerencias. La rueda y su clic mínimo, el cable que obliga a sentarse a sincronizar y la pantalla que no compite por estímulos instauran un régimen de exclusividad de la atención. El álbum recupera continuidad y las listas On-The-Go —aquellas que armábamos directamente en el aparato— vuelven a ser apuntes de la biografía propia, no plantillas de estados de ánimo. Si algo desentona, la responsabilidad es nuestra, no de un algoritmo invisible.

    También está la cuestión de la propiedad y la memoria. En el streaming, una mezcla puede cambiar, un título puede mudarse de sello o, como mencioné antes, desaparecer por razones contractuales o por voluntad del artista. El iPod, en cambio, mantiene una copia local que honra una noción elemental: lo que escuchaste ayer permanecerá mañana, idéntico, inmune a las veleidades contractuales.

    Liberados del algoritmo, reaparecen los bellos fantasmas. Concha Buika, con esa voz rasposa que avanza medio cuerpo por delante del acompañamiento y tensa el fraseo hasta el límite. Bebo Valdés, con la elegancia rítmica de sus tumbaos. Eva Cassidy, con ese timbre cristalino y esa afinación de orfebrería que reinventa todo lo que canta. La familia Valera Miranda, con el tres marcando el paso del son tradicional y los coros de sabia rusticidad. Fuera del carril de «si te gustó esto, te gustará aquello», vuelven las presencias y las historias, y dejamos atrás las coincidencias probabilísticas.

    Al despertar un viejo iPod —o uno moddeado para la era actual—, con un poco de esfuerzo obtienes algo escaso en la economía de la atención, un espacio para la música sin la obligación de exhibir la escucha ni traducirla en métricas sociales. No me acusen de nostálgico, el punto no es «antes fue mejor», sino repartir tareas. Las plataformas son excelentes para explorar y cartografiar; un dispositivo dedicado, en cambio, sirve para sostener la concentración. La alternancia es una estrategia y, en contextos de escasez documental, también una manera de entender el mundo. Hay escenas que solo sobreviven si alguien conserva su copia y la transmite. Ese disco duro con etiquetas imperfectas, esos «desconocidos» que persisten en la base de datos, cuentan tanto de una historia musical como cualquier playlist oficial.

    Esa ética alcanza incluso a la manera de recordar. En el uso cotidiano del teléfono, con su competencia de estímulos, se vuelve natural interrumpir la música, saltar de canción, dejarla a medias para atender un audio en el grupo de WhatsApp. Al regresar al iPod, la continuidad deja de ser virtud moral y se vuelve condición acústica: un puente modulante desde el que volvemos a ver el bosque, árbol por árbol.

    Nada de esto cuestiona la conquista del acceso amplio; sería empobrecedor renunciar a las herramientas de descubrimiento que nos dieron las plataformas —solo en 2024, el streaming por suscripción creció 9.5 por ciento y el formato en su conjunto alcanzó el 69 por ciento de los ingresos globales, según IFPI. La propuesta es más concreta: reinstalar una técnica de escucha que recupere el roce. Elegir, sincronizar, ordenar, conservar. Los servicios de música en línea siguen siendo el mapa, pero necesitamos espacios como los que genera el iPod —o sus equivalentes modernos, como DAP dedicados o incluso el vinilo, que en países como Estados Unidos volvió a superar al CD en unidades—. En esa combinación virtuosa, la escucha puede recuperar capas de sentido que la economía de la conveniencia había aplanado.

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    Rafa G. Escalona
    Rafa G. Escalona
    Sobreviviente de la nakba cubana en proceso de recolocación. Príncipe del aleatorio y procrastinador por vocación. A ratos escribo sobre música.

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