En una cancha de tierra en Chiguayante, bajo un cielo que no se parece al de La Habana, Jorge Luis Ramos Valdés lanza pelotas a niños que podrían ser sus nietos. Su voz es firme, pero dulce. Su cuerpo, entrenado por décadas de oficio, se mueve con la precisión de quien ha hecho del deporte una forma de resistencia.
«El béisbol me salvó del frío», dice, y no se refiere solo al clima. Jorge Luis nació en Cuba en 1962; fue educado en el rigor revolucionario por su padre. Fue pelotero desde los ocho años, profesor de Educación Física, entrenador, rehabilitador físico en el Centro Internacional de Restauración Neurológica (CIREN).
«Me sentía muy realizado profesionalmente en Cuba», recuerda. Pero, en 1992, una relación amorosa con una extranjera y la intransigencia política le costaron el trabajo. «Tiré el carnet de la militancia sobre la mesa y me fui», cuenta. Ese gesto, más que una renuncia, fue un salto al vacío.




En julio de 1993 llegó a Chile. «Salí de Cuba con 32 grados, y en Santiago había -2. Solo tenía una enguatada y una maleta de mano». El contraste fue brutal: el gris del cielo, los supermercados llenos, el idioma que sonaba igual pero no decía lo mismo.


«Tenía mucho miedo», confiesa. Pero también tenía pacientes chilenos que lo esperaban, y una voluntad férrea de no volver derrotado.
Treinta años después, Jorge Luis vive en la Región del Biobío. Es kinesiólogo, trabaja en una clínica privada y atiende a domicilio. Pero su verdadero legado está en el diamante: ha formado equipos de adultos, dirige una escuela infantil de béisbol y preside una liga de softbol con nueve equipos. En un país futbolista, ha sembrado una semilla caribeña que crece con cada swing.


«Cuando llegué a Chile era muy difícil ser aceptado como cubano. Los de derecha me veían como comunista y los de izquierda como traidor».
Él eligió el camino del medio: el de la empatía, el trabajo, el deporte como puente. «Siempre serás extranjero aunque vivas 100 años en otro país», dice. Pero en cada niño que aprende a batear, en cada partido que organiza, Jorge Luis construye un hogar distinto. Uno que no depende de pasaportes ni ideologías.





«Doy gracias a Dios y a la familia formada aquí en Chile», dice. Y pide perdón a los que dejó en Cuba. Su madre aún vive, y, mientras ella esté, él volverá…


Aquí, en el sur del mundo, ha hecho algo más que sobrevivir. Ha enseñado a lanzar pelotas, sí. Pero también ha enseñado a resistir con dignidad, a transformar el exilio en escuela y a convertir el deporte en una forma de ternura.
Estas imágenes forman parte del proyecto de fotolibro Rastro de la diáspora cubana en Chile, realizado por el fotógrafo Ruber Osoria gracias a la beca de resiliencia para artistas cubanos migrantes, otorgada por Artists at Risk Connection (ARC) y PEN International.





