El miércoles 12 de noviembre, un jurado en Miami necesitó menos de dos horas —lo que tarda uno en ver una película mediocre de Netflix— para decidir que Yosvanis Arismin Sierra Hernández, el hombre que conocemos como Chocolate MC, es culpable de solicitar un asesinato en primer grado.
En el juicio no se exhibieron armas marcadas, maletines llenos de dinero, ni las fichas de sicarios interceptados en la I-95; la abrumadora evidencia que blandió la fiscalía fueron unas publicaciones en Instagram y unos videos en YouTube en los que el rapero ofrecía recompensas por la cabeza de Damián Valdez Galloso, acusado y principal sospechoso del asesinato de José Manuel Carvajal.
Detengámonos aquí un segundo para saborear el absurdo tropical: Chocolate pedía la muerte de un hombre que ya está encarcelado y acusado de matar a El Taiger. Es difícil no visualizar la amenaza recursiva, el bucle de violencia retórica lanzado al vacío por un hombre desequilibrado, pero el sistema judicial de la Florida no entiende de chanchullos de barrio ni de duelo mal gestionado. El juez determinó que aquellas publicaciones constituían «amenazas verdaderas», no protegidas por la Primera Enmienda, y es así como el autocoronado rey de los reparteros se enfrenta ahora a una condena que podría ser de 25 años a cadena perpetua.
Chocolate MC ha sido muchas cosas: genio musical, delincuente reincidente, meme viviente y provocador incansable. Pero su condena actual revela algo mucho más siniestro que sus antecedentes penales al exponer las costuras racistas de un sistema legal diseñado para triturar cuerpos negros, así como la ingenuidad política de parte de la comunidad cubana de Miami, que aplaude al verdugo que afila la guillotina para su propio cuello.
Todo esto sucede en noviembre de 2025, bajo la sombra alargada del segundo mandato de Donald Trump, en un estado donde el sistema de justicia criminal muestra patrones de discriminación racial estadísticamente alarmantes.
En la Florida, dicen los datos, los afrodescendientes reciben sentencias desproporcionadamente largas —un ejemplo: el 46 por ciento de las condenas por drogas recaen sobre personas negras, a pesar de que no exista evidencia de que consuman más que los blancos. Así que no pareciera tan descabellado el reclamo de Chocolate, quien señaló en declaraciones al canal Telemundo 51 que en el jurado que lo condenó en tiempo récord no había latinos o, en sus propias palabras, «gente de mi color».
«Me sentí juzgado por gente que no entiende mi cultura, ni mi jerga, ni quién soy», dijo Chocolate desde la cárcel. Para el tipo de jurado que él describe —y las probabilidades demográficas en Florida lo hacen plausible—, Chocolate no es el «Rey del Reparto» ni un artista en medio de un brote psicótico; es simplemente el arquetipo del hombre negro peligroso que tanto ha asustado a la sociedad WASP norteamericana. Sus tatuajes, sus dientes de oro, su vocabulario y su agresividad performativa no son leídos en clave de subcultura urbana, sino como pruebas de su condición de criminal. Es el funcionamiento estándar de una maquinaria cultural y punitiva que tiene larga tradición de criminalizar las expresiones culturales negras antes de mercantilizarlas: sucedió con el jazz, demonizado como música del diablo; sucedió con el gangsta rap, vigilado por el FBI antes de convertirse en banda sonora de anuncios.
La diferencia radica siempre en quién sostiene el micrófono y quién interpreta la «amenaza». El sistema ha aprendido a celebrar a Eminem cuando rapea sobre asesinar a su exesposa y meterla en un maletero, llamándolo «expresión artística compleja», ha validado que 50 Cent o Jay-Z narren tiroteos como «crónicas de autenticidad callejera» que merecen Grammys, pero la inmunidad del arte termina donde empieza la negritud sin dinero y sin pasaporte estadounidense.
Al sumársele a su condición de negro la de migrante latino y repartero —una identidad forjada en los márgenes de los márgenes—, Chocolate MC pierde el derecho a la metáfora. El sistema no ve en él a un artista usando la hipérbole del género, sino a una amenaza literal. Si Chocolate fuera blanco, ciudadano y se llamara Travis, su defensa habría alegado «libertad creativa» o «crisis de salud mental», y ahora mismo estaría camino a una clínica de lujo en Malibú para tratar sus adicciones.
Como se llama Yosvanis, es cubano y arrastra la «mancha» de la negritud tropical, la fiscalía no necesita matices y lo trata con la severidad reservada para los enemigos del Estado, validando la criminalización histórica de la rabia y el dolor ajeno. Lo que la comunidad cubana de Miami aún no termina de comprender es que este veredicto no es un caso aislado de racismo judicial, sino el funcionamiento predecible de un sistema que muchos de ellos mismos ayudaron a empoderar.
La misma comunidad que votó mayoritariamente por Trump, seducida por la retórica del «hombre fuerte» y el fantasma del comunismo, está descubriendo en primera persona que, en el mapa del nacionalismo blanco, a los ojos del poder, Hialeah no es tan distinta de Tijuana.
Durante décadas los cubanos en Miami vivieron bajo la ilusión del excepcionalismo; éramos los «latinos buenos», los refugiados políticos, los que merecían papeles nada más pisar tierra firme. En la actualidad podemos afirmar que esa era ha terminado; la Ley de Ajuste Cubano es un fósil viviente y el estatus de protección es en muchos casos papel mojado.
Bajo la nueva administración republicana, las deportaciones ya no discriminan por ideología. Un cubano con antecedentes penales es, a ojos de ICE, indistinguible de un salvadoreño o un hondureño. Y Chocolate MC está atrapado en el centro de este cambio: tiene una orden de deportación desde hace años, pero el régimen de La Habana se niega a recibirlo. Él es uno de esos «desechables» que Cuba no quiere de vuelta (irónicamente, una victoria para el artista, que teme por su vida en la isla). La administración Trump, sin embargo, tiene una «solución» para estos casos: la deportación al limbo de un tercer país.
Expertos legales han advertido que Chocolate podría no ser devuelto a La Habana, sino enviado a lugares como El Salvador o, incluso, Sudán del Sur. Así, el autor de «Guachineo», el ícono cultural de la juventud cubana, podría terminar sus días en Yuba o San Salvador, como pieza de prescindible en un ajedrez geopolítico demencial. Se ha sugerido la «autodeportación» voluntaria como la menos mala de las opciones. En el colapso total de la lógica, tiene más oportunidades de no ser enviado al fin del mundo si huye de la «tierra de la libertad».
Mientras tanto, figuras como María Elvira Salazar y Carlos Giménez, que animaron el voto por políticas de «mano dura», ahora balbucean preocupaciones sobre lo «desgarrador» de la situación. Es una definición de libro de la expresión «no pensé que los leopardos se comerían mi cara», dicha por quienes votaron al Partido de los Leopardos Comedores de Caras.
La cuestión no es canonizar a Chocolate MC; su historial delictivo —nueve arrestos en ocho años— habla de una vida en espiral, marcada por la violencia doméstica, las drogas y la inestabilidad. Es un personaje difícil de defender, a menudo su propio peor enemigo. Pero testigos como La Diosa —la única colega que compareció en el juicio— declararon bajo juramento que Chocolate es «un hombre enfermo, atrapado durante años en las drogas». Cualquiera que haya seguido sus directas en Instagram sabe que no estábamos viendo a un estratega criminal planificando un golpe maestro, sino a una persona desmoronándose en tiempo real, gritando por ayuda en el lenguaje de la confrontación, el único que conoce.
El sistema tuvo opciones; pudo valorar el internamiento psiquiátrico, la evaluación de la capacidad real de un hombre preso en sus adicciones para organizar un asesinato por contrato desde un iPhone, o al menos considerar la petición desesperada de su familia pidiendo rehabilitación en lugar de prisión. En cambio, eligió la vía rápida: una deliberación y una condena express.
Hace unos pocos meses, vimos cómo El Funky, uno de los autores de «Patria y Vida» —ese himno que los cubanos republicanos de Florida adoraron usar en campaña—, también enfrentó la amenaza de la deportación. Hoy vemos cómo en Hialeah la policía colabora con ICE con una eficiencia que envidiarían en Texas, y vemos cómo no pocas personas celebran el encierro de Chocolate bajo la premisa de «limpiar las calles», sin entender que cuando se normaliza que unos posts de Instagram sean motivo de una condena de varios años, la definición de «criminal» se ha vuelto peligrosamente elástica.
Yosvanis Arismin Sierra Hernández está hoy en una celda, visiblemente deteriorado, llorando tras un veredicto que no comprende, denunciando a un abogado defensor al que vio «asustado» y a un jurado que lo miraba como a un alienígena.
Quizá Chocolate sea culpable de muchas cosas —de ser vulgar, de ser violento con sus parejas (un crimen real que muchas veces se ignora mientras se persiguen sus palabras), de ser caótico y autodestructivo—, pero la celeridad y la saña con que ha sido procesado por un «delito de palabra» nos dice que el verdadero crimen de Chocolate no fue amenazar a un asesino preso.
Su crimen fue ser un negro problemático, pobre y mentalmente inestable en un lugar que, aunque innegablemente latino, se ha obsesionado con disciplinar esa identidad. En la Florida de estos días, el sistema no busca tanto purgarse de migrantes como de sus márgenes; quiere borrar esa latinidad negra, demasiado ruidosa y caótica, para complacer a una base electoral que ve en la condena a Chocolate un ritual necesario, el sacrificio del «mal latino» para que la comunidad establecida pueda demostrar su lealtad a la «ley y el orden», distanciándose así del espejo incómodo que el rapero les obliga a mirar.
Mientras esperamos la sentencia definitiva, que el juez Hirsch dictará tras resolver otros asuntos pendientes, queda claro que el sistema americano ha digerido el reparto. Lo ha masticado, lo ha juzgado en menos de 120 minutos, y está a punto de escupirlo hacia una prisión federal o, en un avión, hacia ninguna parte. Y en los clubes de Miami, mientras tanto, la música seguirá sonando… Pero la advertencia implícita en el destino de uno de sus padres fundadores quedará flotando en el aire: aquí, la «libertad» tiene letra pequeña, y está escrita en un idioma que, al parecer, ya no nos protege.



El minopuerco Ernesto Morales menosprecio este articulo y lo critico duramente , es sabido que es muy mediocre y respira envidia de cualquier otro periodista con buena prosa.