Mi vecina O. tocó a la puerta de mi casa una tarde de domingo, a mediados de la década del ochenta. Su cara reflejaba una mezcla de enfado e impotencia. En sus ojos, algo brillosos tal vez por las lágrimas, había una chispa de esperanza. Luego de pedirme disculpas por molestarme en mi descanso, me contó el motivo de su visita. Su hija, estudiante de último grado del preuniversitario, había sido vetada por sus compañeros de aula para estudiar la carrera de Medicina. Ante lo que consideraba una tremenda injusticia, y conociendo que yo era profesora de la Universidad de La Habana, mi vecina depositó sus esperanzas en mí. Pensó que yo podría ayudarla en algo.
Días antes, L. había llegado a su casa, deshecha en llanto, y le había informado a su madre que no podría estudiar la carrera con la que había soñado desde muy pequeña. Sin saber muy bien cómo ayudar a su hija, O. se acercó a un joven de la cuadra, miembro del Ejecutivo del Comité de Defensa de la Revolución (CDR), y le pidió que la ayudara a conocer exactamente cuáles habían sido las razones por las que vetaban a su hija. En el Preuniversitario de La Víbora, el centro de estudios de L., al joven cederista le dijeron que, tal como establecía el protocolo, dirigentes de la Federación Estudiantil de la Enseñanza Media (FEEM) se habían entrevistado con los responsables del CDR de la cuadra en la que vivían mi vecina y su hija, para conocer la actitud de la estudiante ante las tareas «revolucionarias» de la organización. Allí se encontraron con una aseveración radical: la joven no solo pertenecía a una familia contrarrevolucionaria y no participaba en lo absoluto en la vida cederista del barrio, sino que ella y su familia esperaban emigrar hacia los Estados Unidos, por lo que no debían darle la posibilidad del estudio de una carrera como Medicina, tan necesaria para el país.
Lo que mi vecina me pedía excedía completamente mis posibilidades, pero no dudé en brindarle lo único que podía hacer, llevarla a entrevistarse con la directora de la Comisión de Ingreso de la Universidad de La Habana y que le explicaran cómo revertir la decisión, si es que tal cosa era posible. Al final, O. salió muy decepcionada de aquel encuentro: si la FEEM había vetado a su hija, no había nada que hacer.
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O. era una vecina servicial y con un sentido del humor muy propio, pero muchos la consideraban una persona problemática. No pertenecía a ninguna de las organizaciones de masas y no negaba ante nadie que no compartía las ideas «revolucionarias». Todos los vecinos sabían que soñaba con emigrar a los Estados Unidos. Cuando la conocí, a finales de los años setenta, vivía con su madre y su hija en un pequeño apartamento y no tenía demasiados amigos. Los «revolucionarios» de la cuadra la repudiaban. Varios vecinos, que compartían en parte sus ideas, pero sin su coraje para de reconocerlo, temían que los compararan con ella. Algunos llegaron a sospechar que podía tratarse de un agente encubierto de la Seguridad del Estado. Tanto para mí como para mi familia, O. siempre fue una vecina más y nunca la evadí ni la discriminé. Como profesora respetada de la Universidad de La Habana, revolucionaria y militante del Partido (PCC), enfrenté no pocas críticas e incomprensiones de los cederistas más combativos del barrio, que no entendían mi postura tan poco ortodoxa con una «gusana» confesa.
Por su parte, L. arrastraba también la incomprensión de la mayoría de los vecinos de la cuadra, que llegaron a prohibir a sus hijos un trato demasiado cercano con ella. Desde que tuvo edad para comprenderlo, supo que había posibilidades de que su familia emigrara, pero eso no impidió que persiguiera su vocación. Su madre entendió entonces que debía autorizarla a ingresar en el CDR y en la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), algo imprescindible para que su hija no arrastrara ningún problema «político». Debía cotizar en ambas organizaciones, realizar guardias nocturnas mensuales, hacer trabajos voluntarios de limpieza en la cuadra y asistir a reuniones.
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El 28 de septiembre de 1960, luego de su regreso de Nueva York, donde había participado en una reunión de la ONU, Fidel Castro pronunció uno de sus discursos desde el Palacio Presidencial.
En esa oportunidad, además de fustigar al imperialismo norteamericano, anunció la creación de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR): «Vamos a implantar», dijo, «frente a las campañas de agresiones del imperialismo, un sistema de vigilancia colectiva revolucionaria, que todo el mundo sepa quién vive en la manzana, qué hace el que vive en la manzana y qué relación tuvo con la tiranía y a qué se dedica, con quién se junta, en qué actividades anda. Porque si creen que van a poder enfrentarse con el pueblo tremendo chasco se van a llevar. Porque les implantamos un comité de vigilancia revolucionaria en cada manzana, para que el pueblo vigile, para que el pueblo observe, y para que vean que cuando la masa del pueblo se organiza, no hay imperialista, ni lacayo de los imperialistas, ni vendido a los imperialistas, ni instrumento de los imperialistas que pueda moverse».
Surgía así la organización de masas más amplia del país que, junto a algunas otras tareas menos repulsivas, se dedicó a vigilar e informar de cualquier movimiento en la cuadra que pudiera parecer peligroso o sospechoso para el régimen. O, simplemente, daba rienda suelta a la intolerancia y la envidia para calumniar, acabar con el prestigio, entorpecer el futuro y hasta enviar a la prisión a ciudadanos honestos y dignos.
Unos pocos meses después de su creación, esta organización cumplió una importante tarea asignada por el gobierno en el poder: detectar a los desafectos al sistema, marcarlos e informar de sus nombres, ante la inminencia de un ataque armado contra la revolución. Cientos de miles de ciudadanos en todo el país fueron retenidos en cárceles, lugares específicos preparados para ello o dentro de sus casas, vigilados estrechamente, aunque no existieran evidencias de una posible rebelión que apoyara la invasión ocurrida finalmente en abril de 1961.
Las tareas que cumplía los CDR quedaban encubiertas por otras, más públicas, coartadas ante la opinión pública del mundo: apoyar campañas masivas de vacunación u otras tareas de salud pública, vigilancia nocturna para evitar robos a domicilios o instalaciones estatales, limpieza y embellecimiento de cuadras, barrios y ciudades, y apoyo a personas desvalidas y a familias con problemas sociales. En realidad, la tarea fundamental de esta organización era vigilar y, sobre todo, informar.
En la actualidad, los «comités» son una entidad totalmente inútil. Existen muy pocas personas, a nivel de base, que quieran convertirse en dirigentes cederistas. Solo quedan unos cientos o tal vez miles de burócratas y oportunistas que se presentan ante el mundo como parte de la sociedad civil cubana: «defensores de la Patria ante los deseos de Estados Unidos de derrocar al sistema socialista cubano». Con la consigna de intransigencia revolucionaria, muchas personas se convirtieron en «chivatos, trompetas, correveidiles».
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Convencida de que ya no había nada que hacer, O. pidió de todas formas una reunión con todo el ejecutivo del CDR No. 5 del Municipio Diez de Octubre. Intentaba desahogar su rabia, su impotencia y su tristeza ante la injusticia cometida con su hija.
Yo fui invitada por la propia O., y los miembros del ejecutivo no pusieron ningún reparo, no solo por el respeto del que yo gozaba ante mis vecinos, sino también, creo, por la misma causa por la que aceptaron encarar a O.: estaban completamente seguros de la impunidad de sus decisiones y querían demostrar que no se arrepentían de lo ocurrido.
O. fue breve y decente, solo resaltó dos cosas: que su hija pertenecía a las organizaciones de masas de la cuadra desde que había llegado a la edad de 14 años, como se establecía, y había cumplido siempre con las tareas encomendadas, y que lo que habían hecho contra ella eran un crimen y una cobardía, porque le estaban cobrando lo que no podían cobrarle a la madre. Luego de que O. se retiró de la reunión, expuse mis criterios junto al joven del Ejecutivo que la había ayudado a descubrir la miserable componenda contra su hija. Comparé a L. con cualquiera de los jóvenes que vivían, estudiaban y participaban en las tareas revolucionarias de la cuadra, algunos de los cuales eran hijos precisamente de los dirigentes cederistas. Me busqué, por supuesto, bastantes críticas y algunos enemigos de por vida.
Podría decir, sin temor a equivocarme, que casi todos los jóvenes contemporáneos de L. en la cuadra fueron abandonando el país por diferentes vías; muchos de ellos convertidos en profesionales exitosos que no tuvieron ninguna traba para llegar a serlo. L. y O. siguen viviendo en Cuba, seguramente porque no han tenido ninguna opción para viajar.
Sé que me agradecen que haya querido ayudarlas en aquel momento de sus vidas, pero lo que quizá no sepan es cuánto significó para mí aquel episodio en mi tránsito de «creyente ciega» hasta mi despertar definitivo.
Tal vez en algún momento de nuestra historia pueda conocer mucho más sobre el daño causado a los individuos por todas estas organizaciones que decían y dicen representar a la sociedad civil. Creo que, de alguna forma, todos hemos sido culpables de sus delitos; algunos porque ejercieron el poder que tenían para dañar y lo hicieron con impunidad y alevosía; otros porque fuimos indiferentes, indolentes, egoístas; aquellos por el temor de enfrentar a una maquinaria que también podía volverse en su contra. Pero todos tenemos una parte de culpa. ¿Pediremos perdón alguna vez?