Silvio Rodríguez cantó la noche del viernes, en contrapicado, de espaldas a la ciudad («la ciudad se derrumba y yo cantando»), ante una prudente multitud de jóvenes convocados a cabalgar una emoción que todos —y ellos estaban allí para comprobarlo— sabemos anacrónica. Un vestigio de otra época que solo puede recuperarse en el día a día, vicariamente, en turbias cintas de archivo y en los jirones de recuerdos de tanta gente que alguna vez escuchó tonadas como «Venga la esperanza» del otro lado de su propia vida, cuando el mensaje aún parecía tener sentido histórico. Gente, la mayoría, que se cansó de esperar o hace tiempo espera otras cosas.
Y con esa linda canción terminó el concierto. Lugar común que, a estas alturas, un cuarto de siglo después del año 2000, a la vista del derrumbe moral y político —una capa de ruinas sobre otra— de aquella utopía autoritaria, aquella violencia esperanzada, casi se antoja otro tema new age, un melódico breviario de autoayuda.

Muchos se habrán emocionado, sin dudas; con una genuina emoción. Silvio Rodríguez es un artista extraordinario e interpretó varias piezas axiomáticas de un repertorio que, seguramente, guarda lo mejor para quien se anime a otro tipo de escuchas.




Y hay dosis de arte incluso en ese ajado cancionero que él entregó entusiasta, convencido, y que el poder acomodó en el primer anaquel del kitsch sonoro revolucionario. Incluso habrá quien diga que algunos de esos temas, o fragmentos de ellos, son probados milagros de resistencia estética al sobreuso propagandístico por parte de un régimen totalitario y a la propia cobardía («es asunto de los hombres») o la tozuda militancia («yo me muero como viví») de quien los concibió.
Pero aquí también reivindicamos, a nivel sináptico, neuroquímico, la emoción kitsch: esa segunda lágrima (Kundera dixit) es indistinguible de la primera.
Si te golpea un verso o una melodía, si el ritual colectivo se torna sobrecogedor, si alguna canción te revela el destino a tus padres, o el tuyo propio, entonces puedes verter una lágrima y, enseguida, sobrevendrá otra porque la primera ha hecho que repares en nuestra humanidad compartida, y en una ráfaga estás pensando que tal vez sí se puede, que un mundo mejor es posible, esa lágrima te ha hecho quizá intuir que lo que llaman espíritu revolucionario, ahora mismo, al parecer, después de todo, aletea sobre esta masa enfervorecida, una masa hasta hace nada más bien incrédula (excepto por los segurosos y los dirigentes, pero a lo mejor ni siquiera ellos…), una masa hecha de individuos, la inmensa mayoría jóvenes, carnet de la FEU en el bolsillo, acosados ellos también, como sus padres, por la derrota cotidiana, en fin, emigrantes en ciernes, muchachos que han venido aquí esta noche, la del viernes, a escuchar a Silvio, porque hay quien ha dicho que este acaso sea su último concierto en la isla, y Silvio es Silvio, es decir, entre muchísimas cosas, infinitamente mejor que otra noche de apagón.
Antes de marcharse de gira por Chile, Argentina, Uruguay, Perú y Colombia, Silvio Rodríguez presentó bajo el Alma Mater su disco Quería saber e interpretó, eso sí, un tema cáustico de los últimos tiempos: «Para no botar el sofá»; rindió homenaje a sus compañeros de generación muertos, Pablo Milanés, Noel Nicola, Vicente Feliú; se solidarizó, justamente, con la causa palestina y denunció, kufiya sobre los hombros, citando a Luis Rogelio Nogueras, el genocidio en Gaza.
Y, claro, entonó algunos de los himnos oficiosos —también esparcidos durante años por una Latinoamérica en busca de justicia— que prologaron, acompañaron y despidieron cada tribuna abierta, cada conmemoración histórica, cada marcha del pueblo combatiente, cada domingo rojo, cada acampada de pioneros exploradores, a lo largo de décadas, mientras la radio y la televisión complementaban, sin fisuras, nuestro entrenamiento sentimental.

Díaz-Canel escuchaba; se le vio llegar por un lateral, se le vio posar con un puño en alto.
Como casi nunca desde hace muchos años, el escenario fue situado abajo, contra la boca de la calle San Lázaro, y el público fue acorralado escaleras arriba, de manera que el recinto universitario, presumiblemente, sirviera como baluarte para el dispositivo de la seguridad del Estado. No hubo novedades, por supuesto.
Así había cantado antes en la Colina Universitaria (y el audio esta vez tampoco era el mejor, según contó luego la gente del fondo), pero el cerco figurado y práctico sobre la función no deja de ser significativo en la Cuba post-11J.
El cantautor dijo un día antes en Instagram que dedicaría su actuación a los universitarios que, a inicios de junio, de manera inédita en más de seis décadas, protestaron («actitudes muy positivas», dijo) contra el alza en los precios de internet por parte de ETECSA, el monopolio estatal de las telecomunicaciones.
Luego, en la tarima, leyó aquella cita de Martí tantas veces mutilada: «Hay un cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí y son, sin embargo, la clave de la paz pública, la elevación espiritual y la grandeza patria. Los hombres han de vivir en el goce pacífico, natural e inevitable de la Libertad, como viven en el goce del aire y de la luz. Ser bueno es el único modo de ser dichoso. Ser culto es el único modo de ser libre. Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno». (Las cursivas son, desde luego, nuestras). Y eso fue todo.



Persiste la duda sobre si la dedicatoria adelantada fue una salida dialéctica para justificar (lo dicho, era para «la juventud universitaria») la inversa configuración del recital, aislado, vigilado, cerrado a las calles, y por tanto a cualquier expresión antigubernamental, o si se trató de un coletazo de la dignidad, una inofensiva nota de protesta más tarde que no iba a hacer del todo explícita sobre el escenario.
La parte por el todo. No es difícil leer el símbolo en este concierto al revés de Silvio Rodríguez.



