Carlos Salabarría nació en Santa Clara, en 1990, cuando Cuba aún se sostenía sobre promesas que ya no alcanzaban para arrendar un cuarto. Estudió Cultura Física, pero nunca quiso ser profesor. Su vocación estaba en la rehabilitación, en ayudar a otros a recuperar el cuerpo. Quizá era una metáfora de lo que él mismo haría años después con su vida.
Migrar no fue un plan. Fue amor. En 2015, con una visa turística y el corazón partido por la muerte de su abuela, Carlos llegó a Chile para ver nacer a su hija. Pintó la habitación, presenció el parto, lloró…
Luego volvió a Cuba para terminar sus estudios. Pero algo ya había cambiado.


«Nunca tuve el propósito de irme algún día de mi país», dice. Pero el amor, como la necesidad de migrar, no siempre pide permiso.
Desde entonces ha habitado tres geografías chilenas: Ñiquén, Tirúa y Concepción. Tres climas, tres culturas, tres formas de aprender a «respirar». En Ñiquén, el frío seco le partía la boca. En Tirúa, el viento helado lo abrazaba junto al mar. En Concepción, encontró algo parecido a Santa Clara: bohemia, música, vida.


Carlos ha sido bombero, pintor, repartidor, profesor de ajedrez, conductor de Uber. Pero su trabajo más profundo ha sido ser padre.
«Encendí ese switch paternal que por default tenemos los hombres», dice con humor y ternura. Sus hijos, nacidos en Chile, bailan como cubanos, comen como cubanos, ríen como cubanos. Son su archivo vivo.
La migración, sin embargo, no es solo adaptación. Es duelo. Carlos extraña andar descalzo, sin camisa, con la barriga afuera. Extraña las puertas abiertas, las bicicletas, las fiestas. Extraña la Cuba que no cabe en los discursos ni en los titulares. Pero también admira la solidaridad chilena, esa que se organiza para construir casas, reunir medicinas, ayudar sin esperar por el Estado.
«En Cuba eso lo vemos como algo “indigno”», reflexiona. «Pero aquí lo hacen con dignidad».
Carlos toca el bajo en una banda de rock. Tiene vecinos que comparten su día a día, amigos con que hace deportes, redes que lo sostienen. Aunque al principio le costó hacer amistades como las de Cuba, aprendió a construir vínculos nuevos, con otros códigos, otros silencios.




Desde el sur del planeta, Carlos mira a Cuba con esperanza. Celebra el activismo de los animalistas, los cineastas, las feministas. Cree en una sociedad organizada, en una Cuba que se atreva a ser otra.
Y a quienes aún no saben de él, les deja un mensaje: «Preserven su identidad, luchen por sus sueños. No olviden nunca de dónde vinimos y lo que fuimos».
Estas imágenes forman parte del proyecto de fotolibro Rastro de la diáspora cubana en Chile, realizado por el fotógrafo Ruber Osoria gracias a la beca de resiliencia para artistas cubanos migrantes, otorgada por Artists at Risk Connection (ARC) y PEN International.
Carlos Luis es un ejemplo de un cubano valeroso ,con virtudes increíbles que a sabido mirar y seguir adelante con amor y dedicación a todo lo que se proponga ,linda entrevista y biografía, un artículo con demasiadas palabras hermosas ,un artículo que le saca las lágrimas a cualquier cubano que este fuera de Cuba ,felicidades