Yaquelín Boni tiene 59 años, una mulata fuerte y dispuesta, pero siente que está vieja, que ha vivido demasiado, que le pesan los años como si fueran siglos. Está exhausta. Dice que «de tanto dolor y sufrimiento». Está cansada, dice que de luchar por sus dos hijos. A uno se lo secuestró el castrismo, al otro se lo llevó el trumpismo.
El pasado 5 de julio, el mismo día en que su hijo Alexander Hernández Boni le hizo saber a través de una llamada telefónica que se encontraba en el centro de detención Alligator Alcatraz, en los humedales de Florida, a Yaquelín le tocaba pagar la renta, los 2 mil dólares mensuales que entregaba a la casera por el tráiler en el que hasta ahora vivía con Alexander en West Palm Beach, un espacio bien distribuido, con dos cuartos, sala, baño y cocina, muy cerca de la compañía de limpieza donde trabaja.
Ya llevaba un tiempo con problemas en los pagos, desde que Alexander fuera detenido en febrero en una prisión de West Palm Beach y luego entregado a las manos del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE). Por eso, ante el último llamado de la casera, Yaquelín explicó que le era imposible pagar, que se iba de la casa. «Le dije a la dueña: ‘te agradezco, pero no puedo hacer más y no lo tengo’».

Con el pecho encogido rentó un pequeño storage para guardar lo indispensable, y echó a la basura los colchones, su escaparate, la mayor parte de la ropa, excepto la de trabajar, que la cargó consigo hasta el cuarto que una amiga le ofreció. Hay días en que Yaquelín llora, viendo cómo ha terminado así, sin casa y lejos de los hijos. Otras veces es capaz de hilvanar una frase como un rayo: «Si yo sobreviví a una dictadura, cómo no voy a sobrevivir a esto».
Yaquelín se volvió disidente sin entender exactamente qué significaba ser una disidente en Cuba. En el año 2011, su otro hijo, Yasser Rivero Boni, quien ya venía desobedeciendo las reglas del castrismo, fue detenido por la policía por el supuesto delito de robo; algo, según la madre, completamente «fabricado» para mermar su activismo político. «Yo no sabía que él era opositor, yo no sabía lo que era la oposición. Yo decía: ‘¿por qué a mi hijo lo llevan tantas veces preso? ¿Por qué lo detienen?’».
Luego de que las autoridades cargaran con Yasser, de entonces unos 23 años, Yaquelín se acercó a una periodista independiente con el fin de visibilizar el caso. La periodista le preguntó si estaba dispuesta a protestar en la Plaza de la Revolución, consciente del precio de entrar en la glorieta del sistema. Yaquelín le dijo que sí, que por supuesto. «Yo por mi hijo doy la vida», le dejó saber. A los días cargó desde su casa en San Miguel del Padrón con un cartel que rezaba: «A mi hijo me lo están matando en la prisión Combinado del Este». En breve fue detenida en la Plaza por un grupo de al menos diez policías uniformados.

Yaquelín es opositora porque es madre. «A mis hijos y a mí la dictadura nos ha dado muy duro con el cinto», asegura. Incontables fueron sus protestas, reclamos y demandas al gobierno cubano por el maltrato constante a Yasser. Una de las tantas veces en que detuvieron al hijo fue cuando se coló ante las cámaras del periodista deportivo Bob Ley, irrumpiendo en una transmisión de la cadena ESPN con un mensaje claro para el mundo: «¡Abajo los Castro!». Recién terminaba el partido de béisbol entre los Rays de Tampa Bay y el equipo nacional de Cuba en el estadio Latinoamericano. La Habana estaba en su apogeo. El ex presidente Barack Obama visitaba la isla, así como tantos famosos con miedo a perderse el espectáculo de la posible disolución del comunismo.
La aparición repentina en ESPN le costó a Yasser una prisión corta, pero de la que salió con una golpiza y la pérdida de la visión del ojo derecho. Luego, en 2019, fue condenado a tres años de cárcel por la supuesta agresión a un policía, cuando se dice que en realidad fue el agente quien arremetió contra él. La última de sus varias detenciones fue en 2023, cuando lo condenaron a un año y medio de privación de libertad por el delito de desorden público.

Para ese tiempo ya la madre llevaba algunos años viviendo en los Estados Unidos. Tras varias amenazas de cárcel luego de su incursión en el grupo opositor Damas de Blanco, Yaquelín salió del país en 2016 como refugiada política junto a su hija y su hijo Alexander. Yasser fue finalmente liberado en Cuba el pasado 3 de mayo. La madre pensó que iba a estar en paz por un rato. Pero la pesadilla en el Combinado del Este terminó convirtiéndose en la pesadilla de Alligator Alcatraz, y luego en la del Centro de Detención de Krome.
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Sobre las diez de la mañana, Alexander Hernández Boni llama desde la celda de castigo en Krome, en la que lleva recluido varios días. Le duele la espalda, el pecho, el cuello y la mandíbula. Ha pedido que lo trasladen al hospital, que lo atiendan, pero nadie le hace caso. El pasado 4 de agosto, en el centro operado por ICE, un oficial le propinó un puñetazo con tal fuerza, con tal saña, que se lo siente en el cuerpo hasta hoy.
El oficial había llegado en la mañana a despojar de su cama a un detenido que dormía en la litera cercana a la de Alexander. El oficial hablaba inglés y nadie le entendía nada, menos Yasser, que se defiende con el idioma. El oficial quería darle la cama al nuevo migrante capturado, pero Alexander le explicó que en ese lugar ya dormía otra persona. El oficial se enfureció. Le lanzó un puñetazo, luego otro manotazo por el pecho, luego lo incrustó contra la pared. A esa hora, el dormitorio número tres de Krome se volvió un avispero. Los detenidos comenzaron a gritar, a protestar, le llamaron «abusador», le pidieron que los dejara tranquilos.
«Me quedé en shock», cuenta Yasser a través de una llamada telefónica. «Yo ni levanté la mano, me quedé callado, es algo que no te esperas, pero él es la autoridad y no puedes agredir para que luego te levanten cargos».

Ahora está en una fría celda de castigo, casi «una jaula de metal». Se espera que pase 60 días, sin televisión, sin recibir las «comisarias» o alimentos que les compran usualmente los familiares. A pesar de que el resto de los compañeros de celda son testigos de que Yasser no golpeó al oficial, sino al revés, las autoridades han concluido en una investigación que el hijo de Yaquelín es el culpable del incidente. A Yaquelín le cuesta creerlo.
«En mayo terminé de vivir lo de mi hijo Yasser, imagínese lo que estoy viviendo en estos momentos con mi hijo Alexander», dice la madre. «Es como si te cortaran un dedo y te lo volvieran a abrir. ¿Cómo me iba a imaginar que iba a traer a mi hijo a este país a pasar por lo mismo que por lo que yo salí huyendo?»
El pasado 3 de julio, Alexander terminó de cumplir una sanción en el Centro de Detención Principal del Condado de Palm Beach, en el que permanecía desde febrero. Tras una discusión con su novia en el parqueo de la casa, las autoridades tocaron a la puerta de Yaquelín. «Si hay algo a lo que le tengo pavor, es a la policía», dice la madre. Los oficiales le preguntaron dónde estaba el hijo, al que localizaron y advirtieron no acercarse más a su pareja de entonces, quien lo había acusado ante las autoridades. Luego Alexander fue detenido por entrar de nuevo en contacto con la víctima. Había tenido otros problemas con la justicia en años anteriores, por conducir sin licencia y por posesión de marihuana. Ahora que parecía que iba a estar libre, nunca le permitieron volver a casa.
«He cometido errores, sí, pero he pagado por todos ellos, no le debo nada al gobierno de este país», dice Alexander, quien en los últimos años se ha dedicado al cuidado compartido de sus dos hijas y a impulsar una agencia de viajes.

El día en que lo iban a excarcelar, le dijeron que debía esperar 48 horas. El 5 de julio, Yaquelín lo esperó afuera de la prisión y su hijo no salía. Pasó el tiempo. La madre se acercó a preguntar qué estaba sucediendo. Los oficiales le informaron que ICE se había llevado a su hijo. Yaquelín les respondió que no era así: «No, ICE no se lo llevó, ustedes se lo entregaron».
Tres días después, Alexander la llamó desde Alligator Alcatraz. Se había convertido en el detenido número 289 del nuevo centro, uno de los primeros reclusos en llegar a la prisión con capacidad para unas tres mil personas. En apenas ocho días, las autoridades de la Florida habían levantado la cárcel a base de carpas y cercas de alambre. Desde entonces, de ahí salen a diario denuncias de hacinamiento, escasa higiene, mala alimentación, falta de atención médica y maltratos a los detenidos.
El 17 de agosto Alexander fue transferido a las instalaciones de Krome, un centro en el que se han registrado todo tipo de violaciones a los derechos humanos. Según un reciente informe de la organización Human Right Watch (WRH), en marzo último el número de personas detenidas por motivos de inmigración en Krome había aumentado un 249 %, y hasta junio de este año más del 56 % de los detenidos no tenía ninguna condena penal ni cargos pendientes. Entre las muchas violaciones registradas en el centro, destacan la negación de asistencia médica a personas enfermas de diabetes, asma, padecimientos renales y dolores crónicos. También se han recibido quejas por la denegación de mantas para cubrirse de las bajas temperaturas, hacinamiento, inodoros cubiertos de heces y falta de privacidad en los baños, así como de camas y aseo personal. Según HRW, las condiciones de Krome «cumplen los requisitos para ser consideradas trato inhumano y degradante, especialmente cuando se experimentan durante varios días y de forma combinada».
Yaquelín se ha preguntado hasta cuándo. Si es que Alexander saldrá del centro, o qué va a ser de él, y a la larga de ella misma. Yaquelín no tiene vida. Pasa los días imaginando si al hijo le duele la espalda, si por fin el médico pasó a verlo, si aguantará el tiempo recluido en una celda de castigo. «Nunca me pensé que hubiera un gobierno o un presidente que le diera luz verde a la discriminación, a los abusos y las torturas que hay hoy», dice. «Estoy segura de que muchos americanos que votaron por Trump no lo hicieron para esto, para que acabara con seres humanos, separara familias y no les diera la oportunidad de tener un proceso digno y honesto».