Llevo cinco años sin volver a Cuba. La última vez volé desde México hasta La Habana y apuré un fin de semana del que apenas tengo recuerdos. Para el 2019 ya yo era una extranjera en mi ciudad natal, como lo fui por mucho tiempo en Guadalajara y lo soy aquí, en Montreal. Sin embargo, una especie de pulsión incontestable me seguía conectando a la espacialidad afectiva habanera. A su noche; a esas calles que te empujan, de tan inclinadas, hacia el borde mismo del Malecón; a las esquinas en donde los muchachos van echando cuerpo mientras discuten sobre reparto, fútbol, sobre lo mala que está la cosa. Entonces Cuba era otra y yo no pensaba en la rotundidad de lo que iba perdiendo. No había pasado una pandemia. Los cubanos no habían salido a las calles impelidos por el hartazgo, la precariedad, la posibilidad real de un cambio de sistema. El presidente no había dado, en televisión nacional, una orden fratricida de combate. Las cárceles no estaban llenas de manifestantes del 11J. Mis amigos no se habían ido.
Aquella Cuba no existe más. Aunque es posible, desde luego, que cuanto entonces tuviéramos fuese la garra feral de nuestra juventud. La necesidad de habitar otro mundo, una urgencia física, refractaria a todo intento de domesticación. Ahora pienso en la noche de esos años mientras en una de las salas del Centre Clark corre indetenible el carrete fotográfico de mi generación. Identifico los rostros, los gestos, el olor de los cuerpos en movimiento. La fiesta Vigilada (2015-2024), video del fotógrafo Leandro Feal, forma parte de la muestra «Nuit éternelle, désobéissance esthétique», curada por Amed Aroche, artista y curador independiente radicado en Montreal. Una tras otra las instantáneas de una década se acumulan en la oscuridad y van conformando un mapa en el que los espacios han dejado de pertenecer al poder omnímodo del estado. A esas horas, e instalados en el corazón de la fiesta, nadie duda sobre el potencial subversivo de la noche. Se configura así una territorialidad alternativa que busca fundar nuevos modos de estar en el mundo. Los chicos bailan, fuman, se besan, sonríen a la cámara. En alguna de esas fotos estoy yo, me veo pasar y apenas me reconozco.

«Nuit éternelle…», ha explicado Aroche, se estructura a partir de dos aproximaciones contrapuestas a la figura de la noche. De un lado, esta funciona como metáfora del totalitarismo asfixiante y liberticida del régimen cubano; del otro, apunta a la naturaleza disensual del espacio-tiempo nocturno. Así vistas, ambas conceptualizaciones terminan por ilustrar las formas en que poder y resistencia se apropian y litigan los tiempos y espacios de la nación. Pero la historia del poder ya la conocemos, la hemos aprendido desde bien temprano. Antes de la escuela, la prensa y los discursos públicos, se filtra, cual mancha de humedad, en el trenzado doméstico del día a día. La doctrina, digo, comienza por fabricar normalidad allí donde el sistema expone sus fallas. Relativizar la falta de libertades, por ejemplo, la desigualdad, la violencia, el hambre. Normalizar, normalizar. A los amigos presos, a los amigos idos, a la isla drenada.
«No queda nadie en Cuba», pienso, sentada aun frente al video de Feal. Pero esa es una verdad a medias. Queda mucha gente, desde luego. Los de adentro y los de afuera participamos de una geografía que se define desde disímiles escalas, profundidades de campo, intensidades. La energía indisciplinada de esas fotos atraviesa el tiempo puntual de las generaciones. Y, al hacerlo, acumula en sí misma las muchas inflexiones en las que todos ejercitamos la resistencia. Nos enseña algo que más nadie hace: que el cuerpo es el primero de los terrenos de la acción política, que los gestos de emancipación nos conectan a los otros al constituirse en «actos privados de solidaridad con el futuro». La fiesta de la noche, incluso bajo vigilancia, le arrebata al poder cuotas de soberanía que no tienen vuelta atrás. ¿Cómo se le pone frenos a un cuerpo que descubre, de pronto, que está vivo?


De ese tipo de gestualidad disidente va la exposición en la que me encuentro. La noche, más que un eje temático, funciona como dispositivo de desterritorialización de los relatos en y sobre la realidad cubana de hoy. Esto resulta meridianamente claro desde el título, en el que se incluye uno de los conceptos centrales para el proyecto, a saber, la noción de «desobediencia estética». En el texto que acompaña la propuesta curatorial, Amed cuenta que la idea se repetía una y otra vez entre los artistas cubanos que entrevistara como parte de la investigación que dio origen a «Nuit éternelle…». Tal vez lo que más me atraiga de este principio de la desobediencia estética sea su apelación, más o menos explícita, a la recalificación de lo que entendemos por praxis de resistencia política. En este sentido, parece apuntar hacia un accionar caracterizado por la pequeña escala, la improvisación, la ruptura de tiempos, las apropiaciones puntuales del espacio público, la contingencia.
Mientras camino entre las piezas que conforman la muestra (obras de Luis Manuel Otero Alcántara, Raychel Carrión, Liliam Dooley, Ernesto Oroza, Lester Álvarez, Kevin Ávila, Leandro Feal) voy descubriendo que muchos de los elementos en disputa son de índole discursiva, identitaria, espacial y se vinculan con la memoria histórica y la performatividad cívica. Cada gesto, sin embargo, demanda ser leído dentro de un entramado de relaciones que comprende no solo la autoridad y su marco regulatorio, sino también el potencial de la imaginación individual y colectiva a la hora de generar nuevas territorialidades. Hace algunos años, en medio de una de las olas de represión contra el Movimiento San Isidro (MSI), la activista e intelectual cubana Anamely Ramos hacía un llamado a la puesta en marcha de pequeñas iniciativas de contestación política que, en su conjunto, tendrían una incidencia real en el funcionamiento de la maquinaria gubernamental cubana. La imagen, entonces, era la de esos cantos rodados que lanzamos al agua por el mero placer de presenciar la formación de ondas. Una sola piedra constituye un acontecimiento eventual, pero la yuxtaposición de varias, apuntaba Anamely, genera movimientos estructurales.



«Nuit éternelle…» puede ser entendida, me digo, a partir de esas «geografías de la resistencia» que sistematizaran Steve Pile y Michael Keith hace varios años y que, en el día a día, implementan con regularidad los cubanos de adentro y afuera. De aquellas conceptualizaciones rescato, en primer lugar, las cuotas de autonomía otorgadas a «las subjetividades políticas resistentes», en la medida en que no siempre se interesan por la puesta en marcha de procesos de reconquista territorial, sino por la fundación de espacialidades con dinámicas propias. Estas estrategias han sido claves para muchos de los actores sociales que en la Cuba reciente se han propuesto habitar enclaves desestimados por el estado y ensayar en ellos nuevos modelos de comunidad. El ejemplo de las redes sociales y su impacto en la vida política del país constituye, quizás, el más representativo de todos debido al alcance que las manifestaciones del 11 y 12 de julio de 2021 —difundidas masivamente a través de Facebook— tuvieron entre los cubanos. Pero no es el único. Meses antes, un grupo de jóvenes perteneciente al Movimiento San Isidro había decidido acuartelarse en una casa habanera (la vivienda de Luis Manuel Otero Alcántara) a modo de protesta por la detención arbitraria de uno de sus miembros. Lo que allí sucedió, la realidad que intentó construirse en medio de situaciones límites como una huelga de hambre y la represión gubernamental, puso en jaque la distribución tradicional de la espacialidad cívica. En lugar de tomar los sitios colonizados por la maquinaria oficial, estos chicos propusieron otras formulaciones de lo público, ahora conectadas a los afectos, a los cuerpos individuales, al espacio doméstico.
Por otra parte, subrayo la importancia que, dentro de las geografías de la resistencia, supone el reconocimiento de los roles de lo contextual a la hora de semantizar las acciones disensuales. Cómo un gesto se carga de significados en función del espacio en el que se desarrolle y cuánto puede incidir en la configuración de territorialidades no-autorizadas. Fallas de origen (2008), el video-performance de Raychel Carrión, se enmarca en un escenario en el que estas cuestiones resultan fundamentales. El desfile del 1 de mayo en Cuba constituye uno de los eventos en los que el estado escenifica continuamente su propia legitimidad de cara a la ciudadanía. Aquí, como en tantos otros ceremoniales, su capital simbólico se reactiva a partir de la corrección narrativa de la realidad. Disponer del monopolio de espacio público le permite, pues, secuestrar la voz de la sociedad civil. No existe una experiencia más alienante que la de hablar en nombre del poder «interpretando» el rol de nosotros mismos. A esta representación teatral, Carrión le altera una variable presuntamente menor que, no obstante, disloca algo esencial al interior de su dramaturgia. Hablo del tiempo de la acción. Hablo, concretamente, de la ralentización del tiempo épico de la Revolución cubana. Como si de una falla de origen se tratara, este «error en el sistema» trasparenta la artificialidad del evento, y llama la atención sobre el abismo que se abre entre los tiempos del poder político y los del sujeto individual. No debe perderse de vista que la desaceleración, en este marco, enfatiza la importancia de la relacionalidad, el respeto y la empatía.



Empatía, repito varias veces frente a la obra del artista Luis Manuel Otero Alcántara. Lo hago por Luis Manuel y por las niñas cubanas a las que su pieza rinde homenaje. Luis Manuel está preso desde el 2021 a raíz de su activismo político y a la implicación de su trabajo con barrios empobrecidas y racializados de La Habana. Las niñas María Karla, Rocío y Lisnavy murieron en el año 2020 debido al derrumbe del balcón de un edificio en proceso de demolición. A pesar de que el gobierno despachara lo sucedido como un accidente, muchos miembros de la sociedad civil apuntaron las responsabilidades de la oficialidad en el asunto. Una de las verticales que atraviesa el quehacer de Otero es, justamente, esa necesidad de poner el cuerpo en el lugar de los otros, en el sitio en que son más vulnerables. Por eso se dirige a la comunidad y no al estado, aunque sus ejercicios cívicos terminen operando como gestos de protesta política. Esta recolocación de la mirada otorga nuevas posibilidades al mapa de la nación, ahora cifrado en los cuerpos que resisten y generan redes de solidaridad. Durante varios días, el artista caminó las calles habaneras con el casco protector que tengo delante y en el que se lee: «Los niños nacieron para ser felices, no para morir en derrumbes». Los que, desde afuera, seguimos la acción por redes sociales creíamos que, en Luis Manuel, podía el país comenzar a sanar. Cuba en un cuerpo concreto que busca restaurar lo roto a partir de intervenciones sociales a pequeña escala, pero relacionalmente significativas.
Dentro de los principios que estructuran estas iniciativas de desterritorialización de la hegemonía totalitaria desempeña un papel clave la imaginación colectiva. Esto se relaciona no solo con la reescritura de las narrativas oficiales, la puesta en crisis de la memoria histórica institucional y la verdad de sus archivos, sino también con la capacidad de los cubanos para esquivar la vigilancia del poder y proponer estrategias contingentes de resistencia. Este elemento será una constante de la exposición, palpable en las operatorias de los distintos artistas y en la relevancia que su curador le otorga a la espacialidad política de la futuridad. Basta centrarnos en uno de los referentes político-literarios que el proyecto orbita: «La noche no será eterna», de Oswaldo Payá, un texto sobre Cuba que, al decir de Aroche: «abre la puerta a imaginar un posible futuro democrático develando una perspectiva de cambio; un posible amanecer».
La imaginación supone saltarse el cerco epistemológico de un presente regulado por la doctrina. Desautomatizar los significantes y los roles que unos y otros tomamos dentro del esquema de país. No puedo evitar volver a la escritora estadounidense Saidiya Hartman y esa metodología de restauración histórica que nombra critical fabulation (fabulación crítica). Hartman escribe desde el ámbito de la esclavitud transatlántica y sus múltiples horrores, pero la urgencia por oponerse a la violencia consustancial al archivo colonial reverbera en todas las discursividades subalternas. La creación de contranarrativas históricas, afirma, es la única manera justa de escribir un presente/ futuro atravesado por violencias irresueltas.



¿Cuáles serían las escrituras de una Cuba post-totalitaria?, ¿es posible esquivar la maquinaria de la censura?, ¿cómo dislocar ese orden de cosas que norma, también, nuestras formulaciones sobre el futuro? La instalación procesual Biblioteca para lomo-lectorxs (2019-2024), de Lester Álvarez y Kevin Ávila ofrece la posibilidad de pensar estas y otras cuestiones. La propuesta de los autores es sencilla pero contundente: qué títulos publicaríamos los cubanos si tuviéramos la oportunidad de escoger nuestras lecturas/ escrituras en libertad. Nuestro margen de acción parece mínimo en la medida en que la elección se circunscribe a unas cuantas palabras. Sin embargo, en no pocas oportunidades los terrenos de la resistencia suelen ser tremendamente puntuales. Una frase alcanza, un sintagma alcanza. Echado a andar el mecanismo de la imaginación, los títulos se convierten en ácidos dispositivos de desobediencia a través de los cuales se radiografía el poder: sus ficciones, sus ansias disciplinarias, su congénita mediocridad. Al tratarse de una pieza en continua expansión (la que participa de la muestra fue realizada en el 2024 en la Universidad de Montreal), sus contenidos terminan por trascender el alambrado del totalitarismo cubano y se introducen en contextos en los que el poder viste otros disfraces. Porque el poder es siempre el mismo. Y, más que saber nombrarlo, hay que saber burlarlo.
Los títulos se acumulan en esta biblioteca insurgente. Hablan la lengua despierta de quienes habitan los márgenes e insisten en fundar un lugar propio allí donde el espacio ya está repartido, regulado, contado. Estos, me digo, son los libros nonatos de los chicos que convertían las noches habaneras en el reino de la subversión y el goce. Aunque no existan sino como meras tentativas de narratividad, se oponen a la memoria del archivo oficial. Deslegitiman sus relatos, pero también la voz que narra. Voz y archivo van de la mano, ambos configuran imaginarios nacionales e identitarios como si de una propiedad física se tratara. Pero esta propiedad, por supuesto, no es física sino ideológica y su naturaleza violenta está dada tanto por lo que documenta como por lo que silencia. Aroche está consciente de ello, de ahí que el archivo, dentro de la exposición, funcione desde esa condición de registro de temporalidades políticas que es inherente al arte de protesta y, a su vez, visibilice los modos en que sus relatos se validan, reproducen y reactivan desde una compleja red de instituciones y agentes que contribuyen a consolidar la ficción de su neutralidad.
Quodlibet (Exposicuba) (2025), de Ernesto Oroza (una obra resultante del diálogo entre el artista y el curador), rebate esta presunta neutralidad al desautorizar «la verdad» del archivo de la Cuba postrevolucionaria. Para ello, desmonta la imagen de país que el régimen exportara al mundo por más de sesenta años y la contrasta con las de dos de los principales artistas políticos contemporáneos: Hamlet Lavastida y Luis Manuel Otero Alcántara. La participación de Cuba en la Expo 67 de Montreal funcionaría para el joven estado cubano «como un vehículo invasor de propaganda». Todos los esfuerzos, durante esos años, estuvieron puestos en función de construir el símbolo Revolución. Su elaboración supuso el secuestro de las diversas territorialidades y significados asociados a lo nacional. Lavastida y Otero vuelven sobre ese proceso de producción de sentidos. Desarman el artefacto simbólico y restituyen la brecha entre país y doctrina. En esa brecha cuelan entonces, a modo de contra-memoria del presente, los mecanismos de control policial que garantizan la perpetuación del símbolo, su escenificación cotidiana. Sobre el telón de fondo del Pabellón cubano en Montreal, encargado de promocionar las bondades del sistema, se proyecta esa República Penitenciaria de Lavastida que, al igual que el óxido, infecta el cuerpo de la nación desde las entrañas. Una República que vigila, criminaliza y castiga.
Antes hablaba de empatía, aunque el término, tras tantísimo manoseo retórico, se haya ido vaciando. Para nosotros, no obstante, cualquier solución sigue pasando por ahí. Porque el lugar de las personas —el lugar de lo humano— es donde la historia ocurre, o donde debería ocurrir. Un símbolo cimentado de espaldas a esa premisa está condenado al fallo. A fallarnos a todos. Por eso, cuando Lilian Dooley interviene la cartelística revolucionaria para hablarnos a los cubanos, para reconectarnos, lo que está ejecutando, en primer lugar, es un acto de empatía. Y lo hace a través de imágenes gestadas en las instituciones del estado. La autoría, el resultado estético, el objeto artístico son cuestiones que quedan en un segundo plano. Lo que cuenta, ha comentado Dooley, es para lo que sirven las piezas que rediseña. Esa es la clave, desde luego, que sus obras denuncien, protesten, resignifiquen, pero que también coloquen a los cubanos dentro de la conversación nacional. Que nos convoquen a mirar a los otros y a pensar el país desde ellos.



Esas son las geografías de la resistencia y, diría yo, las geografías fragmentadas de la Cuba de hoy. Ello tiene que ver con la dispersión de los cubanos, pero, sobre todo, con una idea de futuro que incluya la diversidad. En su introducción a Geographies of Resistance, Steve Pile, volviendo a Michel de Certeau, sostiene que los espacios de dominación están muy bien demarcados y son excluyentes por definición, los de la resistencia, en cambio, resultan discontinuos, intermitentes, opacos. Desterritorializar la nación pasa por litigar esos espacios que el totalitarismo se ha apropiado (los afectos, la esfera pública, la memoria histórica, el relato sobre nosotros mismos) y reinventarlos desde la simultaneidad de los cuerpos/ experiencias que conforman la comunidad. Una nueva cartografía supone reconectar los puntos aislados a partir de lógicas nacionales que poco tienen que ver con la estabilidad del símbolo. Como aquel curso de agua que Neddy Merrill, en «El Nadador», concibiera hilvanando las piscinas de las casas de su vecindario, hay que retejer las hebras que nos vinculan.
Eso, de alguna manera, visibiliza «Nuit éternelle…»: otras geografías al margen del sistema, espacialidades elásticas que el poder no controla. No sabe cómo. No entiende sus modos de articulación, producidos en unas frecuencias que el radar no capta. Hablo de imaginación, de cuidados, de deseos de cambiar las cosas, de relatos desautorizados, de escucha atenta. Hablo de jóvenes de todos los tiempos decididos a abolir las leyes de la vida diurna, el tiempo socialmente normado, y a transformar la noche en una herramienta de emancipación. Poner el cuerpo en el centro, que es, repito, donde la historia ocurre. El cuerpo que disfruta y sufre, se expone y esconde, disiente y es castigado. En ese ajuste de perspectiva, en ese desplazamiento que va de la osificación del significante a la irreductibilidad de los cuerpos se cifra el futuro de una Cuba diversa en la que participemos todos.
Referencias:
- 1- Kathryn Yusoff, “Un gesto del tiempo,” en Un gesto del tiempo, ed. Pablo Duarte (Gris Tormenta, 2024).
- 2- El término, en el contexto cubano, ha sido utilizado con asiduidad por el artista Hamlet Lavastida para definir su trabajo, un tipo de propuesta que cifra sus contestaciones políticas desde el ámbito de las gestualidades estética y simbólica.
- 3- Steve Pile and Michael Keith, eds., Geographies of Resistance (Routledge Taylor & Francis Group, 2009).
- 4- Luis Manuel Otero Alcántara, Los niños nacieron para ser felices, no para morir en derrumbes, 2020.
- 5- Amed Aroche, Nuit éternelle, désobéissance esthétique, exh. cat., (Centre Clark, 2025).
- 6- Saidiya V. Hartman, «Venus in Two Acts,» Small Axe: A Caribbean Journal of Criticism 12, no. 2 (2008): 11, https://muse.jhu.edu/article/241115.
- 7- Oroza, Ernesto, Quodlibet, exh. cat., (Centre Clark, 2025).
8- Lilian Dooley, Derechos Robados, 2021-2025. Lilian Dooley, ¡Libertad para Cuba! ¡Solidaridad!, 2025. - 9- Michael Keith, “Introduction,” en Geographies of Resistance, ed. Steve Pile and Michael Keith (Routledge Taylor & Francis Group, 2009), 15.

Belleza cristalizada. Que hay que poner a buen recaudo de ese páramo paramilitar de la Cuba humanista que se extinguió.