Yasmani Acosta, el rostro de Cuba

    Desde ayer he visto una suerte de desamparo en la mirada de Yasmani Acosta que traduce la relación con mi país. Ganó todos sus combates de modo muy inteligente, siguiendo al pie de la letra una estrategia trazada a la medida de sus limitaciones y posibilidades como luchador ya de 36 años y, según me cuentan mis amigos expertos, escaso combustible, que suele cansarse más o menos pronto. Arrancaba deliberadamente lento, le marcaban pasividad, aguantaba con maestría en defensa, tomaba iniciativa en la segunda mitad, obtenía un punto y pasaba de ronda por la regla del empate y la última anotación. Era un atleta que caminaba con lo mínimo por una cornisa, a punto de resbalar todo el tiempo, casi como si no quisiera llamar la atención y ganar así una medalla gracias a la distracción de los demás.

    No lo estoy menospreciando, por supuesto, es un gran competidor, y escribo estremecido por la orfandad que ha parecido acompañarlo en París. Nunca lo vi eufórico ni desmañado, más bien discretamente retribuido por encontrarse allí. Cuando alcanzó la final, se mantuvo muy sereno. En la transmisión de NBC, por la que sigo las olimpiadas, los relatores gringos leyeron constantemente la historia de Yasmani Acosta desde la narrativa de Netflix. Acosta tuvo que irse de Cuba para evitar el obstáculo infranqueable de Mijaín y convertirse en algo más que el sparring del luchador más grande de todos los tiempos. Esa es solo la versión realista del asunto. Acosta llegó a una final olímpica porque tuvo, durante años, la oportunidad de entrenarse con el luchador más grande de todos los tiempos y aprender de él y ser él también. De hecho, durante su trayecto en la olimpiada, Acosta estuvo recibiendo antes de cada pelea los consejos de Mijaín. No es la historia de dos contrarios, es una historia del desprendimiento del uno en el otro, del desgajamiento de un cuerpo común.

    En la discusión del oro, Mijaín no se enfrentó a un rival, se enfrentó con su propia enseñanza. La final no fue una pelea y no tuvo emoción. Más bien se acordó que Mijaín no humillara a Acosta ni lo venciera por superioridad. Ambos son amigos, compañeros, y hay detrás de todo ello, para mí, un dolor muy enquistado, no hay verdadera alegría, no hay esperanza. Mijaín clausura una grandeza histórica que incluso a él lo excede. Cuando colocó sus zapatillas en el logo olímpico del colchón, no solo patentizaba su retiro. Para mí, firmó la despedida del movimiento deportivo cubano tal como lo conocimos una vez y por el que tantos aficionados, desde nuestra primera edad, nos dejamos la garganta, las lágrimas y accedimos al éxtasis y la devoción. Lo extendió tanto como pudo. No queda nada más que rescoldos y él es una brasa, la más extraordinaria, un último fulgor.

    Veo todo lo que hay alrededor, gente abotargada, un pueblo roto y envilecido diciéndole, así como si nada, «chivato» y «esbirro» a Mijaín, un régimen usurero que siempre lo instrumentalizó, tapando con su grandeza el desastre mayúsculo que acaecía alrededor, un chico, Acosta, que ayer, después de tanto tiempo sin poder volver a la isla, después de escaparse hace nueve años de un hotel en Chile a las dos de la madrugada y deambular por Santiago en ascuas, sin pasaporte ni pertenencias personales porque la Seguridad del Estado de la delegación cubana en los Panamericanos retenía los documentos de cada atleta, pensando que vendrían helicópteros por él y que lo devolverían a La Habana y lo enterrarían para siempre en Agramonte, un pueblito matancero de la zona cubana en la que Lydia Cabrera creía se encontraban los dioses africanos más cerca de los hombres, accesibles y a plena luz, después de todo eso, digo, Acosta supo que nadie en su país, salvo su familia, quería que venciera, que iba a escuchar el himno de su país en un podio olímpico y que ese himno no iba a sonar por él, y sabía, además, que era justo que sonara por otro, que él, de muchas maneras, había sido acarreado hasta allí por el campeón más grande y que el campeón más grande merecía llegar adonde más nadie, de ninguna disciplina, ha llegado nunca en 128 años de juegos olímpicos modernos.

    Cómo, desde aquí desde New York, lejos de Cárdenas, el pueblo matancero de la zona cubana en la que Lydia Cabrera creía se encontraban los dioses africanos más cerca de los hombres, accesibles y a plena luz, no va a representarme Acosta, y cómo no voy a reconocerme en ese círculo de plata o en su extravío. Quien ha visto deportes durante toda su vida desarrolla con el tiempo una suerte de extraña compasión, como si descubriéramos por fin de qué trata la competencia. La victoria es escasísima y en el fondo de ella hay algo tal vez no mezquino, pero sí muy poco elegante. Al entender esto, cada vez que ha ganado alguien que yo quería que ganara, he mirado al inminente perdedor y he querido que ganase él. Es raro, solo lo he querido por ese instante, el instante del fin. He querido que le entreguen algo que ya no va a obtener y ese destello, esa breve constatación de la incompletitud, es lo que yo creo que es la tristeza. En el reverso de la felicitación a Mijaín, que también la extiendo, y también lo canto y lo celebro, hoy Yasmani Acosta es Cuba para mí. Un hombre cuya vida puede acoger la derrota de los demás, y la derrota tuya en particular; es un hombre que uno tiene el deber de padecer.

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    Carlos Manuel Álvarez
    Carlos Manuel Álvarez
    Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.

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