Georgina

    «Es necesario partir de un ateísmo muy profundo para llegar a la idea de Dios».

    Oswald de Andrade

    Georgina fue soñada en París, en el modesto hotel Le Coq, ubicado en la Rue Édouard Manet del Distrito XV. Una lámpara mínima caía del techo de la habitación y su luz hostigaba el retrato adusto de un fraile dominico, cuya imagen severa proponía, sin embargo, quizá por la línea ondulada de sus facciones, cierta serenidad erótica, la insinuación del deseo. También en Lyon fue soñada Georgina, y en Madrid, Buenos Aires, Milano, Bogotá, Miami, Nueva York y otras ciudades menores.

    Ella murió hace justo cinco años y nunca salió de Matanzas. Yo fui al cementerio del pueblo de Colón un mediodía muy caluroso y entregué sus cenizas al amparo de un panteón municipal. Desde entonces no ha dejado de morir, lo que quiere decir que desde entonces no ha dejado de asombrarme que murió.

    Fue un hecho tranquilo, que nadie tendría por qué lamentar, ni siquiera si le profesabas devoción. Esa respuesta al bien absoluto no es algo que parezca ocurrir entre padres e hijos, parejas, amigos, vecinos, líderes y pueblo, siervos y dioses, porque todas son relaciones científicas, que han sido rastreadas y medidas, y como acceden al conocimiento, también lo hacen a la perversión.

    En cambio, el vínculo entre abuelos y nietos mantiene la posibilidad reducida del milagro y lo sobrenatural, entendidos ambos, ahora, como valores éticos. ¿Qué permite el carácter litúrgico de este encuentro? En primera instancia, no solo que carece de funcionalidad, sino que se opone a ella. La abuela le dice algo al nieto que luego el nieto va a olvidar, algo que va a desgastarse, pues el mundo está construido contra ese secreto. El nieto no sabe que adora a la abuela, solo podría enterarse después, por descarte, cuando descubre que algo así no va a sucederle nunca más.

    La abuela ha encontrado en el nieto al destinatario del secreto que recuperó luego de un largo trecho, de ahí el carácter de advenimiento de esa vida después del hijo o la hija. Es el mismo carácter revelador que adquiere para el nieto la conciencia de una vida después del padre o la madre. La sorpresa mutua establece la conspiración, son como territorios descubiertos más allá de los límites establecidos. El límite es la misma persona, el padre-hijo o la madre-hija, que es el adulto y es el poder. ¿A quién más, si no a aquel que apenas ha nacido, puede la abuela revelarle el enigma, puesto que solo ahí, en el nieto, adquiere lo dicho su condición de secreto y su estatus de misterio? En cualquier otro ámbito, ya lo dicho se carga de propósito.

    El padre o la madre no tienen nada que ver con el secreto, porque atraviesan la larga etapa del olvido. Incluso si el padre o la madre faltaran, entregándole a la abuela el cuidado directo del nieto, la abuela no va a convertirse en padre o madre. Su método bordea el perímetro de esa pérdida, no la atraviesa ni se ubica en ella.

    En segunda instancia, el carácter exclusivo del vínculo permite el ejercicio de la veneración. Puede amarse, pero no puede venerarse algo que sea compartido, ya que la veneración es egoísta. Si se reparte, el objeto venerado adquiere, sobre aquellos que lo reverencian, formas tiránicas y gestos punitivos, sea un dios o un patriarca instaurados como ley. La relación entre la abuela y el nieto es también religiosa, pero profundamente pagana. Va a mitificarse a medida que adquiera singularidad. El nieto crece y sacraliza el vínculo, algo que ya no habita, sino que contempla, y adonde de vez en cuando peregrina, mientras la abuela viva.

    La abuela no habla, más bien ejecuta, porque todo lo que habla tiene un signo anónimo e intraducible. Lo que se recuerda de la abuela no es el consejo, un ampuloso ejercicio profesoral que asociamos más al abuelo o, en general, a la figura del hombre sabio. La abuela demuestra. Cura un mal, diluye un insomnio, pulveriza un miedo, y no cede a la pedagogía. Esa cualidad facilita el acto de la adoración.

    En última instancia, todo esto no es más que un fogonazo. Aquello que parecía la totalidad del mundo, se reduce drásticamente. La abuela es una costumbre para el resto, pero en el nieto dura muy poco. Habría que sumar que esta unión específica solo puede conseguirse en un lapso todavía más reducido, durante los primeros años del nieto, en una zona susceptible de desvíos. Si el vínculo es posterior, disipa el carácter mágico, porque ignora el propósito diferido, el misterio, la veneración y la brevedad del rito.

    Sueño de modo permanente con mi abuela, y suelo despertar entre sollozos que a menudo debo convertir en un llanto más dramático sencillamente para aliviar un nudo físico. Los sueños han abandonado cualquier imagen, nada que luego pueda referenciarse, y se han convertido en un episodio de puras formas, como una belleza posicional, algo que rebasa completamente mis limitaciones expresivas, pero no el rango de las emociones.

    Me he preguntado qué lloro y he leído a mi abuela como una pérdida que esconde o representa también otras: la primera juventud y el país. Pero eso no es verdad. Lloro estrictamente su extinción. El exilio del territorio me interesa menos que el exilio de un tiempo, que iba a llegar en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia, y el ímpetu de la primera juventud es también lo que mata, empuja desde atrás como el gas sacudido que dispara el corcho o como un fanático iracundo a las puertas del último concierto. Pareciera que los dos, la abuela y el nieto, no pudiesen caber aquí.

    No obstante, hay un conocido movimiento de regreso (que no me molestaría merecer alguna vez en alguien) en esa preminencia feroz, en esas apariciones. Rilke canta en el segundo soneto a Orfeo: «Y ella durmió en mí. Y todo era su sueño». Pero el asunto es que su recuerdo está a salvo solo parcialmente. La melancolía no es el resultado de la nostalgia, es decir, no viene de rememorar algo en tono sepia, ni de que la muerte haya interrumpido aquellas cosas que sucedían entre ella y yo. La melancolía viene de lo que no es posible retener, porque no se trata de mis recuerdos, sino de los suyos, entre los cuales yo soy solo una fracción.

    La vida con mi abuela puede todavía recrearse, pero quizá no tanto lo que ella me contaba de sí misma. El llanto se explica porque lo que el nieto quiere, y no puede, es salvar a su abuela no solo para él, sino para todo lo demás, no solo como abuela, sino como todo lo que fue.

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    Carlos Manuel Álvarez
    Carlos Manuel Álvarez
    Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.
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    4 COMENTARIOS

    1. La abuela y el nieto, esa unión como segundo cordón umbilical. Tu abuela y tu seguramente era eso. El homenaje es una manera de llevarla contigo y dentro de ti para siempre, como un imperdible.

    2. El llanto se explica porque lo que el nieto quiere, y no puede, es salvar a su abuela no solo para él, sino para todo lo demás, no solo como abuela, sino como todo lo que fue.

      Muy bien dicho.

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