«La ruina no es el fin de las cosas, sino su modo de durar».
Maurice Blanchot.
En 1959, el castrismo se autoproclamó inicio absoluto, «año cero» de la historia nacional. En su imaginario, la Revolución parecía ser la luz histórica que disipaba las tinieblas de la colonia y el capitalismo. Más de seis décadas después, aquella promesa de claridad se ha transfigurado en oscuridad y desecho. Hoy en día la vida cotidiana en Cuba se organiza sobre una pléyade de carencias: electricidad, agua, alimentos, higiene, transporte, vivienda, salud. El entramado de faltas constituye el símbolo de un proceso de decadencia irreversible, que llamo ruinificación.
La temporalidad ruinosa se vive como falta reiterada. El apagón no es solo asunto técnico: revela la vulnerabilidad del sistema y la fragilidad de los cuerpos. La escasez de agua no es únicamente un problema hidráulico: es también sed histórica, erosión de la confianza en la vida futura. La basura no es mero desecho: es símbolo visible de un sistema incapaz de metabolizar su propio fracaso. Así, las faltas se constituyen en los órganos fenomenológicos de la ruinificación, formas concretas en que la vida en Cuba se experimenta como sobra.
Hablo de una experiencia integral de lo físico, lo psíquico y lo social desmoronándose al unísono. La ruinificación no se limita a la decadencia y el derrumbe de los edificios ni al pavimento roto de las calles. Se trata de una temporalidad encarnada en el espacio en la que cada apagón, cada derrumbe, cada solar convertido en basurero recuerda que el futuro nunca llegó y que el presente no logra transcurrir. La ciudad se cae en pedazos, devolviendo al sujeto al trauma de 1959.

La ruina es el modo de aparecer del tiempo mismo.
En esta lógica, la ruinificación coincide con lo que el historiador Achille Mbembe ha llamado necropolítica, un poder administrando la vida desde la precariedad, condenando a poblaciones enteras a un «morir lento», sobreviviendo a la intemperie.
He argumentado que las formas contemporáneas de subyugación de la vida al poder de la muerte (necropolítica) reconfiguran profundamente las relaciones entre resistencia, sacrificio y terror. Además, he propuesto la noción de necropolítica para explicar las diversas maneras en que, en nuestro mundo contemporáneo, se despliegan armas en aras de la máxima destrucción de personas (…) formas nuevas y únicas de existencia social en las que vastas poblaciones se ven sometidas a condiciones de vida que les confieren la condición de muertos vivientes.
Mbembe analiza específicamente los estados poscoloniales de África, donde la soberanía se transforma en economía de muerte y despojo. La necropolítica no se limita al acto de matar, sino a decidir quién puede o no vivir, a quién se abandona a morir; quién es reconocido como humano o reducido a escombros.
Mbembe define el tiempo poscolonial como una temporalidad suspendida entre «repetición y parodia», es decir, la trampa del presente inacabado, donde el pasado colonial se repite bajo nuevas máscaras.
Es precisamente el retrato del presentismo cubano, cerrado sobre sí mismo. En el contexto cubano no existe una necropolítica en sentido literal. Sin embargo, el castrismo díazcanelista suspende la vida humana en un estado de miseria prolongada —existencia consumida a nivel mínimo.
Ilustremos la «repetición/parodia» en dos etapas: 1964 y 2025. En la primera, Ernesto Guevara pronuncia un discurso de entrega de certificados del trabajo comunista, donde defiende el trabajo voluntario (en medio del clímax de fervor revolucionario, a cinco años del triunfo).
Hoy en nuestra Cuba, el trabajo adquiere una significación nueva. Se hace con una alegría nueva. Los podríamos invitar a los campos de caña para que vieran a nuestras mujeres cortar una caña con amor y con gracia… la fuerza común de nuestros trabajadores cortando la caña con amor. No es el trabajo lo que esclaviza al hombre… el hombre que trabaja con esta nueva actitud se está perfeccionando… el trabajo voluntario es fundamentalmente el factor que desarrolla la conciencia de los trabajadores más que ningún otro.
El trabajo voluntario guevarista define al Hombre Nuevo. En el primero se conjugaban redención colectiva y pedagogía moral, imprescindibles para el segundo. «Cortar caña con amor» —ahora metáfora vacía— significaba vencer la alienación desde la participación afectiva en la producción.
Comparemos lo anterior con la intervención de Miguel Díaz-Canel en la reciente «Jornada de higienización», en los campos aledaños al Palacio de la Revolución (2025), repetición vacía de aquella —y distingamos estilos—, sesenta y un años después.
Hay una gran parte de la gente que se ha movilizado y hay gente que no ha acudido. Y creen que otros son los que le tienen que resolver el problema. Porque no tiene sentido; hay una convocatoria del país. La gente se ha sumado; la gente ha actuado con un sentido de responsabilidad, sobre todo por la insatisfacción que tenían por lo que estábamos viviendo. Nos estábamos acostumbrando a contemplar cosas que se pueden resolver. En medio de la situación más compleja… lo que hay que hacer es combatir todos los días.
Historia repetida —y caricatura disminuida.

Tipos de ruinificación
Hablar de la ruina castrista-díazcanelista no es describir un fenómeno arquitectónico específico ni una calamidad urbana. La ciudad, en deterioro persistente, se convierte en documento inscrito en la historia del fracaso. Muros descascarados, aceras hundidas, techos porosos y apuntalados son la forma visible de un tiempo agotado en sí mismo. Más bien una forma del tiempo. Es el modo cotidiano de la existencia subrogando el porvenir.
En la ruinificación, lo físico, lo psíquico y lo social se desmoronan al unísono, como si compartieran un mismo pulso detenido. El país se interrumpe. Cada fachada derruida, cada río de aguas albañales, cada basurero que crece en silencio representa la fractura del tiempo histórico. Una decadencia suspendida en el aire.
* La ruinificación estética revela un modo de aparecer del tiempo, dando al traste con la promesa de prosperidad revolucionaria.
* La ruinificación física se muestra en la materia que se deshace, dejando al descubierto el hueco temporal que la sostiene (piénsese en los derrumbes).
* La ruinificación psicológica proyecta el entorno como amenaza constante, transformando la vida cotidiana en una experiencia de impotencia (piénsese en las protestas espontáneas).
* La ruinificación social configura una comunidad articulada no por la abundancia de los privilegiados, sino por la convivencia compartida de la miseria.
De este proceso emerge un régimen de carencia, ultraje y fatiga.

La espera incorporada
En Fenomenología de la conciencia interna del tiempo, Edmund Husserl distingue tres dimensiones fundamentales de la vivencia temporal: 1. Retención: la huella inmediata del pasado que aún permanece en la conciencia (la nota que acaba de escucharse en una melodía aún resonando en la memoria). 2. Protención: la expectativa de lo que viene inmediatamente después: apertura hacia el futuro. 3. La impresión originaria husserliana es el momento actual. Estas tres dimensiones determinan una corriente continua: cada vivencia se da en la urdimbre de lo que acaba de pasar, lo que ocurre ahora, lo que viene.
El sentido de planificación humana depende de la protención:
Todo proceso constitutivo primordial está animado por protenciones que constituyen e interceptan lo que viene, como tal, para llevarlo a su cumplimiento. El proceso rememorativo no solo renueva estas potencias para la memoria… sino que también las intercepta. Se cumplen y somos conscientes de ellas en el recuerdo. (pág. 61).
Enciendo el interruptor y hay luz; abro la llave y sale agua; guardo comida y el frío la preserva. Llega el apagón y suspende ese giro anticipatorio: no hay luz, no hay agua. Cada noche sin electricidad no es un simple episodio; es un evento límite que desarma la expectativa que dará sentido al siguiente día. Cocinar supone prever rutina y tiempos. En este sentido, la protención es el hilo invisible de nuestras acciones en el mundo. Cuando repetimos esa eventualidad de retención sin protención, el tiempo se atasca. No hay cumplimiento de planes que valgan.
El arco intencional
La conciencia es el proceso activo y corporal que configura nuestra existencia en el mundo. En Fenomenología de la percepción (1945), Merleau-Ponty detalla esta dinámica unitaria conectando pasado, presente y futuro.
La vida de la consciencia —vida cognoscente, vida del deseo o vida perceptiva— viene sustentada por un arco intencional que proyecta alrededor nuestro pasado, nuestro futuro, nuestro medio contextual humano, nuestra situación física, nuestra situación ideológica, nuestra situación moral… Este arco intencional es lo que forma la unidad de los sentidos, la inteligencia, la sensibilidad y la motricidad. (pág. 51)
En fenomenología, la conciencia configura el mundo a través del cuerpo, dándole espesor a la existencia. Si la causalidad cotidiana se interrumpe, el sentido de la vida diaria cojea.
El binomio mente/cuerpo está calibrado a base de ritmos y utensilios: cocina, ducha, refrigerador, ascensor, forman —por así decirlo— un esquema corporal ampliado. Si falla, lo familiar se hace extraño, hasta siniestro. La casa se vuelve esfera de amenaza (filtraciones, oscuridad, sofoque), la calle una trampa (balcones frágiles, huecos en el pavimento, escombros). Buscar comida, cocinar, leer, bañarse, descansar: todo fatiga.
Lo útil tiene un propósito específico en el acontecer. Se encuentra, por así decirlo, a la mano. Funciona automática e invisiblemente —el tendido eléctrico, el suministro de agua, la firmeza del balcón, la recogida de basura. Cuando la norma a la mano falla, percibimos que lo normal se ha roto: cables sueltos, goteras, motor del agua quemado, contenedores rebosados.

Alienación y desincronización
Imaginemos a Ana Luisa (divorciada, madre de dos hijos, residente de Guanabacoa) sentada en la escalerilla, esperando que el agua suba al tanque. El reloj marca las seis de la tarde, hora en que debería empezar a cocinar. El bombeo se detuvo a causa de un apagón y los tanques están vacíos. No puede jalar la cadena, lavar el arroz ni hervir los frijoles. El tiempo suspendido, y los hijos tienen hambre. Cuando llega el agua a las diez de la noche, el día se reajusta obligatoriamente: la espera que mortifica, se cocina fuera de hora, los niños se acuestan tarde y sin bañarse, el ritmo vital se altera. Y eso se repite a diario. Ana Luisa comenta en Facebook que ahora espera el «alumbrón» entre apagones prolongados. El giro semántico ilustra el colapso protencional. Antes, la expectativa era que la interrupción fuese excepción; ahora la oscuridad reina y el milagro es el chispazo eléctrico.
En el libro Aceleración y alienación (2016), el sociólogo alemán Hartmut Rosa describe esa fractura en el ciclo vivencial como desincronización. Ocurre cuando la vida no logra acompasarse a los ritmos desfasados del tiempo acelerado de la tardomodernidad.
Cuando dos procesos se entrelazan, es decir, cuando se encuentran sincronizados, la aceleración de uno de ellos somete al otro a una presión de tiempo: a menos que también se aceleren, será percibido como una ruptura o un obstáculo molesto. (pág. 113)
La desincronización que formula Rosa rompe las relaciones temporales que estructuran la experiencia entre sujeto e instituciones, ritmo biológico y social. Se trata de «cómo» estamos dentro del tiempo. Veámoslo de cerca:
El tiempo y el vínculo de sentido
Sincronía, de acuerdo con Rosa, es lo que permite que el mundo «coincida» con nosotros. Estar sincronizado significa que los ritmos del entorno —trabajo, comunicación, afectos— resuenan con el compás interno de la existencia. Cuando esa resonancia se pierde, sobreviene un desacople en el flujo temporal. El sujeto vive más rápido —o más lento— que su entorno, o bien siente que el mundo ya no responde al mismo tempo que su conciencia.
El espacio no basta sin ritmo
El espacio puede organizarse, habitarse, incluso apropiarse, pero sin temporalidad compartida no hay experiencia común. Dos personas pueden coexistir, pero si no comparten un ritmo —si uno habita el vértigo de la aceleración y el otro la lentitud del agotamiento— están temporalmente separadas. La desincronización es una forma de distanciamiento sin desplazamiento: se da aquí en otro ahora.
La modernidad como aceleración
Rosa muestra que la modernidad transforma el tiempo en una magnitud de rendimiento: producir más, más rápido, en menos tiempo. Esto genera una pérdida de resonancia: el sujeto ya no se adapta al mundo; el mundo sale fuera de su alcance. De ahí que la alienación moderna sea menos una cuestión de «lugar» que de «ritmo». No se está fuera del mundo; peor aún: el mundo no nos espera.
La alienación
La teoría sobre la alienación de Rosa parte de una premisa tardomoderna. El sujeto contemporáneo pierde la capacidad de resonancia con el mundo debido a la aceleración social y la instrumentalización de las relaciones. La alienación es una experiencia de silencio ontológico. El mundo ya no responde.
En el caso cubano, el diagnóstico —pensado desde las sociedades de alta movilidad y consumo— no aplica. El sujeto alienado de Rosa está atrapado en la aceleración de los sistemas: trabajo, comunicación, consumo, tecnología. En Cuba, el problema no es el exceso de ritmo, sino el tiempo congelado. Allí donde Rosa diagnostica velocidad y exceso de estímulo, en La Habana cunden la inercia y la repetición de fracasos en desincronización del ritmo vital; es decir, faltan transporte, abastecimiento, reparación y esperanza.
Raúl el enfermero
A continuación, un ejemplo constatable. Raúl es enfermero en un policlínico del Cerro en La Habana. Su turno empieza a las 7 a.m. y hoy le corresponde atender a los pacientes hepáticos. Sale de su casa a las 5:30 a.m.; calcula tomar la guagua en la Calzada de Infanta (los autobuses pasan con intervalos de más de una hora debido a otras causas). A las 6:30 a.m., Raúl sigue en la parada, rodeado por decenas de personas. ¡Ni avanzar ni retroceder! Ahí se produce la fractura. El tiempo puntual de Raúl queda desacoplado del tiempo circundante—la guagua puede que no pase esta mañana. Mientras el reloj biológico de sus pacientes marca la necesidad de un tratamiento a la hora precisa, el «reloj del transporte urbano» se detiene. No pasa guagua ni nada. Cuando Raúl por fin logra abordar un camión adaptado, ya es tarde. Llega con hora y media de retraso. Los pacientes alterados, el protocolo descompuesto, la ansiedad multiplicándose.
La alienación tardomoderna capitalista estipulada por Rosa presupone un mundo que aún responde: un sistema de comunicaciones, energía y servicios que todavía «hacen mundo», aunque a ritmo vertiginoso. Sin la posibilidad de interlocución entre el ser y su entorno, Cuba ha quedado sin llamada ni respuesta.
Presentismo y cronopatía
En Regímenes de historicidad (2003), François Hartog define la estructura temporal tardomoderna como presentismo.
La estructura temporal de la época moderna se caracteriza por una asimetría entre la experiencia y la expectativa, producida por la idea de progreso y la apertura del tiempo hacia el futuro. La historia de la modernidad podría resumirse así: A menor experiencia, mayor expectativa. La producción del tiempo histórico parece suspendida. Presentismo es el nombre que he dado a este momento y a la experiencia actual del tiempo.
El tiempo presentista instaura una apariencia demencial donde el pasado resulta mero recurso (héroes de la patria y efemérides) y el futuro deviene promesa oficialista (próximo quinquenio, metas a cumplir); ambos subordinados a la preservación del ahora.
¿El resultado? Una temporalidad circular estéril.
Hartog diagnostica la mutación del régimen temporal moderno. El futuro —motor de la modernidad y horizonte de progreso— se ha derrumbado. A golpe de progreso construimos una temporalidad retroalimentada de sí misma con pastiches efímeros de pasado y futuro.
En el caso cubano, la pérdida de horizonte, lejos de producir un presentismo consumista, se atrincheró en la miseria. Castro predicaba la pobreza revolucionaria:
¿Acaso aquellos señores ricachones y corrompidos, repletos de dinero, politiqueros sucios, mentirosos inveterados, saqueadores del pueblo, corruptores de conciencias, vendepatrias al servicio de los extranjeros, representaban mejor al hombre del pueblo, al campesino y al trabajador?
El pasado (la Revolución que fue) vació sus mitos. El futuro —el fin de la explotación del hombre por el hombre— nunca llegó. El castrismo díazcanelista pervive en una cronopatía. Discursos, actos de masa, mesas redondas, consignas callejeras, metas laborales. En fin, un sistema de estrés en autodetención.
¿Qué importancia tiene el tiempo?
El análisis del tiempo es esencial para comprender la ruinificación porque el deterioro cubano es material y temporal. La ruina no destruye el espacio, sino la posibilidad de habitar un tiempo compartido y orientado. El castrismo díazcanelista ha transformado el tiempo en instrumento de gobierno.
La ruinificación es la experiencia de un tiempo agotado que se convierte en forma de vida.
El deterioro material hace visible el paso del tiempo: el muro agrietado, el metal oxidado o el derrumbe no representa el tiempo; es tiempo en estado material.
La ruina del tiempo antecede y condiciona la ruina del cuerpo y de la ciudad.
El individuo ruinificado vive en un tiempo que no progresa ni se renueva. Esta experiencia temporal define su forma de ser: espera sin expectativa, recuerda sin historia, habita sin proyecto. El castrismo díazcanelista no gobierna ya por ideología, sino por administración del tiempo: la espera, la postergación, el «casi ya».
A continuación, presento tres tiempos de la ruinificación: primero, en la forma; segundo, en la carne; tercero, en lo social.
El tiempo bucle
Cuando el presente se repite sin novedad ni acontecimiento, tenemos el tiempo bucle. El tiempo por definición es cambio—no pudiera repetirse. El tiempo bucle arruina las cosas sin transformarlas. En Cuba cada carencia reactualiza la normalidad del fracaso.
Tiempo encarnado
La ruinificación crece dentro del cuerpo. Las faltas de horizonte, sentido histórico, saneamiento y salud mental se incrementan e interiorizan. Cuerpo transformado en una especie de reloj del deterioro. Desgaste y astenia temporal-material atraviesan la carne.
Destiempo compartido
La ruinificación genera un destiempo de fatiga compartida. La familia, los vecinos del edificio y el barrio no pueden compartir un tiempo común en medio del agobio. Sin sincronía no hay comunidad. La vida se deshace en ritmos aislados, cada cual atrapado en su esfera, incapaz de resonar en los demás. Gente desinflada que no coincide en el cansancio.

La ruinificación de Yaciel
Yaciel es un joven miembro de la juventud comunista; vive con sus padres en un solar en Revillagigedo y Esperanza. El edificio apuntalado está dividido en cuartos exiguos, corroídos por la humedad. En el primer piso, frente al balcón de Yaciel, se levanta un basurero: sobras de comida, muebles desfondados, colchones húmedos y cualquier cantidad de mierda. Al caer la noche, perros, ratas e insectos hurgan en el desecho. Olas de cucarachas se dispersan cuando un vecino lanza un cubo de agua jabonosa. Cunden las moscas. El aire está impregnado de un olor agridulce que penetra el sueño.
En un principio, Yaciel caminaba frente al chiquero sin detenerse. Los primeros meses el basurero iba y venía. Ahora cubre la calle entera. Yaciel se hizo el propósito de ignorarlo, sufrible e infalible. Hoy, al regreso del trabajo, tropieza con la bazofia en la misma entrada. Materia rancia y cartones mojados. Intenta apartarlos con el pie, pero se detiene. Siente la necesidad rara de reparar en la basura. Y por un instante la distancia se diluye. El basurero ya no es una cosa meramente ahí. Algo parece dilatarse desde lo insondable de la podredumbre. Intuye que es parte de esos residuos. La basura es el espejo del tiempo ruinoso que habita.
Yaciel no puede desprenderse de esa entelequia. Al hablar con sus compañeros, siente el tufo en ciertos gestos y frases remachadas. Su convicción política —antes firme e instintiva— se ha fracturado. La pudrición es un vector de su conciencia. Este hallazgo existencial le ofrece lucidez y zozobra. Ahora las noches de apagón lo encuentran asomado diáfanamente a la ventana, reparando en el resplandor de un fósforo que alguien enciende junto a los desechos. En la mezcla de sombra y hedor, Yaciel siente un asco de sí mismo que no puede formular con palabras.
El joven revolucionario no renuncia a sus responsabilidades y emprende sus rutinas, pero su conciencia lo mortifica. Se sabe ruina. Es el momento frente al basurero a la puerta —epifanía del desecho—, marcando el tránsito silencioso del creyente al testigo, del militante al huérfano del presente.

Así es… Resulta patético observar a conocidos, de cualquier edad aunque sobre todo los viejos, que aún palpando las ruinas cotidianas dentro del caldero castro-comunista, se siguen llamando «revolucionarios». Lo patético es grotesco, o mejor, como bien califica Triff: ruinoso
«Resulta patético observar a conocidos, de cualquier edad aunque sobre todo los viejos, que aún palpando las ruinas cotidianas dentro del caldero castro-comunista, se siguen llamando «revolucionarios»»
En efecto, JPS: lo ruinoso es patético (de «pathos»), dejarse afectar; pasividad ante el desgaste: imposibilidad de conservar la integridad frente al tiempo.
Gracias por leer.