En su primera consulta a una espiritista, Maribel recibió una noticia tan gratificante como desgarradora: viaje y dinero; soledad y dolor. Las dos primeras serían para un ser querido; las otras, daños colaterales a pagar por el intento ajeno de superar las vicisitudes cotidianas. A sus 68 años, esta mujer enferma se entendía incapaz de lidiar con una nueva partida. Toda la vida se ha visto obligada a hacerlo. Fue su madre la primera en dejarla. Ni siquiera pudo tenerla en sus brazos, pues falleció debido a complicaciones del parto. Años después perdería a su padre, por lo que sería cuidada por la familia materna hasta la mayoría de edad.
En 1976, mientras estudiaba Historia en la Universidad de La Habana, Maribel conoció a quien se convertiría en su esposo, Adonis, un ex marino mercante 20 años mayor, que había sido expulsado, por pegarle a un superior, en medio de una de sus recurrentes borracheras. Desde entonces, se ganaba la vida trabajando, en la descarga de contenedores, en el Puerto de La Habana. Un hombre alto. Flaco, de musculatura definida. Negro de ojos verdes.
Trascurridos unos meses desde el primer encuentro, Maribel se veía obligada a interrumpir los estudios tras quedar embarazada. Dos años después nacería su segundo hijo. Mientras tanto, la salud de Adonis se debilitaba. En 1982, una cirrosis hepática causada por el alcoholismo, la dejaba a cargo de dos criaturas pequeñas. Recaería únicamente sobre ella la crianza. Sin ayuda alguna. Dedicación a tiempo completo que la privó, según comenta, de rehacer su vida con una nueva pareja. Carencias afectivas que serían compensadas por la familia.
A comienzos de este siglo nació el primero de los nietos: Dylan. Una vez más asumiría el rol de cuidadora. Mientras la madre trabajaba, aquel niño se convertía, según dice, en la alegría que le permitía lidiar con la depresión. De pronto, su enorme y casi deshabitada casa de La Lisa, el único bien heredado del matrimonio junto a una mísera chequera por viudez, volvía a sentirse viva. Luego se encargaría del cuidado parcial de su segunda nieta. Todo parecía volver a encajar en la vida de Maribel.
En 2020, justo antes de la aparición de los primeros casos de COVID-19 en la Isla, Yuniet, la hija mayor de Maribel, tomó la decisión de mudarse a España junto a sus niños. Diez meses después lo haría Antonio, el primero de sus hijos, quien, junto a su pareja, viajaba a Moscú para emprender la ruta a la Unión Europea para reencontrarse así con la familia que lo esperaba en España.
La experiencia ante las despedidas no las volvió pasajeras, incapaz de edulcorar el trauma del abandono. Vendrían meses angustiantes para quien quedaba enferma y desamparada en un país detenido por la pandemia.
«Yo me quiero morir. No le veo sentido a esto. Tantos años dedicados a mis hijos, a mis nietos, y vuelvo a estar sola. Me han dejado. Yo sé que no son culpables. No tenían alternativa. Este país se va a la mierda y no puedo obligarlos a hundirse conmigo. Tienen que pensar en ellos, en sus familias. Total, estoy vieja, me falta poco, pero, coño, esto duele muchísimo. Nunca pensé que mi final sería así», dice y rompe en llanto.
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Ricardo es un hombre tierno. Tanto que, al cruzar palabras, hace olvidar que hace más de 15 años vestía uniforme militar. Nada en él evoca ese cliché del gruñón de charretera. Al retirarse, en 2010, era teniente coronel de una unidad antiaérea de las FAR, a la que accedió desde joven, cuando, en 1999, fue enviado a la Misión Militar cubana en Angola. Apenas quedan huellas de esa etapa. Solo un cuerpo desgastado por el tiempo. Cara arrugada. Ojeras fruto del desgaste de la vigilia. Y una mirada cansada. Expresiva. A ratos triste.
Carga, a sus sesenta años, con un tipo de soledad compartida: la obligación de lidiar, durante lo que le quede de vida, con la ausencia ajena. Vive con su suegra, viuda desde hace pocos años, y Marlén, su esposa enferma. Un cuerpo, a primera vista sano, que guarda una mente que de a poco se autoconsume, que a diario divaga entre conjeturas provocadas por su alzheimer avanzado.
Tiene apenas cincuenta años. Es joven para padecer una enfermedad propia, por lo general, de gente mayor de 65 años. Sufre, sin saberlo, la crueldad del inicio prematuro de un padecimiento que le ha hecho olvidar hasta los más estrechos vínculos familiares. Extraños todos para un ser presente y, a la vez, ausente de su realidad. Que se desconoce a sí mismo.
Tienen dos hijos. La mayor, fruto del matrimonio anterior de Marlén, fue adoptada desde pequeña por Ricardo. Criada como su hija. Luego llegaría Luis. Ambos construirían un vínculo afectivo sólido con su padre.
En su casa de la periferia de La Habana, las conversaciones sobre la política doméstica son frecuentes. Discusiones intergeneracionales, sobre todo, entre hijo y padre. Un joven rebelde, crítico, consciente como su generación de las causas de la crisis cubana, de sus culpables. Y un viejo guerrero marcado por sus tiempos en el suroeste africano. Un poco terco e incapaz de manifestar su evidente incomodidad con un sistema que, como a todo jubilado, lo ha abandonado a su suerte. Bien jodido, pero, simbólicamente, encadenado al sacrificio. Otro idealista de la promesa de un futuro glorioso. En parte conformista pero siempre dialogante. Sincero. Comprensivo.
Mientras su hija lo convertía en abuelo, Luis valoraba la necesidad de partir de Cuba. Tras unos años se largaría a Uruguay, donde lograría ejercer como ingeniero. Sin embargo, transcurridos unos meses, emprendería junto a su pareja la ruta terrestre por Centroamérica hasta llegar a los Estados Unidos. Tiempo después, se reencontraría con su hermana y sobrina en el sureste de Texas. Mientras tanto, Ricardo, aquel hombre familiar, quedaría al pendiente de una esposa enferma. Con la ayuda económica de ellos, sí, pero solo. Callando el dolor.
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El primer infarto sufrido por Lourdes fue menos traumático de lo que siempre imaginó. Ardor en el pecho. Una leve punzada que, ante cualquier movimiento brusco, acrecentaba su intensidad. Lo más agónico del momento, dice, fue el silencio sepulcral en aquella casa, el vacío de quien ve pasar la vida por delante sin capacidad de reaccionar. Esperando ser asistida. A sabiendas de que, en caso de no recibir ayuda, se convertiría en un cuerpo inerte, en descomposición. Un manjar para gusanos.
Así fue cuando, en 2020, sufrió su primer ataque cardíaco y que, en 2022, se repetiría con mayor gravedad. Siempre ha creído que su muerte vendrá por los problemas del corazón. Una insuficiencia cardíaca diagnosticada desde la juventud, que le ha privado de realizar esfuerzos físicos intensos. Sufre recurrentes anginas, sobre todo tras recibir alguna noticia alarmante o al enfrentarse a experiencias traumáticas.
El segundo infarto se produjo justo el día en que su único hijo, Carlos, volaba hacia Pensilvania, tras años de espera del permiso que le permitió largarse de Cuba. Esa tarde se desplomó sobre el suelo de su casa, historia que puede contar gracias a un grupo de chicos del barrio que, a varios metros de distancia, notaron el cuerpo inmóvil. Tras gritos de alarma, la socorrieron y la llevaron a la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital Calixto García, en el Vedado habanero.
Desde entonces, Lourdes pasa la mayor parte del día junto a una cuidadora contratada por su hijo. Cocina, lava, plancha, sacude el polvo, limpia la casa y está pendiente de su medicación. De lunes a viernes. Algunos fines de semana también. Pocos. Es la única compañía para una mujer resignada, según comenta, a morir sola.
Cuando se acerca la noche, sale al jardín en busca de la línea de cobertura que le permitirá llamar a su hijo y comentarle cómo ha ido su día. Han pasado tres años desde su partida. La salud se deteriora a diario, mientras escucha repetir a su única familia, a miles de kilómetros, que no dude en pedir lo que necesite, aunque nada de lo que puedan darle vaya a llenar el vacío esencial.
Rehenes
Sin medicinas. Sin agua. Sin comida. Sin electricidad. Así es la vida en un país que se aferra a la subsistencia impuesta. El relato oficial del heroísmo que enmascara la decadencia y el fracaso. La caricatura tragicómica de un dogma.
Según el régimen, cerca de tres millones de cubanos —entre nacidos en la isla y sus descendientes— viven en el exilio. Muchos se van para ayudar al que se queda. Al que no tiene forma de escapar, al que la tiene y no puede irse, al que no quiere. Al final, tocará salvarlos. Un compromiso involuntario. Mantener viva a gente atrapada en un país a la deriva.
Lourdes, Ricardo y Maribel no han visto, en persona, a sus nietos. Solo a través de una pantalla. Con el tiempo, cada llamada se ha vuelto más corta. Disimulan, con sonrisas, la soledad. La esconden. Luego cuelgan y asoma el llanto. Son rostros de un país cansado, enfermo, que envejece sin relevo generacional. Que apenas sobrevive por el esfuerzo de los que huyeron. ¿Cuánto puede resistir un cuerpo viejo? Lo que aguante la memoria. Lo demás se ha ido. Y, por ahora, no volverá.
