TODO LO SÓLIDO SE DESVANECE EN EL AIRE, es el título de la instalación. La segunda en orden del programa. (Cabina inflable, máquina de burbujas y playlist de canciones cubanas acerca de la migración y luces LED.) Todos se desvanece en el aire, beibis. ¡Todo menos la ideología!
Mi familia es lo único que me ata al lugar donde nací y la razón por la que vuelvo una y otra vez, aunque al país lo hayan tirado por las alcantarillas.
El primer grupo de migrantes llegó aquí hace cinco años, y había gente de cada rincón del mundo. No se conocían de nada, pero los unía casi todo: haber huido de la guerra, la miseria, el crimen organizado o la persecución política; haber viajado miles de kilómetros hasta la Ciudad de México. Y, sobre todo, los unía un deseo: llegar a Estados Unidos.
A inicios de este mes, José Daniel Ferrer había anunciado públicamente —mediante una carta enviada desde su celda para que fuese transcrita en Facebook— su decisión de partir al exilio, tras décadas de militancia frontal contra el gobierno cubano, «para poner a salvo a [su] esposa e hijos».
Ni recursos suficientes, ni responsabilidad administrativa, ni previsión epidemiológica, ni genuina voluntad política más allá del histriónico voluntarismo de siempre.