El tres de diciembre, cuando faltaban tres días para que Ignacio Giménez comenzara a repartir en más de 400 hoteles de toda Cuba la supuesta cifra de 1.100 dólares a cada ciudadano que se arrimara a las instalaciones turísticas, uno de sus casi 250 mil seguidores de Facebook le preguntó si podía llegarse también al hotel Tulipán, cercano a la Plaza de la Revolución. Jiménez se mostró cansado de dar las mismas explicaciones: “Lo he repetido mil veces: si es un hotel, si está en Cuba y si tengo dicho que TODOS, ¿cuál crees que será la respuesta a la pregunta?” La señora le dijo que solo quería saber, y le confirmó que allí estaría, no solo a recoger el dinero, que obviamente hace falta, sino a llevarse su libro, el otro gran regalo que el español iba a ofrecerle a los cubanos.
«Mi casa grande en La Habana» (con el hotel Riviera de portada) es, según su autor, la reedición de un volumen que escribió hace diez años sobre sus tiempos felices en Cuba y que ahora, en medio de una de las mayores crisis que atraviesa la isla, iba a desempolvar, a regalar de manera gratuita a cada una de las personas que atendieran al llamado. Fueron muchos quienes mostraron interés, por el dinero y por la lectura: «Dios permita que yo pueda alcanzar el libro, pues soy bibliotecaria pública de aquí de Camagüey y después de leerlo lo donaría a la institución como uno de sus tesoros», le dijo una seguidora. «Gracias por todo su apoyo, ahí estaré y quisiera ser uno de los afortunados para obtener su libro, el día 6 será un gran día para la historia del pueblo cubano. Yo estaré en el Hotel Pinar del Río», le dejó saber otro. Alguien más le preguntó: «¿y los que viven en provincia y no tienen hoteles cerca?»
Giménez —un señor mayor, con acento español, que parece una invención de la Inteligencia Artificial, pero no lo es— dice haberse titulado de Derecho en España y en Administración de Empresas por la Universidad de Columbia, en Nueva York. En un mundo de creadores de contenido compitiendo por likes, a Giménez se le ha hecho fácil agenciarse seguidores con una fórmula que ha destapado: su «oposición imaginativa», que busca la creación de «un estado de ilusión masiva» capaz de lanzar a las calles a los millones de cubanos que normalmente no chistan si se les va la luz a mitad de la telenovela.
¿Qué es aquello que podría resonar hoy entre los cubanos? En medio de tanto hartazgo, ¿qué es eso que aún los remueve?
En aras de construir ese estado de ilusión, Giménez ha echado mano de la ficción. A un pueblo con tantas verdades que no lo movilizan, o lo movilizan muy poco —apagones, falta de comida, deterioro del sistema de salud y de la vida en general— el español cree que es la fantasía aquello que va a hacerlos rebelarse. En un mensaje que lleva anunciando desde hace días, no mandó a los cubanos a lanzarse a las calles, consciente de que la próxima Revolución empezará en un hotel y no en la Sierra Maestra. El hotel como el corazón corrupto del Estado. El hotel, un sitio al que los cubanos se les prohibió entrar por años, y una vez abiertas sus puertas a los nacionales, aún sigue siendo un lugar vedado para la mayoría. En la historia del castrismo, siempre han sido el hotel y el resto, ellos y nosotros.
Giménez comunicó a los seguidores que se presentaran con carnet de identidad, que cada familia recibiría 1.100 dólares, pero aquellas que tuvieran cinco hijos, por ejemplo, regresarían a casa con unos 5.500 por los menores de edad.
¿Cómo iba a hacer para entrar tantos dólares a la isla? A través del banco financiero internacional, según dijo. ¿Cómo trasladarían a los hoteles tales sumas? Con la empresa Trasval. ¿Cómo se garantizarían la seguridad de la repartición? Con los agentes del SEPSA y el MININT. ¿Qué institución iba a velar por la organización? El MINTUR. Giménez, que a cada rato cita con orgullo a Fidel Castro, pretendía hacer la Revolución contando con las fuerzas del propio poder. «Estamos en ayudar a las familias cubanas», dijo. Y enfatizó que su acción era social y no política, y que le daba lo mismo ayudar a un militar que al que vende el pan. «La ayuda no resuelve todo pero certifica la voluntad y el poder para iniciar el camino por el que transitaremos tú y yo, todos juntos, hasta convertir la isla en el paraíso que merecemos», comunicó.
Giménez había estado lanzando otras promesas a modo de verdades, con firmeza, sin titubear: dijo que los días 12 y 13 de diciembre se reuniría el Pleno del Comité Central del Partido para hablar de una apertura económica; que se liberarían a todos los presos políticos cubanos; que se restituirían los bienes arrebatados a sus legítimos propietarios en los sesenta; que la admisión de un cambio de parte de Cuba haría que el Congreso de Estados Unidos eliminara el embargo; que se anunciaría el calendario para una transición real en el país. Luego anunció otros planes que mejorarían la vida del cubano: la higienización de la isla; la garantía de suministros en hospitales, policlínicos y farmacias; la reducción de los precios de Internet; la optimización de los recursos para escuelas, universidad y profesorado; el abastecimiento de tiendas y supermercados de productos a precios justos; el aseguramiento de las pensiones dignas; así como un impulso a la industria, el comercio, la pesca, la ganadería y la agricultura; o el mejoramiento de la llegada regular de combustible y, por lo tanto, del transporte.
La fórmula Giménez es clara: el español apela a todo lo que está mal en el país, invierte la realidad y muestra ante sus seguidores cómo sería el lugar de sus sueños. No podría decirse, a esta altura, que les miente, porque nadie tiene puesta en las manos de España su fe en una Cuba libre, ni nadie admitiría que el país será otro de la noche al día, pero hay un evidente pacto entre Giménez y sus lectores a través del deseo, de la esperanza.
En una de sus directas, Giménez lo dijo: «Si quieres, me crees, y si no quieres, no me creas». La gente le creyó, como le creyó cuando les anunció que Raúl Castro estaba hospitalizado, al borde de la muerte. Como le creyó cuando el 4 de junio de 2021, aparentemente, paralizaría a toda Cuba con un plan para tumbar la dictadura, y luego desapareció. Ahora la gente llegó a los hoteles, se vieron imágenes de tumultos en el Hotel Santiago, en Santiago de Cuba, o en el Habana Libre, del Vedado. Algunos se han preguntado hasta dónde el cubano está dispuesto a seguir creyendo todo lo que le digan.
Un señor español, desde la sala de su casa, puso a un país entero en función suya: a los que acudieron a los hoteles; a los cubanos del exilio, que, desde su altura, los tildaron de imbéciles; al MINTUR, que salió a desmentir los hechos, y a los periodistas, que gastamos líneas en analizar por qué la gente fue, por qué confió, cómo se creyó tal cuento. «El fin justifica los medios», dijo luego Giménez. «Miento porque os amo».
Nada indica que la multitud a las afueras del hotel en realidad no se estaba manifestando: la miseria como protesta, la necesidad cayendo por su propio peso a modo subversión. Las imágenes en las instalaciones turísticas no difieren de las que produjo luego la revuelta del lunes en la noche en varios puntos del país. Es la misma la gente que acude al llamado de Giménez y a la calle en la oscuridad del apagón: la gente desesperada, buscando una respuesta, esperando que le resuelvan su problema, mientras sobreviven en el bucle de la miseria.
