Ni recursos suficientes, ni responsabilidad administrativa, ni previsión epidemiológica, ni genuina voluntad política más allá del histriónico voluntarismo de siempre.
Desde entonces ha habitado tres geografías chilenas: Ñiquén, Tirúa y Concepción. Tres climas, tres culturas, tres formas de aprender a «respirar». En Ñiquén, el frío seco le partía la boca. En Tirúa, el viento helado lo abrazaba junto al mar. En Concepción, encontró algo parecido a Santa Clara: bohemia, música, vida.
Así había cantado antes en la Colina Universitaria (y el audio esta vez tampoco era el mejor, según contó luego gente del fondo), pero la clausura figurada y práctica de la función no deja de ser significativa en la Cuba post-11J.
En Cuba vivía del arte, con solvencia y reconocimiento. En Chile, el panorama es otro: galeristas que no responden, coleccionistas que regatean, y un medio que lo ve como competidor más que como creador.
«Cada vez está más normalizado este fenómeno», dice el fotógrafo. «Toda esa gente allá afuera [en redes sociales] con la idea de que aquí, a raíz del apagón, podía pasar algo parecido a lo de Nepal… Pues, en fin, nada más lejos de la realidad».
El fotógrafo Ruber Osoria explora en esta serie, convertida en un fotolibro testimonial, los derroteros de la diáspora cubana en Chile. Primera entrega.
El reparto es música de barrio. Comenzó a crearse en los barrios: Mantilla, San Miguel…, con artistas como Los tres Gatos, Adonis Mc, El Micha y Elvis Manuel.
Al sumársele a su condición de negro la de migrante latino y repartero —una identidad forjada en los márgenes de los márgenes—, Chocolate MC pierde el derecho a la metáfora. El sistema no ve en él a un artista usando la hipérbole del género, sino a una amenaza literal.