La invención del «palestino» cubano y las paradojas de la exclusión

    En Cuba, la palabra «palestino» emergió como una categoría de sospecha. No designaba a alguien nacido en Palestina, sino a un cubano que, al llegar del este de la isla a La Habana, se volvía «otro» en su propia tierra. El término, proveniente del habla popular, surgió en un principio para referirse a los policías de origen oriental en La Habana y luego nombró a cualquiera que viniese de allí, convirtiendo a un compatriota en extranjero, a un conciudadano en intruso.

    Yo lo supe en carne propia. Nací en Las Tunas y, cuando llegué a La Habana para estudiar en la Escuela Nacional de Arte, escuché por primera vez que me llamaban así: «palestino». No era una broma inocente, sino un modo de ubicarme, de recordarme que, ahora que había cruzado la isla, una frontera invisible me separaba de la pertenencia plena. Comprendí el peso de la palabra. «Palestino», más que un apodo, significaba un veredicto.

    Ese gesto —nombrar para excluir— revela algo más profundo que una simple expresión de prejuicio local. Es una operación fundamental de todo poder que necesita sostener jerarquías invisibles. En el acto de llamar a alguien «palestino», La Habana inventó una frontera sin mapas, una línea intangible que dividía la isla en dos territorios simbólicos: los que pertenecen y los que deben marcharse. Ello implicaba además cierta lectura, desde la hegemonía simbólica local, de aquel conflicto en Oriente Medio.

    En más de una ocasión, y en un sentido más amplio, los cubanos nos hemos llamado a nosotros mismos «los judíos del Caribe». Muy probablemente la comparación surge de una mirada enfocada casi exclusivamente en nuestra diáspora, no en el conjunto de la nación, y se basa en parámetros como el relativo éxito económico del exilio y la influencia política de los cubanos en Estados Unidos. Sin embargo, esa imagen distorsionada ignora que la gran mayoría de los exiliados viven las mismas condiciones de esfuerzo, precariedad y adaptación que cualquier inmigrante, y convierte a los cubanos en una especie de «inmigrantes excepcionales». Tal vez por eso existe una tendencia —no absoluta, pero sí marcada— entre la diáspora cubana a alinearse con el poder antes que con las víctimas, una inclinación alimentada por el privilegio del exilio durante la Guerra Fría, que en muchos casos erosionó la capacidad de ponerse en el lugar del otro. El resultado es un espejismo peligroso: creernos «judíos del Caribe», cuando en realidad tenemos más que ver con una población palestina asediada por el hambre y la necesidad.

    Muchos cubanos que han huido de la ideología impuesta por un régimen totalitario parecen, sin darse cuenta, replicar ese mismo esquema mental cuando miran o analizan otros conflictos y otras víctimas. Es una paradoja amarga: quienes sufrieron en carne propia el peso de una doctrina convertida en dogma, ahora ponen la ideología —o la mera aversión al comunismo— por encima de los derechos humanos, apoyando en el pasado a dictaduras como las de Franco o Pinochet simplemente por su carácter anticomunista. Esa misma lógica se repite hoy con la adhesión ciega de ciertos sectores del exilio a figuras y políticas como Donald Trump, incluso ante la persecución de inmigrantes y el desmantelamiento de los principios del derecho internacional.

    Gaza expone ahora, descarnadamente, ese dilema: el conflicto no solo pone a prueba la supervivencia del derecho internacional, sino que desnuda nuestra tendencia a justificar atropellos cuando creemos que benefician a «nuestro bando». Para los cubanos, este espejo es particularmente incómodo, porque el día que caiga el último muro de contención legal en el mundo, también caerá para nosotros, y ya no habrá a qué apelar cuando los derechos de los más vulnerables —incluidos los nuestros— vuelvan a ser moneda de cambio.

    Nombrar, excluir, deshumanizar

    Para reprimir al otro, para negarle derechos, para imponerle la violencia del poder sin que esta erosione la propia conciencia, hay que ir más lejos: hay que deshumanizarlo simbólicamente. Bien sabe cualquier proyecto de dominación que, para sostenerse, necesita despojar al otro de su rostro y de su historia.

    Ahí abrimos el puente hacia la Palestina real. Para Israel, no se trata solo un conflicto territorial: es también una cuestión de percepción. Un poder colonial —porque ese es el papel de Israel en los territorios ocupados— necesita antes que nada redefinir s su víctima. A veces hay que renombrar y a veces hay que abolir todo nombre; la palabra «palestino» carga una afirmación peligrosa: que existe un pueblo, con un nombre, con una cultura, con un pasado y con un derecho innegable sobre esa tierra.

    Por eso el discurso del Estado israelí —y el de sus aliados más fervientes— insiste en diluir lo palestino en lo árabe, un término demasiado amplio, casi amorfo, que transforma a los habitantes de Gaza y Cisjordania en una abstracción sin arraigo. Si son solo «árabes», entonces no hay una Palestina concreta, sino una multitud vaga que podría vivir en cualquier otro desierto del mundo árabe. Nombrar así es arrancar la raíz, es despojar al otro de la narrativa que le da legitimidad, historia, tradición, es una forma de limpieza identitaria previa a cualquier limpieza étnica.

    Mujer palestina tras un ataque aéreo israelí / Foto: AFP/MAHMUD HAMS

    La paradoja de las víctimas y el peso de la historia

    Aquí emerge la paradoja más profunda: los palestinos son víctimas de las grandes víctimas simbólicas y reales de la historia moderna, los judíos. El Holocausto no solo fue la culminación de siglos de persecución, sino también el trauma fundacional de una nueva arquitectura moral para Occidente.

    Los palestinos padecen la desventaja práctica y dialéctica de que su sufrimiento es obra de un Estado que detenta el monopolio simbólico de la víctima histórica 

    De modo muy diferente —pero igualmente paradójico— los cubanos hemos sido víctimas de una ideología, el comunismo, que se suponía venía a salvar a todas las víctimas de la historia. El comunismo no se propagó diciendo que venía a oprimir, sino que venía a salvar a la humanidad. Y eso le entrega a su violencia una capa de cinismo y perversión: no es lo mismo luchar contra una dictadura como la de Pinochet, desnuda en su autoritarismo, que contra un régimen que se autoproclama «redentor» de la especie humana. 

    Esta comparación no es fortuita. Gaza no es solo un territorio sitiado: es el lugar donde se juega el futuro de la legalidad internacional y de los mecanismos que el mundo construyó para defender al desvalido. Y aquí yace la paradoja: fue precisamente a partir del Holocausto —del horror que los judíos padecieron— que el mundo concluyó que necesitaba un orden legal y moral común. Sin embargo, hoy más que nunca, quienes fueron el motor histórico de dicho cambio están erosionando y destruyendo, a través de un Estado colonial y represivo, ese mismo orden internacional que surgió de su tragedia.

    No se trata solo una cuestión histórica. Es un dilema moral de alcance universal. Porque si el Estado judío dinamita los principios nacidos del sufrimiento judío, no solo hiere la memoria de las víctimas del Holocausto, sino que deja sin cimientos a todo el edificio del derecho internacional.

    Los grandes poderes y la complicidad activa

    En un mundo donde los grandes poderes occidentales, encabezados por los Estados Unidos, defienden ciegamente el derecho de Israel a actuar con impunidad, la paradoja se convierte en una herida abierta. Esas naciones no solo miran hacia otro lado, sino que pervierten los instrumentos de justicia internacional: persiguen a la Corte Penal Internacional, ponen en listas negras a jueces con capacidad de jurisdicción global, y hostigan a voces como la de Francesca Albanese, relatora de Derechos Humanos para los Territorios Ocupados, quien ha sido directamente atacada y sancionada por el secretario de Estado de origen cubano Marco Rubio.

    Pero la complicidad va mucho más allá de la diplomacia. Estados Unidos no solo ofrece cobertura política y económica a Israel mientras encubre el genocidio; también suministra las bombas, la artillería y la tecnología militar con que los palestinos están siendo masacrados. Cada misil, cada proyectil que cae sobre Gaza lleva implícita la firma del complejo militar-industrial estadounidense, y convierte al contribuyente norteamericano en partícipe involuntario de esa maquinaria de destrucción.

    Este alineamiento, sostenido tanto por Biden como por Trump, deja ver un consenso peligroso: que el apoyo incondicional a Israel está por encima del derecho internacional, por encima de la noción misma de justicia universal. 

    Y para los cubanos esta realidad tiene una consecuencia directa: si Estados Unidos socava la arquitectura legal que sostiene nuestra condición de perseguidos, nos deja sin el único lenguaje capaz de protegernos del poder.

    Los exiliados cubanos no tenemos ejércitos, no tenemos tratados militares, no tenemos poder geopolítico. Lo que nos queda, como ciudadanos dispersos, como víctimas de un poder que nos arrebató la patria, es el lenguaje del derecho internacional, las convenciones que limitan la fuerza bruta, la promesa de que la justicia no será solo cuestión de los más fuertes. Por eso para los cubanos (en realidad, para todos los pueblos frágiles, y, en este punto, para cualquier ser humano) debería ser intolerable ver cómo la estructura del derecho internacional se bombardea en Gaza. Si el derecho internacional no ampara a los palestinos, también le fallará a los ucranianos o los rohinyás… Y, si bien los crímenes de hoy no han podido evitarse, habremos dejado al mundo del futuro sin un marco coherente para la denuncia colectiva, la condena moral y, con suerte, la acción política. Tampoco, llegado el momento, servirá de nada a los cubanos.

    Una nota de esperanza

    Sin embargo, hay una corriente subterránea que invita a la esperanza. Pienso en Edward Said, el intelectual palestino que enseñó en Columbia University mientras algunos de sus alumnos servían como informantes para espiarlo. Pienso en la ironía luminosa de que, en esas mismas aulas en las que un día vigilaban sus palabras, hoy se haya gestado la mayor ola de oposición estudiantil en Estados Unidos. contra los desmanes del actual gobierno israelí en Gaza.

    Muchos de esos estudiantes son judíos. Muchos han leído a Said, han absorbido sus ideas y hoy marchan por justicia para Palestina. Me hubiera gustado que Said pudiera verlo: cómo, aunque los gobiernos y sus burócratas siguen aferrados al error y defienden ciegamente un Estado colonial y su apartheid, los estudiantes y buena parte del pueblo norteamericano se están poniendo del lado correcto de la historia.

    Una encuesta reciente muestra que más del 70 por ciento de la población estadounidense apoya un alto el fuego y reconoce la injusticia cometida contra los palestinos. Ese giro de la conciencia moral es una grieta en el muro de la impunidad. Y tal vez, solo tal vez, sea la señal de que el futuro no está escrito por completo.

    Protesta de universitarios contra la ocupación israelí en Gaza
    Protesta de universitarios en Estados Unidos contra la ocupación israelí en Gaza / Imagen: AFP

    Gaza como advertencia

    Hay un concepto de Hannah Arendt que resuena aquí: «la banalidad del mal», la idea de que el horror se instala no solo con grandes gestos de barbarie, sino con pequeños actos de consentimiento, con la normalización de lo intolerable. Gaza es hoy el gran laboratorio de esa banalización: cada día que el mundo acepta lo que allí ocurre, se normaliza la excepción, se institucionaliza la impunidad.

    Y los cubanos deberíamos recordarlo. Si permitimos que el derecho internacional se convierta en papel mojado, el día en que nosotros necesitemos protección y justicia no habrá nadie a quien reclamar.

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