¿Cuántas Venezuelas son muchas?

    Testimonios de tres Venezuelas distintas. Uno: Ronald Rivas Casallas, caraqueño de 41 años, documentalista y realizador audiovisual, refugiado por razones humanitarias en la Ciudad de México. Dos: Jefferson (quien pidió que se le cambiara el nombre) de 38 años, integrante de un Colectivo Chavista, vecino de la urbanización 23 de Enero en Caracas. Tres: Jessica Sequera, maestra de jardín de 27 años, habitante de la urbanización Lomas de Propatria en Caracas. 

    Uno

    Yo creo que muchos de los venezolanos que estamos afuera no nos hemos dado el permiso de realmente ilusionarnos con todo este proceso de aparente cambio por las implicaciones emocionales, identitarias y psicológicas que pensamos que podía llegar a tener. Entonces, ha sido algo bastante extraño para mí, porque, como quien dice, [perdí] toda la comunidad que a mí me rodeaba, hasta cierto punto, antes de irme de Venezuela. Yo me fui en 2017. Fue muy difícil, muy contundente y traumático. Yo fui el último que salió del país de toda mi generación, de todo mi círculo social. Fue una especie de atomización. Debo decir que fue una clase social específica la que se atomizó: la clase media, que es a la que yo pertenezco, y fue muy raro porque, por ejemplo, una amiga se fue a Canadá, otra a Chile, otra a Londres, otra a Australia, otra a Italia, otra a España, un par de exparejas están en Europa y otra está en Perú. Entonces era presenciar el desmoronamiento y la ruptura de relaciones porque básicamente había que resolver con lo que se tenía a la mano, y eso que se tenía a la mano podría ser algo que no estaba relacionado con nuestra cotidianidad, con nuestras redes sociales anteriores o con las redes sociales que manteníamos en ese momento. Fue un derrumbe total. En mi caso yo me vine a México, pasando previamente por Bogotá. Salí completamente solo y con una película debajo del brazo (La candidata, 2022) como mi único objetivo de vida. Yo me escondí en mi trabajo, me escondí en esa película e hice de eso una forma de huida. Y de tener un sentido y no colapsar en ese futuro que me había surgido sin yo pedirlo. Creo que al final terminó siendo algo muy asertivo, una forma de reconstruirme a mí mismo sin darme cuenta, y una manera de cortar con todo lo que hasta ese punto me estaba haciendo daño, que era la venezolanidad, esa identidad nacional que cargaba a cuestas. Todo esto puedo enlazarlo con lo que está ocurriendo ahora, el día después de las elecciones de ayer o, mejor dicho, con lo que parece que está ocurriendo, porque ya no se sabe. Es muy complejo porque lo que viene viviendo Venezuela es un proceso de desestabilización y rompimiento de las estructuras y las instituciones, pero esto no es de ahora, viene desde los años ochenta, hasta que llegó Chávez al poder. Y lo que hizo el tipo fue ofrecer una respuesta al síntoma de esa carencia de instituciones y esa falta de las disposiciones fijas que sostienen cualquier Estado o una idea de país. Venezuela mágicamente ha funcionado sin que muchas personas hayan podido entenderlo. Mi abuelo fue juez penal del Tribunal Supremo de Justicia por 35 años, y él era el primero que me decía que no se podía creer en los policías, ni en la ley, porque todo está podrido de arriba abajo. Creo que todo esto es una oportunidad para replantearnos, primero, qué significa ser venezolanos y, segundo, cómo todos hemos contribuido a que este nivel de desconfianza y caos haya sucedido. Yo siento que el resultado de todo lo que ha pasado en los últimos años hasta hoy lo hemos construido entre todos juntos, nadie se salva, y cada uno desde su respectivo lugar en la sociedad, algunos apostando a la corrupción, otros apostando al clientelismo, otros apostando a los negocios, otros apostando a irse del país, otros apostando al silencio y a no relacionarse con nada, todos hemos aportado nuestro granito de arena para que esto sea lo que es hoy. Y retomo lo de la conexión: está surgiendo una oportunidad de reconectarse con la idea y la fantasía de reconstrucción de un país que, según lo veo, está más cerca que nunca sobre todo por lo terrible y lo frontal que ha sido el proceso de estas elecciones. Me parece hermosísimo todo lo que hicieron las personas que pudieron votar. Yo no pude hacerlo, porque no tengo cédula venezolana, pero digamos que sí fui a apoyar con mi presencia y mis aplausos y mis cantos y mi pareja mexicana a la gente que estaba en la embajada haciendo posible la democracia. Está habiendo una movilización interna y, bueno, sé que suena cursi cuando María Corina [Machado] dice que esto es una lucha espiritual, pero sí… lamentablemente se usa esa palabra. Pero yo sí creo en esa palabra o en la lucha diaria que tiene la diáspora venezolana por no perder la fe en que las cosas pueden cambiar. La verdad no sé si eso está relacionado con el espíritu, pero los venezolanos hemos estado mucho tiempo desesperanzados y sin ninguna expectativa de futuro en ese espacio, ese territorio que se llama Venezuela, que cuando se aparece en sueños quizás no es tan luminoso como quisiéramos. Hemos perdido la fe, y eso puede resultar normal, pero lo que no es normal es perder la fe en el venezolano de a pie, el trabajador honesto, aquel que no sabe hacer el mal, en la gente común y corriente, como tú y como yo, mejor dicho. La migración es parte de un síntoma de esa enfermedad que es la desconfianza y que también puede llamarse desesperanza: la pérdida de la fe, coño. Uno migra cuando siente que no hay esperanzas en ese lugar donde está y que las personas que lo rodean a uno tampoco ofrecen casa, ni cobijo, ni la posibilidad de amistad. Y esa dificultad de sentir comodidad en tu lugar también te aleja de la posibilidad de sentirte tú mismo, de la idea de individuo, de sentirte libre de alguna manera así sea falsa. Esa fue una de las cosas que a mí me hizo salir de Venezuela: yo sentía que yo no podía ser yo, que yo como individuo no funcionaba en ese sistema porque no podía tomar decisiones desde las más mínimas como, por ejemplo, si hoy quiero salir o no salir: esa decisión tan básica podía estar determinada por algo así como si había o no agua en mi departamento y si me tenía que quedar a recogerla so pena de no tener, a veces por días, para cocinar o asearme. O si, en vez de ir a trabajar, tenía que ir a hacer una fila para comprar comida, y aun así corría el riesgo de regresar con las manos vacías, o si en lugar de ir a visitar a mi abuelo yo tenía que estar disponible para hacer algún trámite a propósito de alguna triquiñuela que nos pedía el régimen para controlarnos más… Y todo esto expresado hasta su nivel más elevado en el sentido de que ni siquiera podía conseguir trabajo porque se me asociaba con el gobierno, porque yo había trabajado con él ocho años y entonces la oposición me veía como que yo era de ellos, y el gobierno, a su vez, me veía como un traidor. Eso fue una lucha que yo libré durante tres años, y ya al cabo de ese tiempo decidí migrar porque empecé, sin darme cuenta, a ser disidente a partir del 2013. No es que uno diga: me voy a oponer, sino que en un parpadeo ya estás de esa orilla y no hay vuelta atrás porque el mismo contexto te ha puesto allí. Todo esto lo he entendido con el tiempo. Yo en ese momento no entendía que era disidente, y de hecho lo negaba. No entendía que estaba ingresando en un espacio de discriminación política y humana y que esa condición me dañaba interiormente. En fin, todo esto que pasó es una oportunidad de reconstrucción, incluso la posibilidad de reconstrucción desde afuera como una especie de contribución a salvaguardar esa idea de país que hasta cierto punto no ha dejado de ser ese espacio hermoso y maravilloso de la infancia, que nos dio la oportunidad de ser felices: ese lugar propio que cuando pudo nos permitió expresarnos, ser espontáneos, disfrutar, reírnos, ser dicharacheros, todo eso que es asociado regularmente con la idiosincrasia venezolana y que ahora podemos empezar a rescatar y actualizar desde las convicciones de cada quien. Intento convencerme a mí mismo de todo esto para encontrar paz en este duelo que estamos viviendo, pero que es parte del proceso hacia la resolución de lo que ya no tiene nombre.

    Dos

    Pintan la ciudad porque esa es la forma de publicidad más directa y potente. Además, no hay quien se atreva a borrar o tachar sus mensajes. Antes les tenían miedo, ahora les guardan un tipo de respeto, o más bien reserva, que se parece mucho al desprecio. Su objetivo no es la violencia, pero sí su praxis más cotidiana. 

    La palabra clave, aquella que los junta, es Revolución. En toda Venezuela son conocidos como Colectivos, así, a secas, pero la oposición les tiene apellido: «chavistas». Y también un mote que, de lo grave, no parece tener defensa: «paramilitares».

    Generalmente andan en moto y encapuchados. Llevan armas y, cuando no hay tensión que implique combate o salir a defender al gobierno, pasan el tiempo llevando a cabo misiones comunitarias ideológicas. Son hombres entre los 20 y los 50 años que están dispuestos a lo que sea para salvaguardar el poder revolucionario.

    Jefferson es uno de ellos. Pide ocultar su nombre: «Para no exponerme, ni a mí, ni a mi familia, ni a la causa». Para llegar a él se sortearon cuatro filtros: 1. Una fuente confiable en 23 de Enero (su barrio y uno de los últimos bastiones chavistas de Caracas). 2. Comunicación vía Telegram. 3. Redes sociales de quien escribe, muestras de lo que escribe y medios para los que escribe. Si quien escribe era aprobado: 4. Lista de preguntas y compromiso de no tergiversación.

    «Estamos aquí para defender la memoria y el legado del Comandante Chávez que con tanto esfuerzo y dedicación refundó esta patria», dice Jefferson a modo de entrada. Tiene 38 años y antes de su vida combativa hacía las veces de panadero y domiciliario. Terminó la escuela, pero nunca pensó en la universidad porque «a los pobres nos toca trabajar o si no nadie nos va a poner el pan en la boca». 

    Es delgado, de rostro alargado y cejas pobladas. Su piel cobriza parece natural, pero aclara que está «tostado por el sol». Para conversar se asegura de disponer toda una dramaturgia patriótica detrás suyo: un cuadro de Chávez, otro del beato José Gregorio Hernández y una banderita de Venezuela.

    «Obviamente para la derecha somos terroristas, pero lo que hacemos es trabajar por el pueblo, manteniendo la educación revolucionaria y garantizando las estructuras organizativas de las parroquias».

    Los colectivos son herederos directos de los movimientos subversivos urbanos que, en la década de los sesenta, se formaron para hacer frente al gobierno de Rómulo Betancourt. Cuando Chávez subió a la Presidencia por primera vez, los reorganizó y les encargó la defensa de la Revolución Bolivariana.

    «Tenemos un rol político y desde ahí apoyamos, pero a veces toca salir a luchar y a defender nuestras convicciones con la fuerza. Estamos articulados, a veces coordinados, pero de nuestras acciones no es responsable el gobierno».

    Se les ha señalado como el brazo armado de la Revolución y, por tanto, se les acusa de haber recibido armamento, equipos de comunicación y transporte, capacitación militar y apoyo logístico por parte del gobierno, desde la era Chávez hasta hoy. En su momento cumbre llegaron a tener bajo su control las zonas más deprimidas del oeste de Caracas.

    «Nuestro comandante en jefe es Nicolás Maduro porque así lo dispuso Chávez, pero nosotros estamos al servicio de algo más grande que es la libertad del pueblo venezolano. Claro que somos un grupo de choque y aunque la gran mayoría no tenemos armas propias sí tenemos acceso a ellas cuando las necesitamos, no para agredir o matar, pero sí para amedrentar a los cuadros que amenazan la estabilidad del país». 

    No tienen drama con el término «Colectivo», pero en la formalidad del discurso revolucionario se autodenominan como una organización de índole comunitaria. Hacen fiestas, gestionan eventos culturales y deportivos, lideran campañas educativas y forjan redes de ayuda a los más necesitados. Y, cuando toca, van a la guerra urbana.

    «No quisiéramos ser protagonistas de nada, pero si los fascistas quieren robarnos estas elecciones justas y soberanas, tenemos que salir a defender la democracia y proteger la voluntad del pueblo».

    Según cuenta Jefferson, para preparar las elecciones del pasado 28 de julio hicieron un trabajo minucioso puerta a puerta en los barrios más humildes de la ciudad. Hablaban con la gente sobre la importancia del poder popular, la consciencia de clase y la resistencia. Los programas gubernamentales son tratados como evangelios y la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela es la Biblia.

    «Siempre que me preguntan por nuestra forma de confrontación digo lo mismo: dialogar para preservar, dispersar para prevenir y atacar para cuidar. Me formé en el PSUV [Partido Socialista Unido de Venezuela] por herencia marxista-leninista de mi padre y si me lo preguntas así, sí, soy un militante de la extrema izquierda de mi país». 

    La disciplina, como buena educación castrense, es uno de los factores más trabajados en las filas de estos Colectivos. No es obediencia, dice Jefferson, sino consciencia. Algunos medios han asegurado que parte de la instrucción, en su debido momento, provino de la extinta guerrilla de las FARC [Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia]. 

    «Toda mi capacitación se la debo a compatriotas. Yo no conozco ningún guerrillero de Colombia ni de ningún lugar, pero sí tengo claro que si un día perdemos el poder me convertiré en uno. Por ahora seguimos hombro a hombro con el presidente Maduro hasta 2031».

    No cualquiera entra a alguno de las decenas de Colectivos con nombre propio (Tupamaros, Alexis Vive, Gran Polo Patriótico, La Piedrita, por mencionar algunos de los más importantes) que hay en el país. Primero, hay que ganarse el lugar con tiempo y trayectoria militante. Segundo, demostrar conocimientos y fidelidad absoluta al paradigma chavista-madurista. Tercero: tener aptitud para el sacrificio. 

    «Cuando voy a la lucha me encomiendo a San Gregorio. Que pase lo que tenga que pasar. Mi Dios sabe que mi causa es justa. No siento miedo, pero sí pienso mucho en mis dos hijos. Aunque te digo una cosa: ellos se sienten orgullosos de lo que soy y eso ya significa mucho para mí, porque mi lucha también es por ellos, por su futuro, por su libertad».

    Cuando se le menciona a Jefferson el caso de las protestas antigubernamentales de 2014, cuando diferentes medios independientes afirmaron que los Colectivos fueron directos culpables de varias muertes de manifestantes, se pone serio, guarda silencio y se soba con insistencia la frente.

     «En la lucha cae gente y, como nadie se hace cargo de eso, pues nos tiran todo a nosotros, pero la realidad es que mis oponentes se convierten en enemigos cuando atentan contra mis convicciones. Fíjate que perdieron las elecciones y está bien que hablen y publiquen sus opiniones, pero que bloqueen una calle, que quieran transgredir un edificio, que agredan a alguien no lo podemos permitir. A la violencia no queda otra que aplicarle más violencia”.

    Los colectivos no solo han sido señalados de operar bajo las dinámicas del terrorismo de Estado y de recibir facilidades por parte del gobierno para actuar, sino también de tener nexos con narcotraficantes y secuestrar y extorsionar civiles. Jefferson pide unos minutos para ir por un vaso con agua. Al regresar silencia la videollamada y habla por su teléfono. 

    «Mira, brother, la derecha se inventa todo. Una vez leí un artículo que decía que había nazis entre nosotros. Imagínate, después de eso lo mínimo que nos dicen es criminales. A nosotros nos toca autogestionar muchas cosas; no voy a decir que no recibimos ayudas, pero casi todo lo que hacemos es con las uñas. La seguridad del pueblo venezolano es nuestra prioridad».

    Se les ha visto vestidos de militar y con armas de largo alcance. Incluso hay quienes dicen que muchos Colectivos están conformados por una gran cantidad de policías, tanto activos como retirados. El teléfono de Jefferson suena, se excusa y vuelve a silenciar la llamada. No modula y sus gestos insinúan asentimientos.  

    —Voy de salida, compa. Hay marchas y nos necesitan.

    —¿Crees posible un golpe de Estado?

    —Si pasara estoy para impedirlo.

    —Una última pregunta. ¿Cómo manejan el tema de los derechos humanos dentro de los Colectivos? 

    —Los derechos humanos son los que ejercemos y hacemos respetar con la unión cívico-militar venezolana y los que la contrarrevolución quiere quitarnos.

    —¿Cómo defines la palabra contrarrevolución?

    —No sé, pero luchar contra ella es el principal objetivo de mi trabajo.

    Tres

    Acá la gente ya no cree en ninguna revolución que no sea el cambio total. Antes eran las barriadas populares las que aguantaban y aplaudían y votaban al gobierno. También había muchas personas de otras clases sociales que no querían involucrarse con nada y seguían su vida ignorando la política nacional. Muchos se fueron del país a buscarse oportunidades y la tranquilidad que no encontraron aquí. Pero a todos nos agarró el cansancio, la tristeza y la rabia. No hace falta decir nada sobre lo que sucedió la noche del 28 de julio. Todo el mundo lo vio y nadie, absolutamente nadie más que las personas que estamos habitando esta Venezuela abatida y arrinconada, puede hacer algo. Esto no convoca a ninguna institución o comunidad internacional. Nos convoca a nosotros. Y eso es lo que vamos a hacer, sin violencia: exigir lo que nos corresponde, que es que se respete nuestra voz, nuestra dignidad y nuestro futuro. La dictadura nos trata como a terroristas porque nos tiene miedo y nos tiene miedo porque sabe lo que podemos resistir. Ni el hambre ni la miseria que gestionaron para Venezuela ha podido contra este pueblo, ni tampoco la amenaza constante de un gobierno que quiere exterminar toda intención que se salga de sus parámetros, que hace mucho, óigase bien, hace mucho dejaron de ser participativos. Acá lo que hay es imposición y control, de todo: desde lo que podemos o no podemos comer, lo que podemos o no podemos hacer, y lo que podemos o no podemos pensar, hasta las personas que debemos aplaudir, que tenemos que votar, y ante las que tenemos que agachar la cabeza. La participación política no es obligación de nadie, pero a la resistencia sí se le da forma entre todos. Salir a la calle no es apoyar a Leopoldo [López], Edmundo [González] o a María Corina [Machado], que en última instancia vendrían a ser la otra cara de la misma moneda, que es la del poder que se viene sobre la gente para someterla y aplastarla. Yo, por ejemplo, no fui a votar, y podía. No creo en ninguna cara de la moneda. Pero mi mamá, mis hermanos y mucha familia y amigos sí lo hicieron, y lloraron toda la noche del domingo hasta la madrugada del lunes. Tenían miedo y se sentían fracasados. Le han quitado la ilusión a la gente, y cuando eso pasa el malestar se convierte en naufragio y se va a lo más profundo del silencio. ¿Tú sabes lo que es ver llorar a toda tu familia por algo que no se puede contener? Mucho dolor. Salir a la calle es un compromiso que ya no es ni social, ni político, sino absolutamente humano contra la mentira y la injusticia que nos plantean estos señores que se creen los dueños de Miraflores. Salir a pedir respeto por nuestros derechos no nos hace fascistas, así como mucha de la gente que los apoya a ellos no son criminales, porque ser socialista o chavista, o lo que sean ellos, no los hace ser malos. Es retorcido que nos tachen de antipatriotas por salir con una cacerola, que nos persigan y nos encarcelen por tapar una calle y marchar, y que nos intoxiquen con sus gases y nos disparen con sus balas por reivindicarnos como humanos que sentimos frustración y soñamos con no sentirla más. Maduro lo dijo muy bien, porque sabía… que un baño de sangre y una guerra civil y no sé qué más cosas. La gente creía que eso era payasada, pero la represión que se está desatando es terrible. Ellos no hablan por hablar. Sabían que iban a ganar las elecciones, no por el voto de la gente, sino por el funcionamiento sucio de toda su maquinaria política. Por eso estaban tranquilos y ahora lo que quieren es que nuestras manifestaciones se conviertan en la cortina de humo para dejar el fraude atrás y concentrarse en doblegar al país con la excusa de un golpe de Estado, cuando el golpe de Estado se lo están dando ellos mismos, paradójicamente, con sus acciones ilegales. En lugar de ganarse la confianza de la gente, ellos se están esforzando para que los odiemos. En lugar de dar un paso al costado, hacen hasta lo más inimaginable para desprestigiarse. No deja de sorprendernos el nivel de barbarie del que son capaces. Ya lo están diciendo y con palabras no muy amistosas: salir a apagar lo que se tenga que apagar y como se tenga que apagar. Ya de a poco se les va acabando ese discurso de la paz y se van quitando el disfraz para demostrar lo que verdaderamente son: unos violentos, represores, no dirigentes de un país sino cabecillas de un régimen. Ya van más de 700 detenidos y muertes de bando y bando. Acá está es el pueblo luchando contra él mismo. ¿O es que la Guardia Nacional Bolivariana es gente de la élite? No, es gente normal, que también lucha por llevar el pan a su casa. El pueblo anónimo es el que está en las calles, el que ya después de tanto tiempo no tiene nada que perder, pero sí mucho que ganar. Ellos, [Nicolás] Maduro, [Diosdado] Cabello, [Jorge] Rodríguez, [Elvis] Amoroso, son los únicos responsables del dolor de este país. Afuera nos quedaremos, también, mirándolos a los ojos, hasta que se nos quemen las pestañas o hagan lo que quieran, pero del pueblo no se burlan más.

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