Atardecer en el Malecón con Ernesto Daranas

    La última vez que lo vi con su andar de persona seria, como de antes, fue en el Callao de Madrid. Una casualidad. Yo estaba apoyado en la misma pared del cine que me aguantaba a diario. Acababa de llegar a Madrid y aquella era mi zona de lucha, reuniones y búsqueda. Ernesto Daranas estaba a punto de estrenar Landrián y llevaba varios años viajando y filmando en las montañas del oriente de Cuba.

    Nos abrazamos y una imagen vino a recordarme su entereza cuando censuraron Santa y Andrés, mi segunda película. Yo no sé de pelota, pero Ernesto tiene ese aire de jugador que parece que no y que al final la saca del estadio. En una de las reuniones con los funcionarios políticos del país, lo vi pararse con suavidad y, sin perder la serenidad, enfrentarse directo y mirarlos a los ojos. Sin miedo.

    Sus dos últimas películas me atraparon. Nos une la fe. Pero lamentablemente nunca hemos podido sentarnos a hablar a solas. Siempre hay un ruido alrededor, un problema, algo que hacer. Su próxima película se filma muy cerca de la región en la que vivió durante su primera infancia, casualmente la región en la que Landrián filmó Ociel del Toa

    Nuevamente, el tema de la espiritualidad nacional tiene mucho peso en lo que Daranas intenta hacer: allí, donde comenzó todo, entre poblaciones de descendientes de indocubanos. Sobre Cuba, la fe y el cine nos ponemos a hablar un ratico. Una charla a distancia, pero que ocurre como si estuviéramos en el mismo lugar. 

    CL: Hace muchos años te encontré solito con una cámara digital en la iglesia de la Caridad, rodeado de periodistas que también filmaban la procesión. No había más nadie del mundo del cine. La sensación que tuve es que estabas solo en esa campaña de mostrar la religiosidad del cubano. ¿Crees que el cine cubano ha tratado con alma el mundo de las creencias de la isla? A veces siento que es un tema que se abandona por contar otras cosas que no reflejan tanto el país.

    ED: Es difícil entender un país en el que se sobrevive de milagro, pasando por alto su religiosidad y su fe. Y es cierto que, con sus excepciones, el abordaje a fondo de nuestra espiritualidad es una asignatura pendiente de nuestro cine. Por ignorancia o prejuicio, muchas veces se pasa por alto que este es uno de los temas más polémicos de la sociedad cubana actual, y uno de los que mejor expresa nuestras transformaciones como cultura y como pueblo.       

    Sé que eres un hombre religioso. ¿Qué practicas? 

    La verdad es que, más que las religiones, lo que me ha interesado siempre ha sido la vida espiritual. Desde hace muchos años soy SUBUD, que es una práctica espiritual abierta a cualquier persona, ya sea atea o sea creyente de cualquier religión. En SUBUD encontré un espacio de libertad al que he podido llevar sin conflictos todos esos caminos que he recorrido como cualquier cubano. 

    ¿Qué es la fe para ti?

    La persona que me inició en SUBUD se llamaba Eduardo Basterrechea y le gustaba repetir que la fe es como un velero que a veces atraviesa tempestades, otras veces el viento no la mueve, a veces se pierde en la oscuridad de la noche y a veces la sorprenden amaneceres increíbles que llenan la travesía de sentido. Esa imagen tan simple me ha servido de mucho. También me marcó la manera en la que mis padres respetaron siempre nuestro libre albedrío en estas y otras cosas. Es lo mismo que mi esposa y yo hemos intentado hacer con nuestros hijos.

    Quiero hablar de Landrián y Natalia, dos largos documentales que ponen el foco en dos cubanos rebeldes. Con Natalia tuve la sensación de que antes, los otros, me habían contado una historia de Cuba diferente. Fue como si por primera vez sintiera una gracia divina cubana. Una Cuba con unos valores (ahora mismo no me sale otra palabra), una Cuba «de antes». ¿Te propusiste hablar de esa Cuba en tu película?

    Con Natalia [Bolívar] sostuve una amistad de muchos años y me hacía ilusión mostrar a esa mujer carismática, auténtica y llena de contradicciones que yo conocía. Pocas veces he visto una síntesis tan compleja y completa de «lo cubano». Y no solo de lo que fuimos, sino de lo que somos, porque Natalia vivió siempre muy conectada con lo que estaba sucediendo en este país. Varias veces la escuché decir: «Aquí no derramamos tanta sangre para esto». Estuve mucho tiempo recopilando material para hacerle una película y tuve el privilegio de acompañarla varias veces en su trabajo de campo, en una época en la que los temas que ella abordó eran tabú. Sin embargo, al final no usé nada de eso. En cuanto me puse a filmar algunas de sus sesiones de trabajo con sus hijas Buby y Natasha, quienes escribían su biografía, sentí que presentarla en ese entorno tan distendido y familiar era la mejor manera de hablar de ella, que es lo mismo que hablar de esa Cuba que refieres. 

    Imagen de "Landrián" / Foto de cortesía
    Imagen de «Landrián» / Foto de cortesía

    ¿De dónde le proviene tanta alcurnia a esa señora?   

    Imagínate, el apellido Bolívar la conecta por línea paterna con la estirpe del Libertador, mientras que el Aróstegui materno la remite a la más encumbrada aristocracia cubana. Lo curioso es que sería Isabel Cantero, su nana negra, quien definiría su destino de exploradora entre las raíces de la cultura y la espiritualidad de este país. Pero fue su querido tío Pablo —gánster, gigoló y oveja negra de la familia—quien ejercería una total fascinación sobre ella. Así se forjó esa chica de la alta sociedad. Fumaba tabaco, fue campeona de natación, estudiante de pintura en New York, ducha en el manejo de las armas de fuego, colaboradora de Lidia Cabrera, amante de José Luís López Wangüemert, y terminó siendo parte de la lucha clandestina contra la dictadura de Batista.

    ¿Cómo se portó en el rodaje?

    Natalia era muy jodedora, igual que sus hijas. El rodaje fue como una montaña rusa en la que podías ir de la risa al llanto en cuestión de segundos. No había filtros de ningún tipo y en muy pocos días ya tenía el material necesario para armar la película.

    En el set con Natalia Bolívar / Foto de cortesía
    En el set con Natalia Bolívar / Foto de cortesía

    Sé que dejaste cosas valiosas fuera del corte final…

    Muchas cosas. Algunas no las usé porque debían ser primicias de su biografía y otras porque me alejaban de mi objetivo de mostrar a la Natalia que yo conocía, pero el material recopilado es muy amplio. Natalia es parte de la memoria profunda de Cuba y su archivo personal atesora un legado impresionante.

    ¿Hablabas con ella de religión?

    Creo que hablábamos más de espiritualidad que de religión. De religión como tal hablamos más a fondo en las jornadas de trabajo de campo que compartimos. Recuerdo muy especialmente una visita que hicimos en los 90 a Nicoco Sevilla, un anciano sacerdote de Osain de la Sociedad El Cristo de Palmira. Me impactó mucho el intercambio entre Nicoco y Natalia sobre el Tratado de Osain y la Regla de Osha. Aquella visita fue un gran referente para mí y se convirtió en un tema recurrente de conversación con Natalia durante muchos años. No siempre ritualidad y espiritualidad van de la mano, y aquella visita a Palmira fue una ocasión muy especial para entender cómo se debían y se podían armonizar las dos cosas. 

    Natalia Bolívar / Foto de cortesía
    Natalia Bolívar / Foto de cortesía

    Landrían es una película más triste que Natalia. No tienes al personaje vivo para contarse y además hay un aire de tragedia, de cómo las fuerzas del Estado logran hacerle la vida un yogurt a un cubano. A un artista. En Natalia ella logra poner el bastón en el suelo y decir: «a mí el huracán no me va a tumbar». ¿Cómo fue eso en el caso de Nicolasito?

    Creo que tampoco lo tumbó la tormenta. Su obra está ahí contra viento y marea. Aquello de El Viejo y el Mar de que «un hombre puede ser destruido, pero no vencido», en Landrián se cumple al pie de la letra. Lo más importante del trabajo que hicimos no fue mi película, sino la restauración de diez de sus cortos, incluyendo uno que se creía perdido. Ahora mismo estamos restaurando otros tres documentales suyos a partir de unos telecines que nos ha facilitado el cineasta Manuel Zayas. Eso, sin contar la gran cantidad de material y de fotos inéditas que encontramos. No hace mucho, su viuda Gretel Alfonso ha publicado un nuevo libro sobre él, con mucho material desconocido también. Por lo tanto, la vigencia de Landrián sigue siendo tremenda y eso pudimos constatarlo de una manera muy emotiva durante el estreno mundial del documental en el Festival de Venecia, y luego con el impacto de su obra en los principales eventos de cine restaurado del mundo. Constantemente nos llegan solicitudes de universidades, festivales, cinematecas y centros de estudios interesados en esos materiales. También hemos entregado copia de todo ese trabajo a la Cinemateca de Cuba y a nuestras escuelas de cine. Creo entonces que, como Natalia, Landrián también sigue en pie plantando cara al huracán. 

    Nicolasito también proviene de una familia ilustre…

    Proviene de la aristocracia negra camagüeyana, era sobrino del poeta nacional e hijo del abogado que trabajó en el diferencial azucarero junto a Jesús Menéndez. Su madre era una mujer culta y amante del arte. Por lo tanto, sus raíces se hunden también en esa Cuba de «antes» de la que tú hablas.

    Nicolás Guillén Landrián / Foto de cortesía

    ¿Cómo llegaste a la idea de hacer la película?

    El azar. Un día fui al archivo fílmico del ICAIC a hacer una consulta y me encontré con el desastre que hay allí. Muchísimas películas se están pudriendo en sus estantes y entre ellas estaba la obra de Landrián. Empecé a trabajar en su restauración, pero no me propuse nunca hacer una película. Fue el impasse de la pandemia lo que nos decidió a hacer el documental.

    ¿Cuál fue, a tu entender, el mayor conflicto que tuvo Nicolasito? 

    Había un conflicto de partida que estaba en su propia mente, en su foco esquizofrénico, en su personalidad irreverente y en el hecho de ser un negro culto y dado a la mariguana en un país donde el racismo ha estado siempre vigente. El ICAIC suyo y de Sara [Gómez] no escapaba a ese prejuicio. Luego estaba su talento indomable y la suspicacia de su cine frente a la represión y la censura, que han estado presentes en el arte cubano incluso desde antes de PM. Se ha asociado mucho la represión que Landrián sufrió a lo vanguardista y contestatario de su obra, pero eso fue solo una parte del problema. Hubo otros aspectos de su vida personal que motivaron que el aparato represivo interviniera contra él directamente.

    ¿Y eso por qué? 

    Porque, como simple ciudadano, Landrián desbordaba el molde de lo que se esperaba de un joven cubano de aquellos años. Dentro y fuera del cine, él era un referente inaceptable, la personificación de una tendencia libertina y librepensadora que la joven Revolución se había propuesto arrancar de cuajo. Eran los años de la «dulce vida», del «diversionismo ideológico», de las actitudes «elvispreslianas» y de la UMAP. Ten en cuenta que la obra de Landrián en el ICAIC tiene lugar entre dos paréntesis tremendos: «Palabras a los intelectuales» y el Caso Padilla.   

    ¿Cuáles de esos problemas persisten?

    Los tiempos cambian, pero la política no. No se trata entonces del ICAIC, se trata de un modelo agotado y de una política cultural que desde el primer momento dejó claramente establecido que el límite de nuestra libertad era la propia Revolución y que contra ella el arte y el artista —entiéndase también el ciudadano— no tenían derecho alguno. 

    Por lo tanto, la exclusión y la censura en el cine cubano no solo se deben a cómo se han interpretado aquellas palabras, sino que responden a lo que ellas realmente han querido decir desde el primer momento. Lo que pasa es que eso no evita que la cultura siga siendo el terreno donde se dirimen a tiempo las contradicciones de una sociedad cualquiera. El Decreto 349 fue una muestra. El rechazo que recibió aquel giro de tuerca a la censura abrió una grieta por la que afloró el gran descontento latente no solo en el arte cubano, sino en la sociedad toda, algo que las autoridades culturales no supieron detectar a tiempo. Ellos mismos encendieron la chispa del Movimiento San Isidro y de todo lo que vino luego, pasando por la sentada frente al MINCULT y el 11J. Cada vez está más claro entonces que sostener esa política a estas alturas implica un riesgo creciente también para quienes la ejercen. El ICAIC es solo una pieza de ese engranaje cada vez más obsoleto, frente a todas las posibilidades de creación y difusión que el arte tiene en el presente.

    Háblame de la Asamblea de Cineastas Cubanos.

    La Asamblea es el gesto cívico de un gremio compuesto por gente muy diversa, en ella se prefigura entonces el gran desafío que Cuba tiene por delante, referido a la creación de un consenso. La Asamblea también es la evidencia de qué es lo que pasa cuando un grupo cualquiera de la sociedad decide articularse por sí mismo en defensa de sus derechos. Somos un mal ejemplo y por eso las autoridades no nos reconocen, evidenciando su reticencia a cualquier discusión verdadera cuya agenda no la puedan controlar ellos.

    El cine cubano iba a un ritmo y se centraba en ciertas cosas y de repente apareció Los dioses rotos y luego Conducta, dos acercamientos estéticos contados por alguien que estaba, conocía, nacía y se movía en las mismas calles de sus personajes. Por primera vez no se sentía ningún tipo de fabulación o intrusismo. Había una verdad, de un artista que estaba en el medio, en la semilla, en el meollo de una problemática. ¿Sentías cierta falsedad en las películas cubanas anteriores que trataban de acercase a la realidad de esa Habana?

    La verdad es que nunca me propuse ser cineasta. Yo era un escritor de radionovelas que se desarrollaban todas aquí en la Habana Vieja. Así empecé hace ya más de 40 años. Siempre he disfrutado mucho de ese oficio que aprendí de mi padre y la prueba está en que aún escribo dos espacios radiales, sin importarme la miseria que se paga por eso. Un día llegó la posibilidad de hacer cine y simplemente seguí hablando de ese mundo al que me debo. No recuerdo que en ningún momento me detuviera a pensar en cómo era el cine cubano a la hora de hacer mis películas. Lo que sí ha sido siempre un referente creativo muy importante para mí es la música cubana.

    Imagen de la filmación de 'Conducta' (2014) / Imagen: Cortesía de Ernesto Daranas
    Imagen de la filmación de ‘Conducta’ (2014) / Imagen: Cortesía de Ernesto Daranas

    Bueno, recuerdo que cuando visionaste el primer corte de Vicenta B nos recomendaste una canción para los créditos…

    Los tres Juanes, con letra de Bienvenido Julián Gutiérrez e interpretada por Miguelito Cuní. Sentí que le iba como anillo al dedo a la espiritualidad de tu película. Aprovecho ahora para recomendarla a todo el que no la conozca. Ahí está sintetizado todo el dolor de la Cuba de ayer y la de hoy, expresado con una bomba y una sencillez tremendas.  

    ¿Qué películas cubanas son parte de tu altar?

    Ociel del Toa, porque está muy conectada a mi primera infancia, cuando mis padres eran maestros de montaña en esa región en la que se desarrolla la película, y porque es una pieza rotundamente hermosa con una simplicidad muy engañosa. Ahí tienes otro pedazo de esa Cuba «de antes» de la que tú hablas. Lo mismo me pasa con En un Barrio Viejo o Los del Baile, que reflejan una zona del alma habanera que me resulta muy cercana. Ese posiblemente sea mi cine cubano preferido y mi Landrián preferido también.  

    Del cine internacional… 

    Muchas. Soy un fan del cine asiático, del primer cine independiente americano y de los movimientos del cine europeo de los años 60 y 70, pero son muchas las películas que me han marcado. Creo que las primeras que me hicieron pensar en la figura del director fueron Vértigo y 2001. Soy de cuando La Habana tenía casi 100 salas, con dos cines de ensayo: La Rampa y el Rialto. Eran salas para mayores de 16 años y desde que tenía 14 tuve que falsificar un carné para poder entrar a ver aquellas películas raras. En esa época me fijaba mucho más en los actores que en los directores. Una vez programaron un ciclo de Bergman y un periódico dijo que aquel sueco era el mejor director de cine del mundo. Entonces descubrí que, aunque conocía a Liv Ullman, a Bibi Andersson y a Max von Sydow, todavía no tenía claro quién era ese tal Bergman, del que me sorprendió que ya había visto casi todas sus películas. Eran otros tiempos y no había tanta información como ahora, pero la programación de la cinemateca era fantástica y ahí descubrí muchas de las películas que me han marcado. 

    Las veces que te he visto en frente de gente con poder en Cuba, siempre te he visto calmado, pero sin dejar de ser duro e incisivo.  Hay una dignidad en eso de pararse, como un roble, incluso sabiendo que la gente que a veces cumple funciones no tiene el mismo cariño hacia el país. Hay muchos de los llamados cuadros que pasan y desaparecen y el arte sobrevive. ¿Cuál crees que sea el papel del artista en este momento tan intolerante y oscuro que estamos viviendo? 

    El arte tiene muchas maneras de dialogar con su tiempo y respeto la posición de cada cual ante el tema. La mía es que no puedo mirar hacia otro lado en un momento tan jodido como este. Me parece contradictorio, por ejemplo, apoyar públicamente cualquier causa internacional y no hacer lo mismo frente a todo lo que estamos viviendo.

    ¿Cómo es que sigues haciendo cine en Cuba? ¿Por qué no te has ido, tal como hicieron tus hijos, que son cineastas también?

    Ninguno quería irse, pero la verdad es que me alivia saber que ahora pueden vivir una vida diferente a la que les esperaba en su país. Yo también he vivido y filmado en otras partes, pero lo que realmente me interesa sigue estando aquí. Comencé mi carrera como independiente, mucho antes de que esa modalidad se estableciera como la fuerza principal de nuestra cinematografía, pero eso no me ha impedido estar siempre abierto a cualquier opción que me permita hacer una película que me interese. Entiendo muy bien a quienes no conciben hacer cine en Cuba de otra manera que no sea la independiente. Yo hago cine con cualquiera, siempre y cuando exista la posibilidad de hablar de lo que considero importante. Simplemente, el que paga no me compra y entiendo que el verdadero productor del cine institucional es el pueblo, que es para el que yo hago mis películas. 

    Ernesto Daranas / Foto de cortesía

    ¿Cómo ves la situación general en la Isla?

    La distancia entre el discurso y la realidad es insalvable. No nos dirigen Mujicas, que predican con su austeridad y con su ejemplo, por eso el abismo entre la miseria en la que vive gran parte del pueblo y la opulencia de unos pocos es cada día más profundo. 

    ¿Hasta cuándo, entonces, con ese mismo discurso?

    El discurso es el mismo, pero los símbolos no. La torre K tal vez sea el más elocuente de ellos. No paró de crecer, ni siquiera en medio de la pandemia, cuando aquí no había oxígeno en los hospitales ni mascarillas para los médicos que se jugaban la vida. Por ese caño se han ido los recursos necesarios para sostener nuestro sistema energético, nuestra educación, nuestra agricultura, nuestras infraestructuras y nuestros hospitales. No hay ambulancias, ni camiones de basura, ni carros fúnebres, pero la calle está llena de autos patrulleros, de turismo, de dirigentes y de empresarios. Apenas hay centros de acogida para los miles de ancianos y «vulnerables» abandonados a su suerte, pero tenemos una de las tasas más altas de prisiones y de reclusos del mundo. De ser una de las primeras economías de Latinoamérica, hoy tenemos menos productividad que Haití, a pesar de que ese país está envuelto en una guerra civil. La sangría la provoca un grupo que está por encima del Gobierno y por encima de las urgencias de todo un pueblo. Sus prioridades son muy diferentes a las nuestras, y la distribución anual del presupuesto del Estado, en lo que va de este siglo, ilustra muy bien cómo es que hemos llegado a este punto. Eso, por solo referirnos a los datos oficiales.

    El cubano de a pie ha tomado plena conciencia de lo que realmente está sucediendo. Creo yo. No sé cómo lo ves tú, que estás todavía en esa candela.

    Errores como la Tarea Ordenamiento, la dolarización, la bancarización sin infraestructura y el tarifazo de ETECSA han hecho despertar a mucha gente. Les irrita que los mismos que impusieron esas medidas sigan en sus puestos, exigiendo sacrificios y reprimiendo a todo el que disiente. Nos hablan de subsidios y gratuidades indebidas, mientras nos pagan los salarios más bajos del mundo. Nos piden resistencia creativa y que a Cuba le pongamos corazón mientras el hambre, la mendicidad y las epidemias no cesan de agravarse. Nos hablan de cronogramas y planes de recuperación que nadie entiende mientras la inflación sube sin freno. Esa degeneración del rol del Estado hasta convertirse en parásito de su propio pueblo es la que explica que hayamos perdido más del diez por ciento de la población en menos de cinco años. La mayor parte de ese éxodo está integrado por jóvenes que huyen de un país cada vez más envejecido. No escapan de Cuba a riesgo de sus vidas solo por la pobreza, lo hacen sobre todo por la ausencia de derechos y de opciones verdaderas. 

    ¿Crees que hay salvación? ¿Puede mejorar algo?

    No habrá cambios reales mientras no tengamos derechos verdaderos. La supuesta superioridad de una ideología y la pretendida dignidad de un Gobierno no pueden sustentarse sobre la vida indigna de todo un pueblo. El único capital sostenible que tiene este país es el talento y la libre iniciativa de su gente. El freno para eso está en los intereses de quienes no están dispuestos a renunciar al monopolio de sus privilegios. A regañadientes, han aceptado las mypimes como un mal necesario con el que también intentan privilegiar a sus acólitos. Por eso priorizan que sean los extranjeros quienes vengan a invertir y centran todos sus argumentos en el levantamiento del bloqueo, algo que sabemos que está lejos de suceder. No hay otra opción entonces que acabar de abrir las puertas para que los cubanos seamos los protagonistas de nuestro desarrollo, de nuestra justicia social y de nuestra riqueza. Eso es lo único que realmente depende de nosotros y ese es entonces el gran bloqueo que corresponde levantar.  

    En unos momentos tan duros para el alma de Cuba, ¿cómo mantienes la fe?  

    Dudo todo el tiempo, pero supongo que es lo normal en medio de lo que nos pasa. Hemos descendido por un pozo al que no se le ve el fondo y el daño es ya tan profundo que ha alterado el ADN mismo de lo que realmente somos como pueblo. Nuestros valores, nuestra idiosincrasia y eso que tú llamas «el alma de Cuba» han pagado un alto precio por eso. Pero también sucede que la fe es un acto de resistencia, un bastón para los tiempos duros y una de las maneras que ha encontrado este pueblo para sostener su identidad frente a dogmas que le son ajenos. 

    Tienes una familia muy bonita, unida, y en tu andar por las calles de La Habana y de la vida hay una entereza… ¿Nunca has sentido que te lleva el diablo? Perdona la frase, no se me ocurre otra. ¿Qué haces cuando flaquea la fuerza?

    Tengo malos momentos como cualquiera. También hay una herida abierta todo el tiempo, en la nostalgia por la familia dispersa, por la casa llena de amigos y por todo lo que sufrimos y perdemos a diario. Mi gran sostén ha sido mi esposa Ania, y yo trato de ser lo mismo para ella. Ese velero de la fe lo hemos timoneado juntos en una travesía que nos dura ya más de 40 años. Nos reímos mucho también, nos ocupamos de los gatos de la cuadra y por las tardes salimos a caminar al Malecón o nos sentamos a chacharear en la azotea. Son esas pequeñas cosas que nos sostienen. Cuando flaquea la fuerza, nos apoyamos en el otro, en la familia y en los buenos amigos que nos quedan.

    ¿Qué es lo que más le has recomendado a tus hijos?

    Mi padre era un sabio dando consejos, pero yo no tengo esa capacidad suya. Creo que nuestros hijos saben que lo único que esperamos de ellos es que consigan vivir sus propias vidas. Más que consejos, les hemos dado amor y raíces, pero las alas son las de ellos.

    ¿Qué sueñas para el fututo de Cuba?

    Un país que vuelva a tener sentido para ti y para mis hijos. Un país sin balseros ni ruta de los volcanes donde los jóvenes quieran vivir y trabajar por su futuro. Un país para esos ancianos que dedicaron sus vidas a algo muy diferente a esto que hoy están sufriendo. Un país libre para los presos y los perseguidos por alzar su voz. Un país para los que no piensan como yo. Un país diverso, sin pretextos y sin prohibiciones absurdas, abierto a todos los cubanos sin importar qué opinan o dónde viven. Un país sin profetas, seguramente imperfecto, pero del que seamos realmente responsables como pueblo. Creo que el gran sueño de los cubanos sigue siendo esa patria de Martí tantas veces prometida y tantas veces pospuesta. Ahí sigue estando la mejor brújula que tenemos como nación y como pueblo.

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