A mi abuela Ana Rosa de la Hoz, a sus casi 80 años, las piernas no le han fallado. Todavía no sé de dónde estoy sacando los cojones para escribir sobre ella, para atreverme a describir su tesón, pasado y amor ilimitados.
Cuánta sabiduría puede caber en ocho décadas. Y yo ni sé si lograré despuntar los 50. Esa señora está hecha de un material humano irrepetible, uno que no se consigue ya. Por dentro y por fuera se deja querer mi abuela, la matrona, la lúcida, la perspicaz, la amorosa.
Es bonito acomodarse en su apacible compañía, conversar y escucharla. Me satisface atender su respuesta cuando la llamo por teléfono:
—Abuela, ¿cómo está?
—Caminando y suspirando.
En esa contestación sí que cabe toda la esperanza del mundo.
Cada vez que la visito intento conocer detalles de su vida, de su época. Ella hace lo posible por contármela, por obsequiarme fragmentos de aquellos tiempos. Admiro su habilidad para navegar en el ayer exorbitante y traer a nuestro puerto —a nuestros encuentros— sus vivencias.
Aunque ella sea de una época y yo sea de otra, ambas somos conscientes de una cosa: en nosotras se entretejen Bomba y Barranquilla, dos raíces que reconocemos, dos lugares del Caribe colombiano en los que transcurrieron nuestras infancias y en los que sembramos añoranzas.
—¿Sabías que yo pasé mi infancia en Bomba, Magdalena? —abuela pregunta mientras acaricia el arroz que va a preparar para el almuerzo.
—¿De verdad? Abuela, yo pensaba que usted había nacido en Heredia, Magdalena (pueblo vecino de Bomba).
—Sí. En Heredia también viví, pero cuando me casé…
—Abuela, es mágico que las dos hayamos vivido la infancia en el mismo pueblo. Yo nací en Barranquilla, usted sabe, pero a los pocos días mis papás me llevaron a Bomba, pues allá vivían ellos dos y de allá es la familia de mi papá. Luego me vine a Barranquilla a estudiar…
—Así es, mija.
—Entonces usted vivió en Bomba entre las décadas del cuarenta y del cincuenta; y yo, entre el año 95 y los primeros años del nuevo milenio.
—Épocas diferentes. Cuando tú viviste en Bomba ya se habían muerto varios viejos que yo conocí en mi infancia, las calles habían cambiado y la vida era otra. Yo conocí a Bomba sin luz, no teníamos todavía televisores.
—¿Y en qué parte del pueblo vivió?
—Al lado de la casa en la que tú viviste, muy cerca de la ciénaga.
—¡No lo creo! Abuela, esto es mágico. No lo imaginé jamás. Usted no sabe lo feliz que fui viviendo en Bomba. Nadé millones de veces en esa ciénaga, vivía sumergida, no quería salir de esas aguas.
—Pero a ti también te gustaba venir de vacaciones a Barranquilla. Cuando llegabas te alegrabas.
Recordé los deditos fritos de queso que le pedía a abuela nada más llegaba a su casa para pasar las vacaciones de junio cada año. Ella me daba unas cuantas monedas y yo me iba corriendo a donde los vendían en la otra calle. Tampoco se escapan de mi paladar el pollo guisado que preparaba ella, las sopas que llevaban todos los bastimentos posibles —yuca, papa, mazorca, ñame, plátano, auyama—, los bollos de queso y las lentejas suculentas.
Las vacaciones en su casa eran una fiesta de sabores y una aventura llena de su cariño y complicidad.
—Abuela, yo me sentía como en el pueblo cuando venía a vacacionar en Barranquilla, en su casa. No sé…, nunca la asumí como una ciudad grande.
—Sí. Aquí andabas descalza y despelucada. A veces te escapabas y salías a caminar como si conocieras las calles.
Abuela se levantó del taburete y se fue a la cocina para guisar el pollo y cocer el arroz. En su cocina siempre hay un radio sonando; en esta oportunidad, escuchaba unas alabanzas. Al tiempo que revolvía el arroz, pregonaba: «Amén, amén». Luego volvió con un tazón lleno de verduras para picar y preparar la ensalada. Se sentó y dijo:
—Yo no dejo que un hijo o nieto mío se vaya de aquí con la barriga vacía. Cualquier cosa les brindo. Los recibo siempre con amor y cariño. Se me abre el corazón cuando vienen a visitarme.
—De eso no hay duda, abuela. Por eso es que a usted no le dura una bolsa de café de las grandes, se le acaba en una semana.
—Ja, ja, ja… Sí, mija, es verdad. A todo el que viene aquí le brindo un tinto o un plato de comida. Eso no se le niega a nadie.
—Ay, abuela. Me dio nostalgia recordar mis vacaciones aquí en su casa. Usted siempre fue generosa y acogedora. Recuerdo también a mi abuelo Héctor con sus vinilos y su enorme equipo de sonido, o como le llamamos acá en el Caribe: picó.
—Sí, tu abuelo, que en paz descanse, llegó a tener más de 600 discos.
El abuelo murió hace más de diez años. Amó la música hasta el final de sus días. Lo vi bailar y cantar varias veces. Había días en los que alegraba la calle desde la mañana hasta la noche. A la que nunca he visto bailar ha sido a mi abuela Ana. Mi madre me dijo que la vio bailar un par de veces.
Aproveché nuestro encuentro para preguntarle el porqué, y me contestó con estas palabras:
—Nunca me gustaron la fiesta y el trago. Toda mi vida he sido sencilla, así como me ves: con mis faldas y vestidos, nada postizo y sin maquillaje. A mí me gusta conversar y hacer buenas amistades.
—Siendo mi abuelo un bailador empedernido, ¿cómo se entendían en ese asunto? Yo vi una sola foto en la que salen bailando en la sala.
—Sí, eso fue hace años. Muy poco bailamos…
—¿Cómo se conocieron? O, mejor, empecemos por el principio… Después me cuenta cómo se conocieron mi abuelo y usted. ¿Qué me dice de su infancia en Bomba?
—¿Sabes cuándo nací yo? En un noviembre de 1945. Éramos nueve hermanos, pero ya quedé solita, todos ellos han muerto…
—¿Y sus padres?
—Allá en Bomba mi mamá hacía toda clase de bollos. Nosotros la ayudábamos a pilar y a moler. Mi papá también era trabajador: hacía cercas en fincas. Para donde lo llamaran él se iba, viajaba mucho por los pueblos. Y precisamente tu abuelo Héctor llegó a conocerme cuando mi papá estaba de viaje, por eso se demoró en pedir mi mano.
—¿Cómo fue eso?
—Tu abuelo Héctor fue a Bomba a un velorio, era frente a mi casa. Él era pescador y pescaba en el río Magdalena y en la ciénaga de Zapayán que rodea a Bomba. Él recorría todo eso y conocía a gente del pueblo. Tú sabes que el río y la ciénaga están pegados.
—Por supuesto. A mí me encanta volver a Bomba por el recorrido que hace la lancha en el río Magdalena y la ciénaga de Zapayán.
—A las seis de la tarde me puse un vestido marrón que tenía caracoles. Mi cabello era largo, y me hice dos gajos con una cinta. No es por nada, pero yo era simpática. Si en esa época hubiese existido un fotógrafo en el pueblo yo tendría mi retrato de cuando era joven…
—Y lo sigue siendo. Es más, cuando me dé la oportunidad, le prometo que le haré un retrato, aunque sé que usted es algo tímida para las fotos. Con un retrato me conformo.
—Bueno. Un día de estos.
—¡Bien! Retomemos la historia…
—Entonces esa tarde Héctor me vio y preguntó por mí. Le dijeron que yo era una muchacha seria, trabajadora y que era hija de un hombre correcto.
—Seguro mi abuelo Héctor quedó asustado. Usted ha sido una mujer aplomada a la que no le gusta perder el tiempo.
—Ese mismo día, a las 11 de la noche yo seguía despierta con unas amigas echando cuento. Una de ellas preguntó que con quién me quería casar. Yo le dije que el día que me casara pondría la vista en uno que fuese de la orilla del río pa ver, aunque sea, el agua correr.
—¡Caramba! ¿Y esa frase de dónde la sacó?
—Se me vino a la mente, ja, ja, ja. Héctor alcanzó a oírla. Quedó inquieto. Al día siguiente se acercó a una de mis hermanas, María, y le dijo que estaba loco por mí.
—¿Y se vieron a escondidas?
—No. Héctor se fue del pueblo por un tiempo a seguir con la pesca y después regresó…
—¿Qué pasó cuando regresó?
—Mercedes, otra hermana mía, tenía una venta de fritos y rapaos en la orilla de la ciénaga de Zapayán; le compraban los pescadores que venían de pescar del río Magdalena y de pueblos vecinos. Yo le ayudaba a vender. Esa ciénaga se llenaba de puras canoas. Era la época de la buena pesca, cogían buen pescado. También había lanchas llenas de puro hielo.
—Entonces mi abuelo llegó allí a comprarles…
—Sí. Y la primera vez que Héctor llegó a mi casa fue una noche. Recuerdo que se sentó y se fumó un cigarrillo. Mi papá estaba en La Guajira trabajando, así que no pudo pedir mi mano. Fue varias noches, pero mi papá no regresaba. Dejó de ir por un buen rato. Después regresó y se logró encontrar con mi papá, pero lo echó. Fue mi mamá quien se acercó a Héctor y le dijo que me siguiera pretendiendo. Mi mamá me apoyaba, y le dijo que me escribiera cartas.
—¿Y le mandaba cartas?
—Sí, me las mandaba. Y después de dos años volvió a aparecer para pedir la mano. Nos casamos en Bomba. Fue una fiesta grande que duró dos días. Nos fuimos a vivir a Heredia, el pueblo natal de Héctor, que queda a orillas del río Magdalena.
—Se le cumplió aquella frase que les dijo a sus amigas.
—Quién lo iba a pensar… Tuvimos siete hijos: cinco mujeres y dos hombres. Tu mamá, Nora, fue mi primera hija.
—¡Tremendo, abuela! ¿Cómo se adaptó en Heredia? ¿Cómo hacían para sostenerse?
—Madrugaba todos los días. Hacía y vendía bollos de limpio, de batata, de mazorca, de guineo; cocadas de guayaba y de guineo verde; dulce de caballito… También vendía naranjas. Mis primeras hijas me ayudaron. Vendíamos todo gracias a Dios.
—¿Dónde vivían en Heredia?
—Primero vivimos en la casa de la mamá de Héctor. Él dejó la pesca y se fue a trabajar unos meses a Venezuela; después, cuando volvió a Heredia, compró un solar donde hicimos la casa y compró una pequeña finca con el dinero que logró ahorrar.
—Entonces a usted le tocó en esa temporada quedarse sola con los hijos.
—Sí, mija. Yo sostenía a mi familia con lo que ganaba de las ventas de los bollos y demás… Cuando Héctor volvió se dedicó al campo, a sembrar en la finquita. Traía guineos, guayabas, naranjas, maíz, yuca…
Abuela volvió a levantarse para servir el arroz, el pollo y la ensalada fresca. Logré ver que se le aguaron los ojos. Quiso disimularlo diciendo:
—Casi se quema la comida por estar hablando tanto, ja, ja, ja.
Me ofrecí a ayudarla en la cocina, pero me lanzó un rotundo no. Reiteró que yo era una visita especial y que ella me quería consentir. Desde el patio, donde estábamos conversando, podía verla de pies a cabeza: ya no era aquella señora robusta de cabello liso y negro que me recibía en su casa en la temporada de vacaciones. Ahora es delgada, y con su cabello níveo, el cual le volvió a salir hace poco. Se le cayó debido a las quimioterapias. Le detectaron cáncer de mama en 2022.


—Abuela, ¿cómo va su salud?
—Ya dejaron de hacerme las quimioterapias. Ahora estoy tomando medicamentos. Me siento mejor. Suspirando y caminando, tú sabes —respondió desde la cocina.
—¡Qué vitalidad! ¿De dónde saca tanta fuerza?
—No me voy a tirar en una cama por lo que me diga el médico. Nunca he amanecido renegando y le doy gracias a Dios. Me siento orgullosa de tener una familia que me adora, aprecia y quiere. No tengo quejas de mis 14 nietos, ni de mis cinco bisnietos, ni de mis siete hijos.
Siempre lleva las cuentas claras sobre los miembros de la familia. Y cuando alguien va a viajar le gusta que le informen para «alzar las manos al cielo», como dice ella. Suelo avisarle, a veces se me olvida, pero cuando le informo, me dice: «Mija, qué te vaya bien. Te pongo en manos de Dios para que cuide tus cuatro costados». No soy muy creyente, pero sus palabras saben regalarme calma.
Pienso en su frase y evoco luego una estrofa —con la que me identifico— de la canción «Canto de la abuela», de Pablo Milanés, a quien su abuela le regaló un cántico de amor sobre el Todopoderoso, la esperanza del alma, la bondad y el pan:
Hoy me recuerdo, abuela, pequeñito
Descubriendo tu voz y tu ternura
Y aunque solo en el hombre crea, admito
Que tu canto creció con mi estatura
Regresó al patio con los platos humeantes para almorzar juntas. Comenzamos a comer. ¡Ah!, probar ese pollo guisado fue un viaje seguro a la infancia. Y al ver mi cara de felicidad abuela se enteró de ese viaje. Estaba alegre.
—Usted siempre fue el pilar de la casa —retomé la conversación.
—Sí. En Heredia llevé las riendas y sostuve a mi familia. Es que desde que estaba en mi casa de Bomba me gustó trabajar, ahorrar y ser independiente.
—Admirable, abuela.
—Recuerdo que cuando vivía en Bomba mi papá me traía del monte medio saquito de maíz. Yo lo pilaba y mi mamá me lo venteaba. Y en la noche salía a vender bolas de masa de maíz. Hasta me encargaban. Lo que ganaba lo iba echando en un potecito. Después compraba telas y me mandaba a hacer mis vestiditos con la modista del pueblo.
—Echada pa’lante desde Bomba… Y no solo en Heredia llevó las riendas de la casa, sino también en Barranquilla. ¿Por qué se fueron a Barranquilla?
—Después de Heredia nos fuimos a Barranquilla en 1979 porque yo me enfermé; tenía un fuerte agotamiento. Y me quedé en Barranquilla hasta el sol de hoy. Aquí me recibió una de mis hermanas que ya tenía su casa en el barrio La Chinita. Los primeros días, mientras me tomaba los medicamentos, me puse a vender aguacates, ciruelas y mangos en la terraza de su casa.
—¿Por cuánto tiempo vendió en la casa de su hermana?
—Unas semanas. Después de que me curé comencé a vender pescado. Llenaba una ponchera de bocachicos, mojarras y lisas. Me la ponía en la cabeza y salía por las calles a venderlos. Era tan pesada que dos personas tenían que ayudarme a alzarla para ponérmela en la cabeza.
—¡Qué fuerza! Abuela, ¿y se fueron a vivir todos a la casa de su hermana?
—Mis hijos menores se quedaron en Heredia y los cuidaba Nora, tu mamá, que era la hermana mayor. Allá también se había quedado Héctor.
—Poco a poco se vinieron a Barranquilla.
—Sí. Con un dinero que Héctor tenía ahorrado y con los ahorros de otra de mis hijas mayores, Rosibel, que se vino conmigo a Barranquilla, compraron una casa también en el barrio La Chinita para vivir todos: mis siete hijos, Héctor y yo. La casa no estaba terminada, había que hacerle arreglos.
—Juntos otra vez.
—Y te puedo decir que aquí en Barranquilla nunca pasamos hambre, jamás nos faltó un bocado. Yo no solo escogía los mejores pescados para venderles a los clientes, también escogía los mejores para mi familia.
—¿Dónde conseguía los pescados?
—Por la Intendencia, sabes que queda en el centro de Barranquilla. Allá vendían frutas, verduras y pescados frescos. Vendían de todo.
—Abuela, ¿y cómo hacía para transportarse de La Chinita a la Intendencia?
—Me iba a la Intendencia en un bus chiquito que llamábamos «Rebolito». Y de la Intendencia, ya con mi ponchera llena, me iba caminando a otra parte del centro, del mercado, llamada El Boliche, y ahí cogía otro bus. Después de bajarme de ese bus comenzaba a caminar con mi ponchera en la cabeza los barrios Las Nieves y Rebolo, que quedan cerca de La Chinita, y vendía mis pescados.
—Caminaba bastante.
—Mija, desde las siete de la mañana hasta casi el mediodía era mi jornada diaria de trabajo. Yo vendía todos los pescados y regresaba a mi casa con la ponchera vacía y con la alegría de salir al día siguiente a vender otra vez.
—Fue una excelente vendedora, una gran negociante.
—Sí, mija. También intercambiaba con otras vendedoras. Había una señora que vendía vísceras, entonces yo le daba pescados y ella me daba hígado, corazón, bofe… Intercambié también con otra señora que vendía carne y con otra que vendía queso.
—Me imagino que también les fiaba a sus clientes más fieles.
—¡Claro! Había clientes que no podían pagarme los pescados en seguida, entonces yo les decía que me los pagaran en la quincena. Todos me cumplían. Logré ahorrar bastante, hasta hice alcancías de 700 mil pesos. No soy una mujer letrada ni estudiada, pero salí adelante.
—Abuela, ¿qué anécdota recuerda usted durante esos años vendiendo pescados?
—Una vez unos señores me dijeron: señora, tan bonita que es usted para que ande con esa ponchera, no le luce. Y yo les dije: esta ponchera sí me luce porque es trabajo honrado. Se quedaron callados.
—Ay, abuela, los hombres…
—Y seguí con mi trabajo. Fueron 25 años alzándome la ponchera en la cabeza y tirando pata en Barranquilla.
—Insisto, abuela, usted siempre fue el motor de la familia. ¡Qué perrenque el suyo!
—Y así lo hice hasta que mis hijos se hicieron mayores y cada uno cogió su camino. A mis hijos los enseñé a ser independientes y a conseguir con el sudor de su frente el pan de cada día. Había fines de semana en que me los llevaba al mercado para que lo conocieran y me ayudaran a vender pescado. Ellos allá también comían sabroso: arroz de lisa, patacones, agua de arroz, avena…
—Usted los mantuvo conectados al mercado, el verdadero corazón de Barranquilla. Mi mamá conoce el mercado de pe a pa. Una vez me contó que, en época de carnavales, ella debía ir al mercado a buscar queso. Y, casualmente, cuando mi mamá iba pasando por el Paseo Bolívar, que queda cerca de la Intendencia, vio a Irene Martínez cantando. Se quedó embelesada viéndola y se le hizo tarde. Cuando regresó a la casa dijo que el señor que le iba a entregar el queso no había abierto el negocio. Mi abuelo se creyó el cuento.
—¡Fíjate!, eso no lo sabía yo, ja, ja, ja.
—¡Bueno!, ya se enteró, ja, ja, ja. No sé por qué mi mamá no le contó esa anécdota. Espero que no me mate, ja, ja, ja.
—Mis hijos saben todo lo que yo luché para darles lo mejor del mundo: sus estudios y su comida. Ellos me quieren y me aprecian. Saben que yo fui quien los sacó adelante. Han sido agradecidos conmigo. Ahora son mis hijos y mis nietos los que me apoyan, no me dejan sola nunca.
—Varias personas que la conocen me recalcan lo buena persona que es usted. Es lo primero que dicen.
—Uno tiene que ser humilde y cariñoso con las personas. Desde que Dios me echó al mundo he sido así. Esta señora no cambia, y así iré a morir yo: con una sonrisa en la boca, ja, ja, ja…
Esta conversación la tuvimos días después de la Semana Santa. Y era de esperarse: la abuela reservó para el final —como para cerrar con broche de oro nuestro encuentro— el clásico dulce de guineo maduro con coco que prepara cada año en un caldero gigante. No falla. Aunque sus hijos le prohíban estar metida en la cocina, para que no se agote, no deja de cocinar.
—Tu mamá me dijo que ya no comías azúcar, pero no le paré bolas, una vez al año…
—No hace daño. ¡Abuela! Este es el dulce más sabroso del mundo. Siempre es exquisito.
—Cuando venga Linda la sorpresa que le voy a dar es el dulce, eso pensé.
—Y lo logró, abuela, lo logró.
Me sorprendió, además, el entusiasmo y el orgullo con que relata su tránsito por la vida, una vida más pesada que aquella ponchera atiborrada de pescados que llevó con equilibrio, esperanza, generosidad y vigor inalterables en medio de las luchas y las durezas del mundo.
El tiempo se lleva lo que desea, pero jamás podrá con el amor, la admiración y el respeto que le tenemos en la familia. Abuela Ana Rosa habitó desde muy joven el universo incierto del rebusque para conseguir el pan y sobrevivir, con su par de piernas firmes y el sudor diario. Se defendió en una ciudad grande, lejos del pueblo y de la ciénaga que la vieron crecer.
Su cariño dulce, justo como el de guineo maduro con coco, sigue siendo el mismo de aquellas vacaciones divertidas de la infancia que pasé en su casa abierta de par en par. Un cariño que acapara mis cuatro costados, mi sustancia, mi tuétano.
Celebro desde ya sus 80 años abrazándola, atreviéndome a retratarla —por fortuna, me dio la oportunidad—, viajando con su memoria y suspirando con ella.
Milanés, ayúdame con tu canto a celebrar la vida de Ana Rosa:
Dame un baño de dulzura
Invítame a caminar
Junto a tu huella inmortal
Y límpiame de amargura