Durante mis viajes por el Caribe colombiano me encontré en el camino a viejos y viejas que no le huyeron a la cámara. Ninguno me dijo que retocara o disimulara sus arrugas.
Recuerdo a un señor, que después de fotografiarlo, se acercó y dijo: «Soy más viejo que la Coca-Cola». Reímos a carcajadas.
No se negaron a hablar de los años idos ni de la edad actual. Hubo una señora que expresó:
—Mija, aquí donde me ves, yo tengo 80 estacas.
—¿Estacas? —le pregunté.
—Sí. Los años son como estacas que se clavan en la vida y en la piel. De ahí es que nacen las canas y las arrugas, esas grietas o vericuetos que día a día se notan más…



Esa fue una sabia definición del tiempo que jamás voy a olvidar.



Por supuesto, hay quienes invierten dinero en cremas rejuvenecedoras, cosméticos y cirugías para ocultar las arrugas, para arrancarse las estacas —imposibles de esquivar—; sin embargo, el tiempo no miente, es franco y delata. Mudo no es.






Ya lo dijo Francisco «Pacho» Rada, cantautor y acordeonero de la región caribeña, en su canción «La muerte y la vejez», cuya letra derrama verdades incómodas para quienes desean borrarse las arrugas. Pacho no utilizó eufemismos; mejor no se ha podido decir:
No es porque te veas criatura
Pero tienes que saber
Que hay dos cosas seguras
Que es la muerte y la vejez
Por la plata no te alegres
Que tienes que comprender
Que nunca la plata puede
Con la muerte y la vejez





Es cierto: no hay nada más ineludible que envejecer y morir. Y las arrugas son parte de esa realidad. Son los laberintos que construye el tiempo para pasearse una y otra vez, dejando a su paso achaques y nutriendo la experiencia. Tal vez, para muchos, estar viejo no tiene sentido, el ocaso es desgarrador. Pero al tiempo, ¿quién lo ataja? Nadie; es cerrero y certero. Toca asumir la veteranía en algún punto de nuestra existencia.





Y es que estar viejo no se resume en andar por los caminos apaciguadamente y sumergirse en una irremediable torpeza, o en entablar todo el día una relación íntima con el sofá, la mecedora o el taburete y convertirse en un observador pasivo de los acontecimientos.
Estar viejo es también despertar para descifrar los nuevos laberintos o vericuetos que van fraguando esas estacas hundidas en la piel y en el recuerdo. Es saber encontrarse y abrazar, agarrar una pollera, llevar un sombrero, disfrutar el baile y la tertulia, viajar con las palabras que lleva y trae la vida, compartir la risa, atesorar nostalgias y canciones… Es volar, intentarlo.








Y, sí, estar viejo es convivir además con la soledad y los álbumes fotográficos. Y es no conocer nunca la jubilación ni la pensión, y que la muerte llegue mientras se busca el pan.








En todo caso, la vejez no es para cobardes. No lo es. Y se me viene a la mente un veterano que me dijo:
—Ya no me da vértigo saber que estoy muy cerca de caer en la muerte. He vivido la vida a mi manera.