En la caliente: Candyman, el reguetón y la Cuba que arde

    Antes de ser un documental, antes de ser un retrato de un hombre (y una escena musical, y una generación, y un país), antes de ganar el Premio Gabo en la categoría de Imagen, mucho antes, En la caliente – Historias de un guerrero del reguetón fue un sueño que Fabien Pisani tuvo sentado en el Malecón de comienzos del milenio, un sueño con una pregunta central: ¿qué coño está pasando aquí? «Lo primero que siento, lo primero que me sorprende, es cómo el país cambió completamente», me dice en una videollamada, a comienzos de agosto de 2025. «Ahí había otro programa, otra idea del hombre, y mi intuición me decía que la historia aquí era la música».

    En ese asombro está la génesis del filme, una obra que a través de sus casi 15 años de gestación registra de manera muy íntima el quiebre definitivo del relato megalómano de un hombre que arrastró tras de sí a un pueblo. Y no hay mejor protagonista para contar ese quiebre que el reguetón, la nueva lingua franca que vino a reorganizar la vida en la Cuba del cruce de siglos. Una ideología cuyas bases —alejadas del ateísmo y el sentido colectivista que se impuso durante casi medio siglo— respiran el aliento del barrio, una economía salvaje de producción, distribución y consumo, y una celebración del goce sin culpas.

    Fabien pisani entrevistado en rfi / Foto: captura de pantalla

    La película nació como nacen las obsesiones, de una idea más o menos vaga sostenida por el deseo de ser testigo de un cambio, y registrarlo. «El deseo más bien amoroso de filmar y de estar ahí, de hacer algo más o menos útil», diría Fabien. Un gesto periodístico en el mejor sentido de la expresión (de ahí que no sorprenda su premio Gabo), las ganas de mirar sin apuro ni conclusiones preconcebidas, con el oído atento para ver qué tiene la vida que decir.

    El mundo de la música urbana es muy vasto, y del peligro de perderse en sus laberintos vino a salvarlo Candyman, el pionero del reguetón cubano, cuyo magnetismo y aura trágica llevó a Pisani a repensar la historia. El documental, que en un inicio quería retratar este ambiente a través de su público y luego se pensó como un retrato coral, fue gravitando hacia esta figura iconoclasta que, en lugar de estrechar el universo del filme, lo enriquece. En su contorno asoman la trastienda de productores, DJs y distribuidores, la coreografía del barrio, el rumor de una ciudad que vive en moto y a paso de conga, la temperatura de una generación criada entre apagones, colas y grabaciones precarias.

    Santiago de Cuba se perfila en el horizonte entonces no como una postal ni como contrapeso pintoresco de La Habana, sino como una forma de entender la vida cubana contemporánea. La elección de Pisani tiene menos que ver con balance geográfico que con riqueza narrativa, con filmar ahí donde la calle tiene una relación más honesta con la cámara y la música suena y se baila con una franqueza aún sin corromper. Es aquí en el oriente de la isla donde el reguetón mantiene su potencia original, esa capacidad de reorganizar el sentido común desde la periferia hacia el centro. El encuadre, muy humano, evita la complacencia turística gracias a los abundantes planos que priorizan el conflicto sobre la estampita, y un montaje que elude los gestos «bonitos» que no dicen nada. «Una imagen no hay que explicarla, puede decir muchas cosas», dice Fabien. Esa ética de la confianza —dejar que la complejidad aparezca— es también una política de representación que se agradece, que no intenta traducir con condescendencia lo que ya habla su propio idioma.

    El título hace el resto. En la caliente es más que un guiño fácil; es un concepto que nombra un modo de estar, con su calor físico y social, la presión de una vida llevada más allá del punto de fusión, un continuo de riesgo y deseo donde lo público y lo íntimo se mueven al compás del ritmo. La frase popular cristaliza la dialéctica en ese coro ardiente que grita «la caliente pa’ arriba de mí, y yo pa’rriba de la caliente…»: el fuego sube, yo me le subo encima; si me empuja, le respondo; si me consume, pues lo bailo. Esa fórmula sin subrayados se convierte en el sustento filosófico de la narración. Es una epistemología del cuerpo, una forma de saber que nace en los pies, en la cintura, y desde ahí se proyecta a toda la vida social.

    Precisamente es en esa sabiduría corporal que se revela el último territorio de resistencia. En una cultura donde el discurso público suele ordenarse desde arriba —la doctrina, la consigna, la tribuna—, el reguetón abre un hueco desde abajo, una cultura que nace en los pies y va subiendo hasta apoderarse de la pista y la cuadra, que funcionan como ágoras tangibles. Ese impulso de organizar el sentido desde la base se expresa en la música, pero opera en todo. Pisani lo condensa con una frase: «Esta gente le devuelve la música a los pies… y a la cintura». No evita la complejidad; más bien la reubica, hallándola no en lo oscuro o lo inusual, sino en la vitalidad de la vida misma. Es aquí donde el reguetón demuestra su potencia política más sutil. No confronta el poder de frente, sino que arma otros espacios de sentido.

    El método de filmación dialoga con ese principio: estar, volver y convivir, para desmontar la barrera entre rodaje y vida. Es un compromiso costoso —tiempo, dinero, relaciones—, y el filme no lo disimula ni lo dramatiza. La producción fue a pulmón y con terquedad; cuando decide no apuntalar el relato con ilustraciones vistosas, debe sostenerlo con confianza en la escena, paciencia para encontrar el momento clave en el amplio archivo acumulado y el rigor en el montaje. Como cuando Fabien se encontró unas grabaciones perdidas del 2014, en las que había filmado al Candyman más desolado, el que explota en su frustración de saber que no hay más futuro para él en Cuba; y que fueron las escenas que terminaron por arle el color justo a la obra.

    Hubo quien le sugirió que el cierre dramático debía tener lugar en Cuba. Pero la biografía que acompaña pedía una coda en la diáspora que le diera sentido a la lógica íntima de un viaje de desprendimiento. Candyman, en este relato, no calza en el traje del héroe ni en el de mártir. Es un artista con principios y alergias, que detesta el teatro de la respetabilidad y el costo de no jugar ese juego. A la vez, es alguien que, cuando habla de música, lo hace con la idea de devolver el gesto sencillo y evitar el artificio. Fue dejando todo atrás —espacios, jerarquías, rutinas— para quedarse con lo justo. Pisani lo describe como un nómada, alguien que opera con sus propias reglas y que reduce su equipaje hasta encontrar una forma habitable.

    Ese gesto, que visto desde fuera podría leerse como renuncia o pérdida, en el documental se percibe como el acto definitivo de la coherencia. «Él me había dicho que él iba a vivir en un caracol», recuerda el director. Frente a un mundo que confunde valor con acumulación, el epílogo respeta esa promesa. Ahí lo vemos al final, en un camper, viviendo deliberadamente al mínimo, afinado a su propio compás.

    Cuando añadimos el vector íntimo del viaje, la obra gana nitidez. Lo que narra la última parte, más que un desplazamiento geográfico, es un proceso espiritual a ras de suelo que deja a la vista lo que queda cuando pasan los huracanes de la fama, la censura, el mercado y la migración. Ese arco —de la fragua del barrio a la intemperie elegida— convive con otra tensión que el documental exhibe sin sermón, las fricciones entre creación popular, aparato cultural y mercado.

    En Cuba, el reguetón transitó por el ciclo clásico de toda música popular que desafía el orden establecido; primero fue demonizado, luego tolerado, más tarde integrado en dosis administradas. El Estado, que inicialmente lo consideraba una amenaza ideológica, terminó cediendo ante su potencia social y (sobre todo) su capacidad económica, aunque siempre manteniendo mecanismos de control. En paralelo, el mercado global planteó la trampa conocida de profesionalizar para encajar, de lijar las aristas para exportar. Lo que el filme documenta, sin didactismo, es cómo esas presiones moldean no solo la música, sino la vida de quienes la hacen. Candyman encarna esa tensión: un artista que se niega tanto a la domesticación estatal como a la mercantilización, y paga el costo de esa coherencia con el exilio y la marginalidad.

    La memoria es la otra palabra que recorre la obra, aunque casi no se pronuncie. El documental archiva prácticas, tonos y humores, y conserva la materialidad de una cultura que el Estado y sus instituciones tardaron en reconocer o quisieron encerrar en categorías cómodas; y deja hablar a quienes sostienen esas prácticas culturales sin subtítulos paternalistas.

    En este sentido, se agradece que evada con bastante fortuna dos malos hábitos que abundan en obras de este tipo —el discurso pedagógico sobre «lo popular» y el hype que vacía de contexto lo que toca. Por eso es un acierto que el documental no presuma de «representatividad total» ni apueste por un coro cacofónico. Elige una voz y, a través de ella, ilumina un ecosistema. En términos de oficio, la lección es simple y exigente. El punto de vista importa —decide desde dónde filmas y a quién dejas hablar, y ya habrás dicho algo sobre el país—; e importa el archivo —sin decisiones en el presente, el futuro se queda sin materia.

    Fabien se hizo una pregunta que se volvió motivación para la obra: ¿quién tiene el derecho —y los medios— de crear y controlar la producción cultural en un país? Por fortuna, el filme no formula una respuesta cerrada, si acaso la esboza en su forma, en el tiempo de pantalla para los cuerpos que sostienen la música; en el montaje que niega al narrador omnisciente; en una estructura que acepta la ambigüedad como verdad y que confía en la inteligencia del espectador. 

    Quizá por eso el final no cierra en el sentido clásico. La vida de Candyman siguió lejos del plano; el reguetón seguirá reinventándose con otras manos; el país continuará tramitando su dialéctica de control y deseo. Lo que el documental entrega es una manera de mirar ese movimiento sin edulcorarlo ni petrificarlo. Para una época que tiende a convertirlo todo en mercancía o en gesto viral, no es poco. «Es como vernos a nosotros, devolvernos una imagen de nosotros más real, menos romántica», dice Pisani.

    El filme aporta más que una banda sonora. Al proponer un método para mirar que desplaza el foco de ciertos lugares comunes, y revaloriza el archivo del presente, e interpretar todo ese exceso de sudor y voces superpuestas no como un mero gesto sin trascendencia, sino como parte esencial de la conversación social de la Cuba actual, se erige en un ensayo sobre el relato nacional del último cuarto de siglo.  

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    Rafa G. Escalona
    Rafa G. Escalona
    Sobreviviente de la nakba cubana en proceso de recolocación. Príncipe del aleatorio y procrastinador por vocación. A ratos escribo sobre música.

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