Pablo Piovano, ganador en el World Press Photo 2024: «Mi cámara es una cámara política»

    Para ser un fotógrafo documentalista es necesario interactuar con las comunidades. Ese es un principio que el argentino Pablo Piovano (1981) entiende y defiende, uno que procuró cumplir cuando se encontraba en la Araucanía, región austral de Chile, donde fotografiaba la vida de los habitantes del pueblo indígena mapuche. Muchas veces notaba que algunos no se dejaban fotografiar; otros, de plano, lo miraban de manera hostil. Pero él siempre conservó el respeto. No insistía. Buscaba hablar y solo ponía la cámara frente a los que sí querían ser representados. Fue un proceso lento. 

    Cierto día fotografió la muerte de un cordero con fines alimenticios. Era un grupo grande de personas. Tomaron un vaso y extrajeron parte de su sangre. «Bebe un sorbo», le dijo uno de ellos. Esa era su forma de integrarlo, un gesto de aceptación por parte de la comunidad. Hoy, la imagen captada en ese momento es una de las más celebradas de su proyecto Mapuche, el regreso de las voces antiguas

    Piovano ha ido construyendo ese proyecto desde el 2017. Ha sido apoyado por National Geographic, entre otras instituciones, para realizar numerosos viajes a regiones patagónicas de Argentina y Chile. Celebraciones, ritos, momentos de tensión con las fuerzas policiales, retratos y escenas cotidianas. Es un trabajo documental hecho con una mirada autoral, con una estética entre lo directo y lo sutil, lo emotivo y lo crudo, lo espiritual y lo terrenal. En el 2024, resultó ganador por Latinoamérica en la categoría Proyectos de Largo Aliento en el World Press Photo. No es el primer reconocimiento que recibe. Ha sido acreedor de premios como el Henri Nannen y los de la Fundación Philip Jones Griffiths y la Fundación Manuel Rivera Ortiz. 

    Su carrera como fotoperiodista comenzó a los 18 años en Página/12, uno de los medios más importantes de Argentina. «Era un diario de intelectuales, donde muchos escritores que yo leía se convirtieron en compañeros de trabajo. Fue una escuela», dice. Quince años después, pasó a ser freelance y ahora vive de vender imágenes a multitud de medios en distintos países. Su motivación era clara: «Eso no me permitía ir a lo profundo de la fotografía. Los diarios tratan la información de manera veloz. Se puede cubrir un acontecimiento en unas horas. Me cansé de eso, de estar en la superficie de la narrativa visual». 

    La solución: apostar por proyectos de larga duración que a menudo involucran varias visitas, conversaciones, investigación…

    El primer trabajo de gran magnitud fue Agrotóxicos. Aún trabajaba en Página/12. Fue a fotografiar un congreso donde conoció a una maestra rural. El testimonio fue escalofriante: ella narró cómo los aviones fumigadores pasaban encima de la escuela, detallando las afecciones físicas y emocionales que eso dejaba en los niños y en la población local. «Prometí que iría a verla y quedé preso de mi palabra». A Piovano le sorprendió la escasa información que había sobre el tema: los medios más importantes lo habían obviado; solo había algunos reportajes en páginas independientes. 

    El uso intensivo e irresponsable de pesticidas y herbicidas había traído casos masivos de dermatitis, urticaria, asma, bronquitis. Instituciones como la Red de Médicos de Pueblos Fumigados, Red de Acción en Plaguicidas y sus Alternativas de América Latina o CEETTAR iniciaron acciones al respecto: protestas, comunicados, investigaciones. Se trataba de una emergencia sanitaria con todas las letras, aunque el gobierno argentino no le diera importancia. En ese contexto, el fotorreportero estableció contacto con personajes del mundo de la salud, la biología, la educación y otros sectores. 

    Con su cámara, fue visitando diferentes comunidades en las provincias del norte de su país. Las imágenes conseguidas muestran pieles con erupciones, sujetos a quienes falta alguna parte del cuerpo, deformidades… «El 60 por ciento del campo argentino está fumigado con agroquímicos», indica Piovano. Con décadas de diferencia, vivió una experiencia similar a la de Eugene Smith en Minamata. La humanidad y su desesperante hábito de no cambiar hábitos.

    En resumen, ese es el método de Pablo Piovano. El producto de esa constancia se expone desde el sábado 26 de julio en el Centro Cultural Los Pinos de la Ciudad de México. Quien resida o esté de paso en esa gran urbe latinoamericana podrá visitar hasta el 19 de octubre de este año la exposición Mapuche, el retorno de las voces antiguas.

    DTP: En ambos proyectos se siente un profundo contacto con las comunidades. ¿Es una mirada negociada?; ¿hubo diferencias en ese aspecto en cada caso? 

    PP: Un trabajo periodístico no puede ser una explotación sobre la propia explotación. Esa es una base ética. Fue muy distinto en cada trabajo. En Agrotóxicos había una necesidad de que el hecho fuera narrado. Eso hizo que me permitieran entrar en los hogares, me presentaran a sus hijos —lo más sagrado que hay— con problemas físicos. Se estableció una situación de mucho respeto. Eso es una responsabilidad. Yo entré en más de cien hogares haciendo ese trabajo. Para que una foto pudiera ser parte del cuerpo de trabajo tenía que ver la situación con los ojos del padre de cada niño. El trabajo pudo haber sido cien veces más amarillista. Había que ser muy cuidadoso con eso. Incluso he vuelto a ciertas casas cuando he visto que un retrato no funcionaba. Y a veces volver significaba viajar cien kilómetros.  

    Con los mapuches fue distinto: había muchas comunidades que estaban en la clandestinidad. Fue complejo y largo establecer confianza, para poder retratar a las personas que habitan en las comunidades. Estuve en situaciones de represión. Ellos mismos me llamaron más de una vez; se empezaron a abrir cosas. Y ahora tenemos una relación profunda, y puedo entrar a casi todos los lugares que me proponga; pero hay que pedir permiso. Hay violencia policial. Y si entrás sin permiso, podés terminar mal.

    ¿Dirías que Mapuche, el retorno de las voces antiguas es una secuela de Agrotóxicos? El primero de esos trabajos me parece más confrontativo.

    Es difícil compararlos en ejes temáticos. En uno, la intención es narrar a un pueblo; en el otro, una denuncia. Lo que sí los une, porque hay una columna vertebral, es el impacto de las grandes corporaciones sobre las comunidades. En Agrotóxicos está el impacto tecnológico y una emergencia sanitaria no declarada. En el lado mapuche hay tres ejes que impactan sobre el pueblo mapuche: en el lado chileno, las industrias forestales, y hay dos grandes familias a las que Pinochet entregó la región, y que redujeron el territorio mapuche; en el lado argentino está Vaca Muerta, donde está la segunda reserva de gas más grande del mundo. Allí se asentaron nuevamente sobre territorio mapuche, y en el sur, donde opera una hidroeléctrica de capitales noruegos, de «energía verde». 

    Y en Agrotóxicos está la gran agronomía industrial. Eso las une. Pero las situaciones sociopolíticas son muy distintas. Son trabajos que forman un hilo, que te va llevando, consciente o inconscientemente. Hay algo que los une, y yo no tengo problema en decirlo: mi cámara es una cámara política, que intenta estar sensible a los acontecimientos que importan en cuanto a la continuidad de la vida.

    En los dos trabajos lo que se defiende es el agua y la tierra, lo sagrado. Ese es el hilo y el canal que guía mi trabajo. Los pueblos originarios son la primera línea de defensa del agua, la tierra y las montañas. Son quienes tienen la verdadera conciencia de que este mundo no puede seguir así sin destruirse, y proponen una alternativa: volver a una relación profunda con algo tan simple como la tierra y el agua.

    Has hablado de ti como un traductor: prefieres primero comprender y luego interpretar. ¿La insistencia en el paisaje es para mostrar la visión de un pueblo originario sobre la naturaleza?

    Para los pueblos originarios, la tierra y el hombre no se contradicen: coexisten. En cualquier pueblo originario no hay diferenciación entre un río y una persona. Al río lo tratan como a un padre. Entonces el paisaje no es otra cosa que parte de la familia; mutuamente se custodian. No hay separación entre lo vivo y lo muerto. Es una concepción filosófica muy distinta.

    Como también lo es la política de estos pueblos, muy lejana a la visión occidental. Al mismo tiempo, están en una lucha por recuperar esa memoria. Son pueblos que han sufrido genocidio. Se está perdiendo la lengua, la cultura. Se hacen ceremonias que no se realizaban desde hace 200 años. Se está recuperando esa cosmovisión.

    Es una lucha íntima: por el ser, la identidad, el reencuentro con su propio origen. Entonces, respecto a la pregunta: en la construcción de un cuerpo narrativo hay que hacer una arquitectura donde se necesitan unos y otros elementos para ser comprendidos. Las preguntas básicas del periodismo se deben responder visualmente. El paisaje te hace, construye tu identidad, te forma, te gesta.

    Veo algunos retratos frontales. ¿Dirías que el homenaje ha sido parte de este discurso? 

    Lo primero, más que el homenaje, es el respeto. Y hay algo honroso en defender tu propia identidad, en saber quién sos. Esa es una respuesta que no suele darse con frecuencia en el mundo. La mayoría de las sociedades andan huérfanas de sentido. Yo respeto mucho a quien sabe quién es y honra eso. En mi fotografía trato, intento, que ese respeto se muestre. No de manera simple, porque no me interesa que la épica suceda por un capricho o una facilidad. Me interesan las complejidades que hay en el medio. Pero a veces la épica se presenta.

    Yo hago trabajos personales para no caer en el lugar común; lo he visto en muchos fotógrafos que hacen retratos casi de catálogo, donde muestran a los pueblos originarios como si fueran piezas de museo. Se necesita tiempo de comprensión. Aquí es donde se marca lo que decíamos antes: ser traductor. Tenés que entender una lengua, una cultura. Eso es un gran trabajo. No se entiende de llegada. Muchas veces los trabajos se pueden hacer de forma verdadera solo cuando están terminando. Siempre me llega esa sensación de que ahora podría hacerlos abriendo cosas muchísimo más profundas. Te tienen que correr las tres aguas para que se dé el compromiso: el sudor, la sangre y las lágrimas.

    Hablando sobre la épica: Mapuche… relata una lucha, así que es natural que haya muchas fotos que muestren escenas de tensión. 

    Es lo que te decía antes. Más que épica, respeto. No necesariamente épica. Lo que pasa es que vos te encontrás con situaciones conmovedoras que se convierten en algo épico. También la recuperación de su territorio ancestral lo es en sí misma, porque significa dar la vida por eso. Significa enfrentar la cárcel.

    Creo que hay algo épico en eso. Hay pocas causas en las que conscientemente un pueblo esté dispuesto a dar la vida. Las guerras casi siempre son bastante sucias y responden a intereses del poder, del Estado. Pero acá hay una respuesta desde una comunidad consciente. En la Araucanía tenemos que hablar de una guerra de baja intensidad. Cada tanto hay muertos. Y es por recuperar la tierra. La gran pregunta en este trabajo es: ¿de quién es la tierra? ¿De los habitantes o de los colonos que llegaron cuando se formaron los Estados chileno y argentino y pusieron los papeles? ¿De quién es? ¿Cuántos están dispuestos a dar la vida por una causa consciente? Eso tiene épica.  Primero, porque es una pelea muy desigual: es el Estado, con todo el armamento, la estructura jurídica, policial, mediática, contra unas comunidades. David y Goliat. Hay un sueño de liberación, un sueño de autonomía, un sueño de defender el agua y la tierra.

    En algunas imágenes parece que hay más interés en la composición que en el individuo. ¿Es una forma de evitar ser demasiado literal o una preferencia por la escena sobre la persona?

    A veces, la estética es un gesto épico. En un mundo donde la palabra y la imagen están degradadas —en el siglo XIX se hicieron menos imágenes que en lo que va de este año—, vivimos una diarrea visual, donde todo se hace rápido, y muchas veces mal. Cuando aparece una buena canción, un buen poema, una buena imagen, un gesto de belleza, hace la diferencia en este tiempo. Por eso creo que la estética es un gesto ético, porque el mundo necesita belleza.

    También me doy cuenta de que le tapas los ojos a algunos retratados. ¿Tiene alguna simbología en tu discurso?

    La imagen es una búsqueda de sentido. El joven que aparece allí estuvo preso y fue torturado. La luz en los ojos habla de esa violencia. Es la idea de cargar de sentido. Esa niña sostiene la cabeza de un cordero recién desmembrado. Es una nena que también vivió mucha violencia. Entonces, el intento es que lo poético nos diga algo, nos ancle en los sucesos que estamos viendo.

    Tu trabajo es de carácter documental y, por supuesto, tiene un notable peso autoral. ¿Lo consideras más bien una denuncia o un acercamiento antropológico?

    Tiene de ambas. Es un trabajo naturalmente antropológico porque está contando una cultura, un pueblo. Tiene la lógica con la que trabajaría un antropólogo. No deja de ser el entendimiento de una cultura. Pero también es un trabajo que contiene una denuncia, porque lo que se evidencia al final es la violencia implícita sobre el territorio y la comunidad. Y esa denuncia es, justamente, esto que te digo: un genocidio de las grandes empresas sobre ese territorio.

    De la serie ‘Mapuche, el regreso de las voces antiguas’, de Pablo Piovano
    1 de febrero de 2019. Parque nacional Nahuel Huapi, Bariloche, Río Negro, Argentina. Laguna del Llón. Vista del cerro Tronador que tiene la particularidad de dividir los límites demográficos entre Argentina y Chile. / De la serie ‘Mapuche, el regreso de las voces antiguas’, de Pablo Piovano / Foto: Cortesía de Pablo Piovano

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    Diego Torres Pantin
    Diego Torres Pantin
    Fotógrafo y periodista cultural. Licenciado en Artes en la Universidad Central de Venezuela. Me gusta lo rebuscado, lo estético y lo simbólico, quizás porque la vida es más divertida cuando tienes que interpretarla.

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    2 COMENTARIOS

    1. Diálogo estimulante y retador. Tremenda labor la del sr. Piovano. Es increíble que con todo el conocimiento salubrista existente sucedan desastres como el documentado en «Agrotóxicos». Saludos.

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