Cada una de estas historias cayó en mi vida durante algún recorrido por el Caribe colombiano. No las busqué.
Son anécdotas que vinieron desde lo húmedo, lo intrincado, lo cándido, lo dulce, lo virtuoso, lo cítrico. Palabras e imágenes andantes que alguna vez repararon mi latir estropeado. Entonces aprendí a leer la esperanza, a zambullirme en la jocosidad, a mirar directo a los ojos.
Eso no se encubre
Pasó un muchacho y vio una una viejita de casi 80 años que vendía pescados en el mercado. La miró durante un par de minutos. No aguantó la curiosidad y se acercó para hacerle una pregunta:
—Oiga, ¡qué energía tiene usted para estar aquí de pie vendiendo los pescados! ¿Dónde esconde la vejez?
—Yo no la escondo porque no la conozco. No sé lo que es eso —respondió la señora.
Suerte a la cacerola, hervida, revuelta o estrellada
Rosa se fue al puerto a buscar pescados para el desayuno. Se acercó a uno de los pescadores que acababan de llegar a la orilla y le dijo que, por favor, le fiara dos bocachicos. El pescador se negó y reiteró que no podía fiarle, que necesitaba la plata en la mano. Él, como vivía en el mismo pueblo, sabía que Rosa criaba gallinas en su patio. Entonces le sugirió que desayunara huevos. Rosa contestó:
—No puedo. Los acabo de vender para comprarme un numerito de lotería.
El retorno del jornalero
El jornalero no lleva reloj; eso sería recordar que el tiempo es traicionero. Lo que no deja es el radio para saber si, por casualidad, alguien ha cantado las vivencias que los años no han desclavado de su memoria.
El polvo, testimonio del trajín. El sombrero es el techo confidencial de la retahíla de historias y recuerdos que lleva en la cabeza el hombre.
Además de la hierba: la leña, la leche, el sudor y el burro, el panorama y el agotamiento lo acompañan en medio de soles templados o de cielos plomizos.
El jornalero sabe que en casa el pecho descansa. Y cuando al fin se acerca al pueblo es cuando menos quiere pensar en el mañana, porque el hoy todavía pesa.
Los días en que no lleva el radio —porque está descompuesto— y no hay música, es el incesante anhelo de retornar a casa lo que canta. El jornalero hace la melodía silbando.
Todopoderoso boca abajo
Había un señor que se dedicaba a repartir comida a los más necesitados de su pueblo. Por circunstancias de la vida, le tocó irse a vivir a la ciudad. Al pasar algunos años, regresó a su terruño, pero nadie le prestó atención: no le brindaron comida ni alojamiento. Decepcionado y triste se fue a la iglesia y le dijo a Dios lo que sentía:
—¡En este pueblo la gente sí es desagradecida! No sé qué carajos hago aquí.
—¡Hombe…! No diga eso —soltó un viejo que se encontraba en la iglesia—. Quédese tranquilo. Allá arriba está el que para abajo ve.
—Ese será el murciélago —contestó sin una pizca de optimismo.
Soledad sin minutos
A Carmelo su hijo, que estaba de visita en el pueblo, le regaló un teléfono celular —el primer teléfono en su vida— para que recibiera llamadas nada más. Se lo explicó:
—Papá, oprimes este botoncito verde cada vez que suene.
Carmelo se quedó solo en el pueblo unos días. Atala, la esposa, se había ido a visitar a sus otros hijos que vivían en la ciudad. La extrañaba. Quiso llamarla. Se las ingenió y marcó, pero una voz le dijo: «Su saldo es insuficiente para realizar esta llamada, lo invitamos a recargar».
Carmelo pensó que a él lo escuchaban, entonces respondió:
—Déjeme hablar con Atala un rato. Fíeme hoy. Mañana yo veo cómo recargo.
Las cosas como son
En los mercados de mi Caribe colombiano es donde escucho las cosas como son. No hay vendedores armados de eufemismos para convencernos y empujarnos a comprar. Todo se pregona con ahínco y sin rodeos.
No prometen que los limones son grandes y jugosos, prefieren decir: «Se venden limones llorones». No pregonan que el aguacate es cremoso; mejor anuncian: «Te tengo el aguacate que parece una mantequilla». Y si venden alegrías —dulce tradicional hecho con millo, coco, panela, anís— no dicen que son las mejores del Caribe; pregonan: «¡Aléeeeegrense!».
No dudo, me convencen; presto atención a cada palabra y consigo las imágenes mentales de los productos ofrecidos. ¡Ah!, y no aseguran que el veneno para ratas es efectivo; gritan a los cuatro vientos: «Lleve el sicario pa las ratas».
Y ya dejo esto aquí porque —en medio de este calor de incendio— me voy al mercado de Barranquilla por un coco frío. Me dijeron que los cocos de allí son «más fríos que un matrimonio que le perdió la fe al “mañanero”».
Recuerdo visual
Unos dicen que la fotografía debe ser en blanco y negro porque así se logra narrar el alma de las personas y la esencia de los lugares. Otros dicen que debe ser en colores para obtener todavía más información sobre los sujetos y su entorno, porque la pintura de una pared y los colores de los atuendos también dicen algo. No lo negaré: a veces me dejo llevar por la coquetería del color y a veces me dejo embrujar por el blanco y negro. Es que en ambos mundos he encontrado maravillosas historias que me han dejado muda.
Recuerdo siempre las palabras que me dijo un viejo de un pueblo caribeño al que alguna vez le hice un retrato: «El único retrato que tengo es el que aparece en mi cédula». No abandonó la sonrisa ni endureció el rostro para la foto; parecía que había pasado mucho tiempo deseando ser retratado. No quería ser olvidado, quería que a su familia le quedara —al menos— una nostalgia visual cuando él partiera de este mundo.
Después de esa experiencia entendí que el camino era contar historias para la memoria y que el color no es los que define la trascendencia y la emotividad de una fotografía.
Yo recuerdo la mirada serena del viejo.
Filia salada
Cada semana deseaban que llegara rápido el sábado para encontrarse y jugar con el mar y saltar desde el muelle. Esperaban las grandes olas y se lanzaban sobre ellas. Querían estirar el tiempo para que no se agotaran las mañanas sabatinas. Cada salto era como un viaje, a veces planeado, a veces apresurado. Cuando asomaban sus cabezas parecía que volvían a nacer. Y las palmeras danzantes y los niños que se gozaban el viaje de los chapuzones eran el ánimo de la playa. Salían empapados, corrían por la orilla para volver al muelle y saltar mil veces más. Nacer mil veces más.
Un señor, que leía el periódico sentado debajo de una infinita palmera, le preguntó a uno de los niños si ya no estaban cansados de tanto saltar. El niño le respondió:
—Yo no me aburro ni me canso porque confío en los abrazos del mar.
“Cuando asomaban sus cabezas parecía que volvían a nacer.“ Qué sorpresa este símil, Linda Esperanza. Nací frente al mar; zambullida y sacar la cabeza ahora que te leo y veo tienen esa dimensión.
Hermosas crónicas e imágenes.