Unos mensajes de WhatsApp rompieron el silencio del Palau

    El director que guiaba a la orquesta sinfónica de Valencia subió los brazos y esperó casi un minuto con la batuta suspendida sobre las cabezas de los músicos. Rondaba los 60 años, tenía buena salud y el pelo cano. Frente a él se desplegaban más de cien intérpretes, contando el coro gigante de japoneses y japonesas que lo observaba, respirando, esperando órdenes, con el respeto nipón que se espera de ellos. Las mujeres colocaban sus manos juntas; los hombres las posaban encima de los muslos. 

    Mozart, su Réquiem, y el coro de asiáticos, con sus rostros pálidos y redondos de fantasmas de la cultura popular, eran la principal atracción de la noche.

    La batuta en una mano levantada, y los dos brazos en forma de vampiro que extiende su sombra por encima de toda una ciudad. Era también una advertencia para quienes estábamos a su espalda: el público.

    Un silencio profundo; se notaba que era un esfuerzo colectivo. Pero entonces, en medio del hueco que el director había cavado al alzar sus brazos, aislando la sala del mundo, sonó un móvil. A alguien le había llegado un mensaje por WhatsApp. 

    La sala completa —dígase el público que la llenaba— se estremeció. El director de orquesta se desinfló como si aquel silencio, la posición de sus brazos sobre los músicos que tenía ante sí, lo hubiera agotado por fin. Aunque no era agotamiento, sino decepción.

    Él era una especie de cóndor y nosotros en el auditorio éramos como sus alas. Unas alas aparatosas que le había costado un mundo levantar, y extender, e ir trasladando, paso a paso, hasta el borde del abismo sobre el cual, en pocos segundos más, se arrojaría como un gran pájaro planeador. 

    Cada uno de los que observábamos desde los asientos era una pluma, y el entramado de filas del Palau era la estructura de esas alas, y así por el estilo. 

    La gente, molesta, se volvía hacia todas partes buscando al delincuente del móvil. Era una búsqueda y captura rabiosa, querían que la sangre corriera, pero fue imposible localizarlo. Me imagino que el sujeto culpable se enterró en su butaca y logró desaparecer. 

    Vale, el director levantó la cabeza. Miró a la orquesta, miró al primer violinista. Rectificó los pies sobre el estrado, levantó los brazos. O mejor: volvió a levantar los brazos con un gesto viril, que anunciaba todo su arsenal, todos los recursos acumulados a lo largo de su carrera y durante muchos días de ensayo y preparación. 

    Su secreto estaba en aquel gesto: subir rápido los brazos y luego mantenerlos suspendidos, con el cuerpo tenso, hasta crear el silencio, asentarlo, desarrollarlo, dejarle un espacio de césped, alejarse de él a hurtadillas, como si caminara ante un dragón dormido, hasta concederle una unidad, una dignidad monumental. 

    Ya avanzaba en eso el director, ya había logrado armarlo, ya volvía a estar en el borde del abismo, y estaba listo para arrojarse y planear sobre el puto mundo, y, de pronto, volvió a sonar otro mensaje de WhatsApp. 

    El Palau se estremeció con más fuerza. El Palau de la Música Catalana, del Arquitecto Lluís Domènech i Montaner, es la mejor pieza del Modernismo catalán. El salón principal es indescriptible; menos majestuoso de lo que pretenden las fotos que venden el espacio, pero muy europeo en el ánimo de crear cosas a escala humana. Ningún espacio en su interior decepciona, como pasa con la mayoría de las obras de Gaudí, que el tiempo ha condenado a parecerse a decorados de tiktokers, a palacios diseñados por nuevos ricos rusos y sus damas de bótox y perritos peludos. Aquel mensaje de WhatsApp también se metía con el edificio, con la pasión de aquel arquitecto.

    La gente murmuraba. ¿Cómo era posible? ¿Qué demonios? El director bajó los brazos. El ruido de la notificación, que venía de un smartphone con sistema operativo androide, era un navajazo en la espalda.

    El director lo asumió con estoicismo y no se volvió; creo que intuía que, si se volvía hacia el público, cierta comicidad en la situación iba a empezar a colarse por los resquicios que habían abierto aquellos navajazos de WhatsApp. Volverse, intentar aleccionar a un público que ya sabía cómo comportarse, haría perder algo de la mística que trataba de construir. La forma en que respiró, agotado, humillado, pero sin girarse, tenía, por supuesto, algo de Jesús con la cruz al hombro. 

    Se recobró, volvió a alzar los brazos, reconstruyó el silencio, pasó el medio minuto, llegó al abismo, abrió las alas y logró arrojarse…, y, bueno, mientras volaba no dejaron de sonar otros mensajes de WhatsApp, pero ya se había resignado, al menos aquel día. Así que no fue el vuelo que se esperaba. De hecho, mientras planeaba encima del mundo, a otro señor obeso del público le entró una llamada, y el móvil sonaba persistente, y aunque el señor obeso trataba de silenciarlo, fracasaba una y otra vez: el móvil era un estúpido perro chihuahua consentido o educado con mala leche. Y la pelea contra el móvil duró tanto que incluso pudimos ver de quién se trataba. 

    Súmese que una porción del público no conocía el Réquiem y aplaudía cuando no se debía, pensando que alguna parte de la obra había terminado, y no era así. Quienes sí sabían reaccionaban histéricos contra aquella misteriosa invasión de principiantes, irresponsables, nuevos ricos, acaso guiris (turistas) ingleses de ciudades industriales y neblinosas o bien canis (equivalente a los mikis cubanos) que habían inundado su Palau debido a alguna promoción hecha por un tiktoker.

    Mozart Requiem Coro de Japón
    Mozart Requiem Coro de Japón

    No todos estaban al tanto de que había breves silencios indicados por Mozart, o hijos de la circunstancia en que fue escrito. El Réquiem es una obra inconclusa; tiene pasajes cortos que quizá su autor no tuvo el tiempo de enlazar antes de morir, al parecer, de un fallo renal severo. 

    Ese tipo de percance, más los rostros fantasmagóricos de los japoneses del coro, fueron los sucesos de la velada. 

    Del director recordaré cómo lograba crear aquel silencio eterno, y de la orquesta sinfónica de Valencia, su juventud. Calculé que el promedio de edad de los músicos rondaría los 30 años. Todos parecían recién salidos del cascarón. Tocaron correctamente, pero sin brío, sin electricidad. 

    Mi pareja y yo pudimos asistir porque aprovechamos una oferta flash y adquirimos las entradas gratis. Regularmente no podemos pagarnos los conciertos del Palau, aunque hemos asistido en varias ocasiones. Pero creo, o prefiero creer, que la mayoría de los que allí estaban sí pagaron por ello, o que en cualquier caso, como nosotros, juntaron expectativas, separaron el tiempo, buscaron la persona ideal para disfrutarlo, armaron el tinglado, la expedición hasta el Raval, un café antes de entrar… Todo por regalarse un momento de reconciliación con el mundo, y a partir de ahí con los impuestos, con esa red para peces que es España y su burocracia: el pago del piso, la hipoteca, la luz… Y hacer las paces, intentarlo otra vez, descargar baterías para volver sobre la angustia de la nueva semana. 

    Algo en la velada me pareció grotesco, la asocié, por ejemplo, con un cuento de Julio Cortázar, «Las ménades», donde el público que asiste a un concierto termina en éxtasis supremo, aplaudiendo y devorando, como caníbales, al director de orquesta. 

    Lo asocié con una observación que he realizado: parejas, matrimonios de individuos que no se soportan, y que caminan en silencio, tiesos, con los labios ligeramente arqueados hacia abajo, sin adelantarse uno u otro para no provocar una nueva discusión que les arruine la tarde, etc. 

    Tuve la sensación de no haber escuchado o presenciado nunca un silencio como aquel. En el pasado, al consumirlo en una película o en una novela, lo habría asociado seguramente al talento estilístico del creador, director, escritor, e incluso a eso que llamamos “atmósfera” en la puesta escena. Lo novedoso para mí ahora fue asociarlo a algo visceral, a las tensiones de una colectividad. 

    No pude evitar recordar, entonces, cómo eran los conciertos a los que yo asistía en Cuba. Es cierto que me fui en un momento en que todavía la telefonía móvil no había logrado calar tanto en el sistema nervioso de las personas, hasta el punto de considerarlo una nueva adicción, o parte del mal actual, junto a la obesidad, el consumo de azúcar o las drogas. Pero esto no resta fuerza a la impresión que me dio la espesura de aquel evento y la manera rabiosa y apasionada en que el público reaccionó ante la cuchillada de los mensajes de WhatsApp. 

    La rabia de las reacciones acentuaba la profundidad del silencio. El culto colectivo lo superaba, como si el silencio mismo no fuera el fin, sino la punta del iceberg, o un efecto colateral. 

    Cambiando el punto de vista con el fin de comprender mejor el fenómeno, se podría decir que el director no sacó tanta brillantez interpretativa de la orquesta como sí del público. El silencio, como ingrediente necesario, aparecería como un elemento físico de la misma naturaleza que el sonido. El público en este caso sería un instrumento más, otro recurso coral sin el cual sería imposible el concierto. Y es probable que entre directores de orquesta se hable, en secreto, en estos términos: «Si vieras lo que pasó, Claus; logré siete atmósferas de silencio». 

    Podríamos decir que un director de orquesta puede tratar al público. Puede guiarlo como a un actor al que le extrae la hiel, hasta dejarlo sin fuerzas en escena, con la noción de haberlo dado todo. El director llegó a su parte animal y sacó la verdad que estaba tapiada detrás de un muro de ladrillos. 

    Cuando el público buscó rabiosamente a quienes aplaudían fuera de tiempo, o a los culpables de que sonaran sus móviles, lo hacía con rencor, porque habían manchado la dignidad de mármol de aquel silencio, creado a base de todas las angustias precedentes, incluidas las de la infancia. 

    ¿El director entonces conocía aquella noción de angustia en el público? ¿Estaba al tanto de sus orígenes? ¿Cuáles podrían ser?, me pregunté. 

    ***

    Recordé la abrumadora carta al padre de Franz Kafka. Y el ya clásico enfrentamiento Padre versus Hijo. Durante años he tenido una frustración con este tema, pues nunca tuve un enfrentamiento de tal magnitud con mi padre. Su figura no me desafiaba, y yo a él tampoco. Mi hipótesis es que en el capitalismo es difícil no enfrentarse al Padre. 

    Porque el Padre es la primera figura que intenta imitar a la Sociedad. Es el primero que no sonríe, es el que presiona, es el que renuncia a tu amor de hijo, y te paga las cuentas, pero te prepara para ser fuerte. O sea, intenta crear un teatro de la realidad, un teatro de la crueldad; es un campo de entrenamiento, más o menos exigente según el caso. 

    Las relaciones filiales en estos países están muy entrecruzadas por esa figura, con el-prepara-a-tu-hijo-para-ser-fuerte-e-independiente, y que no sea un mantenido, que vuele de casa como un cohete espantado. Que logre más de lo que logró el Padre, es decir, huir de su padre (abuelo), que le exigía ser fuerte para que no pasara las penurias económicas de su estirpe, de su apellido. El éxito es éxito económico. El fracaso es fracaso económico.   

    Esta relación entre Padre e Hijo como entes sujetos a presiones económicas, a expectativas de éxito, a sueños de riqueza, no existe en Cuba. 

    Un padre en Cuba puede ser mujeriego, borracho, distraído, gusano, comunista, comecandela, pajero, pero no ese señor distante que te pone la bota encima para que te hagas a ti mismo, una mujer o un hombre fuerte, con ahorros y deudas de inversión. La carta al padre de Kafka tiene un matiz económico muy fuerte; su padre quería hacer de él un hombre de negocios exitoso. 

    Es cierto que en Cuba también hay una educación viril, pero quizá está más asociada a la guerra, a la defensa del país, y sobre todo a la resistencia. El Servicio Militar Obligatorio (SMO), las escuelas en el campo, los círculos infantiles no entrenan para volar de casa, sino para resistir todo pasivamente en una unidad mínima, el búnker familiar, que es largo, eterno. 

    El SMO es un quitagrasas. La grasa son los bríos, el individualismo. Lo que quiere el Sistema en Cuba es que la gente resista sin ansiedades. 

    Pero la palabra resistir no tiene sentido si no se vincula con la palabra tiempo. ¿Cuánto tiempo es capaz de resistir un resistidor? Yo asistí a aquel concierto con esta noción de resistidor. 

    ***

    Lo que me causó una profunda impresión en aquel concierto no puedo desligarlo entonces de mi condición de recién llegado. 

    Llegué de un régimen comunista empobrecido, sin riqueza que producir, que sobrevive apenas, a bocanadas, en medio de severas escaseces. Un régimen sin propiedad privada, sin plan urgente de desarrollo que convoque a multitudes a su reconstrucción, aun cuando tiene potencial porque es autoritario. 

    Llegué de un ecosistema que devoró la iniciativa y las angustias que traen estas: la soledad vital, la presión fiscal, el endeudamiento, los desalojos, la urgencia. Llegué de un régimen sin apuro. 

    En un teatro cubano, el sonido de un móvil no hubiera interrumpido algo tan sagrado, el tiempo de las personas. Porque la pérdida de tiempo no es una falta grave allá en la isla. El tiempo en Cuba no es propiedad privada. El Estado se hizo de él en algún momento, quizá en 1959.  

    En Cuba, el tiempo de Occidente fue abolido. El país que yo dejé estaba angustiado por un sentimiento que se propagaba como una peste: la falta de esperanzas, pero no la longitud del tiempo disponible para vivir después de trabajar. Aquellas notificaciones por WhatsApp saboteaban la calidad del tiempo privado de los espectadores que sí habían enmudecido sus teléfonos. 

    Comprendí entonces el rendimiento que había experimentado en los últimos tiempos, en un mes, aparte de filmar y editar materiales audiovisuales mal pagados, escribí tres textos de más de 10 páginas (sin usar Inteligencia Artificial), que en Cuba me tomaban meses cada uno. 

    Comprendí por qué todos los últimos inventos, como la IA, el correo electrónico, WhatsApp, la lavadora secadora inteligente, el microondas, internet, no eran usados para trabajar menos, sino para trabajar más. Hacer más en menos tiempo. 

    Comprendí por qué ahora leía más, y por qué rechacé andar en bicicleta por la ciudad, porque si pedaleo no puedo leer, y no puedo aprovechar la media hora de traslado, fuera de los estímulos embrutecedores de Instagram. 

    Comprendí a Emma Bovary desesperada por vivir su vida en el tiempo, que en provincias se volvía falsamente eterno, sin prisa. ¿Y por qué triunfa aún como novela? Por esa vieja intuición de que todos somos ella. Todos queremos realizarnos en el poco tiempo que nos queda. 

    Comprendí por qué el podcast triunfó. Porque se consume dentro del tiempo en el que se conduce en coche hacia la fábrica, hacia la oficina, hacia el despacho, hacia los impuestos de hacienda, hacia las notificaciones de Cofidis por un pago atrasado, o mientras se corre para hacer cardio y salvar la máquina del espíritu, el cuerpo, que la edad, el tiempo, la angustia, las perdidas, las traiciones, van desgastando. 

    Y comprendí por qué la novela, o las ficciones, siguen vivas. Porque nos crea un tiempo dentro del tiempo. Lo expande. En una hora y media de visionaje, vivimos una vida ajena que a veces es más real que la nuestra.  

    Leer, correr, follar, reír, es tiempo en el cual uno tiene la sensación de dominar y alimentar el tiempo. Desde el público me solidaricé con el silencio, los sonidos de las notificaciones se me clavaron en la piel. 

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    Carlos Melián
    Carlos Melián
    Vive en Santiago de Cuba. Las congas lo hacen llorar. No tiene pasión por ningún deporte, pero es fan a Savón, a Rigondeaux (a quien una vez le picó un cigarro), y a Gabriel Pierre el gran pelotero. Cree que el verdaro cronista de la música cubana es Candido Fabré y no Juan Formell. Y que Cuba se divide en esos dos bandos, los de Fabré y los de Formell. A él le gusta más Formell porque tiene tendencias pequeñoburguesas, pero eso no quita que el tipo sea Fabré. Fabré forever. No fuma, pero es picador fula de cigarros. Le da ansiedad ver a una gente fumando, no es que sea un estafador, o que no se le pare.

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