Había nacido el año en que nació mi mamá, aquella fecha que de niño en La Habana memoricé y creía ya olvidada: 1936… Un día más sobre esta Tierra y Mario Limonta hubiera cumplido la edad que increíblemente ella pronto cumplirá, 89 años.
Demasiado siglo XX para nuestras vidas en paralelo. Cuerpos de otra época que aún juegan a hacer equilibrios de infancia, balanceándose sobre ese raíl férreo que atraviesa trabalingüísticamente la biografía de cada uno de los cubanos: erre con erre, Revolución.
En el otoño de 2022 él se había quedado sin su amor de siempre. Mario Limonta y Aurora Basnuevo llevaban más de 60 años de comunión cuando ella, que era la más joven de la parejita, no pudo evitarlo y se murió, a pesar de que él le había pedido lo contrario. En la muerte, la rimita de la caballerosidad proletaria exige que limón limonero, los caballeros primero.
Guantanamerísimo, él. Matancerísima, ella. Dos habaneros de alma. Dos cubanos del corazón.
Mario Limonta tenía un segundo apellido típico de Haití o acaso del sur creole de los Estados Unidos. No vale la pena averiguarlo. Igual su dicción era capitalistamente impecable. Había aprendido a hablar con pulcritud en el esplendor radiofónico de la República, un instante antes de que el castrismo ensuciara la fonética de nuestra lengua insular con las jitanjáforas de la utopía.
Mario Limonta se hizo un hombre bueno revolucionario. Aurora Basnuevo se hizo una mujer buena revolucionaria. A ambos les fue imposible concebirse fuera de Cuba, como tampoco nos concebíamos lejos de Cuba los fiñes en blanco y negro de su audiencia de estreno.
Éramos un ejército de inmigrantes imperfectos en modo subjuntivo, sin que nadie lo haiga sabido. Hubieron mocosos que sobrevivieron al virus del dengue. Otros, a la bacteria de la meningitis. Nuestra patria fue un bulbo de penicilina, inyectado primero por los bombillos de la General Electric y, después, por los transistores tíatatacuentacuentos de un televisor soviético.
Mario Limonta nos hacía reír a carcajadas, en medio de las campañas criminales del Estado contra la Nación. Nadie tartamudeaba entonces esa palabra: tot-t-talit-t-tarismo. Tampoco decíamos transición a la democracia ni a ninguna parte. Estábamos en casa. Un tubazo de rayos catódicos bastaba para mantenernos magnetizados en el hogar.
No había presidio político en aquel humor caricaturesco de caciques y guardiarrurales, fantoches fascinantes de un pasado prehistórico que, en aquella época, aún era prácticamente ayer. Nadie se exilaba en la corruptela provinciana de San Nicolás del Peladero. Ni había sillas huérfanas en la misa familiar de Alegrías de Sobremesa.
Se supone que un actor sea una especie de imitador profesional. En la práctica, nos ocurrió lo contrario con él. Los cubanos que construíamos el comunismo aprendimos, sin los mojones marxistas de Stanislavski, a imitarlo en tono y gesticulación. Escribo esto a inicios de 2025 y todavía puedo personificar en voz alta las más emblemáticas frases del Sargento Arencibia o Sandalio El Volao. Cuando se verifica semejante milagro, es que un pueblo entero ama a su actor. Eso es un poquito más de lo que podrán decir los líderes de la Revolución.
Mario murió cerquita de mi casa, en el hospital La Benéfica. A la vista de las chimeneas y sirenas que desde el horizonte anuncian el puerto de La Habana. Fue en otra madrugada de enero, tan fría como en las que temí que mi madre se iba a morir, dos veces, en las sucesivas décadas de la decadencia clínica nacional.
Hayan hecho lo que hayan hecho los cirujanos que quedaron en Cuba, debió ser poco y tardío, aunque gratis. Por suerte, ahora no será necesario un crowdfunding para cremarlo, como es mandatorio al norte del malecón.
Mario murió solo, tampoco nos llamemos a engaño. Sin Aurora y sin los mejores ciudadanos de nuestra islita, cayos adyacentes y aguas territoriales. Su lucidez casi nonagenaria no admite comemierdurías sentimentales a la hora póstuma del abrazo hasta nunca jamás: él sabía de sobra que nuestro evangelio en clave de Revolución había culminado en debacle. No por gusto había visto desaparecer, uno a uno, los habitantes de un planeta precioso. Podemos, pues, envidiarlo en paz.
Y sí, fue feliz y bien, como un rayo de sol. Pero para un hombre bello es un pecado envejecer en cámara. Falleció sin ser viejo. Aunque su imagen cayera en manos de realizadores cada vez más rehenes, incapaces de pensar Cuba sin cortapisas. Para colmo, con filtricos, travelings y planos de dron del cortipega comercial de las televisoras hispanas del continente.
Dinos adiós, Mario Limonta. Porque hasta el fotógrafo de aquel cumpleaños de cristal, Frankie Quadreny, hoy aparece en Google como exiliado en el South West de Miami. Aunque perfectamente pueda no ser él, sino su hijo. O su nieto. A la tercera generación, va la vencida.
Descansa en soledad, indio oriental, honrado por el panóptico patrio de quienes fuimos colonizando a todos tus personajes hasta declarar, sin demagogia ni despedida ni duelo: «Mario Limonta soy yo».
Además de con tu Mulatísima, te reúnes en la muerte con otro Mario entrañable. En una película de Sara Gómez, panfleto pésimo y conmovedor como todo el cine cubano, Mario Balmaseda interpreta a un guapo con conflictos de conciencia por haberte chivateado.
Tú le sonríes en plena luz. Nadie se iba a morir, menos entonces. Ataviado con tu guapita sin mangas de guagüero, con ribeticos de guinga y todo. Mientras, de cierta manera, aguantas aquella arenga realsocialista del guion, para al cabo espetarle a tu tocayo con sorna sabia: «¡Apretaste, mulato!»
Y era verdad. Apretaron, mulatos.
Gracias por ser los Apolos y Adonis de nuestra atávica austeridad. Asistíamos a diario a un diálogo entre dioses y nadie nos había dicho nada. Por eso, a pesar de los pesares, los cubanos nos extrañamos tanto a los cubanos.
Un tributo de gran carga poética como se lo merece Mario Limonta. Un adiós espectacular a una muerte innoble en un hospital. Lo tuvimos entero y lo disfrutamos como a Aurora, esa actriz que encasillaron sólo en papeles humorísticos. Mario si pudo hacer papeles dramáticos y era buenísimo! Extrañamos a sus personajes y a una época muerta también.
Se le rinde culto a dos personajes de Mario Limonta como Sandalio el Volao y el Sargento Arencibia. Para mi gusto, se trataba de un humor para gente muy simplona