Pequeña nación donde ondula levemente la nada. Notas sobre Uruguay

    Para quienes creen en la posibilidad de un mundo diferente, la historia no tiene por qué ser, necesariamente, ese lugar común y miserable donde el gigante Goliat quiere aplastar al pequeño David. Mucho menos el lugar de un David empeñado en imitar a Goliat. Si leemos esto en la clave del ensayista y diplomático venezolano Mariano Picón Salas, autor de «Apología de la pequeña nación», el hombre conservaría —a través de un tiempo histórico largo y envolvente— una medida justa y cordial de «lo humano», si es que existiera una categoría al margen de la historia y la sociedad que pudiéramos llamar así: «lo humano».    

    Hombre de cultura clásica como fue Picón Salas, la cuenca mediterránea es un articulador de su discurso referido a la isla caribeña de Puerto Rico, pero también aplica a otras naciones hispanoamericanas. Por supuesto, en esta idea del humanista reconocemos aquella hybris —o desmesura— del pensamiento presocrático que informa la tragedia ateniense. Dígase: el hombre debe pagar si rompe con la proporción y la justa medida propias de su lugar en el Cosmos. 

    Comprimido entre Brasil y Argentina, esas grandes masas territoriales, humanas y culturales, el Uruguay es un país al cual por su «pequeñez» se pudiera aplicar con exactitud el distingo de Picón Salas. Para decirlo esta vez con Hermann Keiserling, también citado en el discurso-ensayo del venezolano: lo fecundo por insuficiente. Lo insuficiente, pero fecundo. 

    Una reflexión similar hacía el historiador uruguayo Alberto Methol Ferré en los convulsos años sesenta del siglo XX: como nación «menor» el Uruguay no hace historia, limitándose a «estar» —y padecer— la historia que le han impuesto tanto sus gigantescos vecinos como alguna potencia trasatlántica preocupada por mantener su dominio en el Atlántico sur. 

    Es esta «minoridad», parece decirnos Methol, la que tiene un rol articulador y mediador entre los grandes en conflicto. En esa asumida «pequeñez» que equilibra está la posibilidad de no ser aplastado. Lo pequeño no debe aspirar a suplantar lo grande. Lo pequeño solo puede existir autónomamente si, conscientemente, se completa con lo grande. 

    Esta será también la idea fundamental que, 30 años después, en los noventa, vertebrará los ensayos de exégesis cultural y nacional del crítico y poeta uruguayo Hugo Achugar, agrupados en su libro La balsa de la medusa: la virtud —y virtualidad— del Uruguay como país pequeño en comparación con las naciones que lo rodean. La posibilidad de lo pequeño autoconsciente desde el punto de vista cultural; pequeñez que, como señala Achugar, no es precisamente «lo petizo», puesto que el «país petizo es una variación enferma de la pequeñez», cuando, de un lado, la singularidad se vuelve falsa presunción e intolerancia respecto a todo lo que viene del exterior, y, del otro, no se valoran las fuerzas y virtudes propias de la nación «pequeña».   

    A esta posición geográfica e histórica supuestamente pasiva contribuye también el hecho de ser, el Uruguay, una suerte de corredor libre y equilibrado entre esas dos grandes «rocas entrechocantes» que forman Brasil y Argentina. 

    Por su posición en la boca del Plata, Uruguay es la salida natural de esa gigantesca, rica y fértil cuenca. Salida que es también puerta de entrada: entrada de la civilización y la cultura atlánticas en oposición a la supuesta «barbarie» del interior del país. Partiendo de esta condición de frontera, el Uruguay conserva algo de pieza clave en la dinámica geopolítica del Atlántico Sur. 

    En rigor, Uruguay es un país de 176 mil km²y, según el censo de población del 2023, apenas 3.4 millones de habitantes. Lo anterior arroja una muy baja densidad poblacional: 19.5 hab./km². La situación se agrava si sabemos que, de esos casi tres millones y medio de uruguayos (e inmigrantes…), 1.4 millones viven en los mil 640 km² de Montevideo y el área metropolitana, para una densidad poblacional de aproximadamente mil hab/km². Y si nos circunscribimos a los 50 km² del Montevideo más estricto, la densidad asciende hasta dos mil 500 hab./km². 

    En otras palabras, más de un tercio de la población uruguaya vive en un núcleo muy pequeño de territorio. El resto vive concentrado, sobre todo, en las principales ciudades de los 18 departamentos en que se divide el país. La consecuencia es que el campo —o la campiña—, con sus eficientes producciones agropecuarias que ocupan casi todo el territorio nacional, está casi despoblado. 

    En cierto sentido, esta contraposición campo-ciudad nos habla de dos naciones históricas, tantas veces enfrentadas. Un Uruguay de cara al Plata como comienzo del Atlántico y del Occidente desarrollado: un país «civilizado» y movido que mira hacia afuera. Y un Uruguay detenido, profundo y «bárbaro», con sus grandes extensiones despobladas, sus tradiciones campesinas y lo que queda —si es que algo queda— del imaginario gaucho. Es este binomio artificial, civilización versus barbarie —según la definición de Domingo Faustino Sarmiento en su Facundo, lo que parece haber agitado la historia profunda de este «paisito», tal como ocurre en toda la Cuenca del Plata.  

    En la época colonial, al Uruguay se le conoció como la Banda Oriental por haber sido el dominio más al este en el Virreinato del Río de la Plata. Con la independencia, y bajo el espíritu nacionalista que emana de los romanticismos europeos y americanos, comenzó a ser llamado Uruguay, que, en lengua guaraní, y en la interpretación de Juan Zorrilla de San Martín, significa algo así como «río de los pájaros pintados». 

    Aunque independiente como nación desde 1825, entre los historiadores hay acuerdo general en que, antes de 1870, no puede hablarse de una identidad uruguaya definida; identidad nacional y cultural dentro de la amplia región del Plata, quiero decir. Así, no tan paradójicamente, su consolidación como nación —e identidad cultural— se relaciona con un conflicto armado regional: la Guerra del Paraguay (1865-1870). 

    Fue esta guerra —continuación de la política por otros medios, al decir de Clausewitz— el acontecimiento que culminó el proceso iniciado con la revolución de 1810, desintegrando, en forma ya irreversible, el virreinato del Plata. La agresión contra el Paraguay, en nombre de la «civilización» y la «libertad», también fortaleció a Brasil y Argentina como potencias regionales.  

    Detrás de la Triple Alianza —Brasil, Argentina, Uruguay—, enfrentado con Paraguay, se dice que estuvo la «mano» del Imperio Británico. Sea así o no, lo cierto es que la forma inglesa —es decir, «civilizada»— de gestionar el capital, así como la vida social y subjetiva del individuo, fue minando las antiguas maneras pastoriles, caudillistas y «bárbaras» del Uruguay tradicional. 

    Relacionado con este savoir faire británico, uno de los atributos del Uruguay que más ha llamado mi atención es el sistema de autopistas que surcan al país y aquí llaman «rutas». Este sistema interdepartamental, conectado desde Montevideo hasta el Uruguay más profundo en la frontera con Brasil, comenzó a construirse en los años veinte del siglo pasado, en paralelo a la red ferroviaria construida por los ingleses a fines del siglo XIX. Si nos atenemos a la terminología del historiador uruguayo José Pedro Barrán, en su clásico Historia de la sensibilidad en el Uruguay, ambos sistemas de transporte (1860-1920) pertenecen al movimiento modernizador, civilizatorio y disciplinario del capitalismo en América del Sur. 

    Estas autopistas, de trazado llano y perfectas condiciones técnicas, atraviesan o bordean los diferentes departamentos, ciudades principales y secundarias, poblados y villas del Uruguay. A ambos lados de las rutas hay grandes extensiones de tierra cultivada y sin cultivar: la pampa, la «nada»… Una nada verde de diversas tonalidades, ondulada, silenciosa, sobria, de espíritu ascético y mesurado. 

    Vivimos cerca de una de estas rutas, en Villa San Cono, Canelón Chico, Departamento de Canelones, a escasos 15 minutos en ómnibus de la ciudad Las Piedras.  

    Sentí el impacto de esa pampa, de ese «espíritu», el 18 de diciembre del año pasado. Si te detienes al borde de una ruta —la mía es la 67; kilómetro 30 desde Montevideo— en una tarde lluviosa con 14 grados de temperatura, el efecto es demoledor. De pie, solitario y absorto, calado de frío y agua ante la inmensidad verde y vacía… Tal vez una frase de Cioran —«derrumbe interior»— se acerque a lo que experimenté. 

    Como en algún lugar dijo José Enrique Rodó, no es fácil de explicar la sensación ante este laberinto geográfico y mental. Irremediablemente te hundes, y contigo se hunden todas las esperanzas, en medio del frío gris, las ráfagas de aire cortante, congelado, y un verde neblinoso y difuso. El sentimiento de abandono y soledad es —o fue— terrible. Y tiene que ver con el silencio casi total, solo a veces interrumpido aquí o allá por algún pájaro, o por el movimiento rápido y convulso de algo entre el pasto: algo reptante que huye y no alcanzamos a divisar. Después, silencio nuevamente. Es una sensación que sobrecoge y ronda lo metafísico.

    Algo muy similar nombra ese rioplatense ultracivilizado que fue Jorge Luis Borges en uno de sus poemas: «anchura que ahonda en las afueras». Para mí, y supongo que también para el argentino metafísico, estas afueras —naturales— se relacionan con el «ser», con una existencia de ese «ser», pero al descampado. 

    En todo caso, y según Borges, nadie lo definió mejor que ese francés tan contradictorio que fue Drieu La Rochelle. Era la una de la madrugada en el Buenos Aires de 1932. Borges, Drieu y otros amigos paseaban y conversaban amigablemente en las afueras de la ciudad. De repente, con paso apresurado, Drieu se aleja del animado grupo. Se para absorto en una boca oscura, en un recodo del camino. Ahí, frente a la pampa, exclama: «Vértigo horizontal». 

    Conociendo las afiliaciones políticas de Drieu —y también las de Borges— no he traído al francés a estas notas por casualidad. En estas páginas dejaré una pregunta para la que aún no tengo respuesta. ¿Qué relación existe —de existir— entre este ser al descampado —arrojado, diría Heidegger— y, digamos, los totalitarismos políticos en el sur de América? ¿Hasta qué punto este ser al descampado, que viene desde fines del siglo XIX, producto del desarrollo del capitalismo europeo, genera esa necesidad de «arropamiento» en consonancia con los gobiernos totalitarios? Y en consecuencia: ¿hasta qué punto ese descampado existencial provoca esa necesidad total —y totalitaria— que define ciertas formas del poder político, esa pulsión que quiere ocupar todos los intersticios de la vida humana?

    Desde que vivo en Uruguay me he acordado varias veces de la célebre obra del sociólogo alemán Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Es solo una intuición, algo que no puedo explicar, pero que, seguramente, se relaciona con esa penetración en profundidad del espíritu anglosajón que arriba señalamos, y con el tipo de migración, fundamentalmente europea, que ha conformado el Uruguay civilizado y moderno.

    Es un hecho, además, lo que refuerza mi intuición anterior, que la mayoría de las iglesias que aquí he encontrado son de confesión protestante. Construcciones pequeñas y sobrias, de ladrillos oscuros y techos puntiagudos. Esto sobre todo en las ciudades y poblados del interior del país y de la campiña; no tanto así en la más abierta y cosmopolita Montevideo.  

    En este país hay un «algo» que sientes, ascético y reconcentrado, y que, a mi entender, tiene que ver con ese espíritu y esa ética protestante sobre la que reflexionó Weber a comienzos del siglo XX: un espíritu a-musical. Y aunque el uruguayo suele ser, en su inmensa mayoría, cortés y cordial, en el fondo sientes su subjetividad cerrada al exterior y volcada sobre sí misma. Una subjetividad que no se entrega y que pudiera ser, tal vez, reflejo del propio país que ha vivido como encerrado entre dos masas territoriales, tantas veces amenazantes. Masas territoriales —y humanas— que siempre han pujado por influir sobre esta tierra pequeña, feraz y noble.

    Entre tantas frases que intentan definir el «ser» nacional, hay dos que me han parecido, reductoras como toda definición, pero muy certeras. Ellas resumen lo que he visto en este año de vivir acá: el uruguayo es «la mesura levemente ondulada», y la otra, mejor aún: «estar triste como un uruguayo contento». Para defenderse de estos calificativos: grises, solemnes, poco afectos a los excesos vitales, se dice que el uruguayo es finamente humorista. No es necesario decir que el humorismo tiene que ver más con la represión de los instintos que con la alegría o la felicidad. 

    Y, claro, habrá quien me hable de la alegría, la musicalidad, la vitalidad y los colores del candombé y el carnaval uruguayo. Y responderé: pese a su arraigo de dos siglos, a sus raíces afrouruguayas, el candombé continúa siendo minoritario y practicado, en general, entre los más desfavorecidos socialmente. 

    Lo otro: el carnaval y sus comparsas, en sus variantes más o menos pintorescas, como se ven en la avenida 18 de Julio entre fines de enero y comienzos de marzo, es, o bien puro folclore para turistas ingenuos, o recuerdo nostálgico de una época «bárbara» de plenitud existencial. No quiero dejar de destacar que lo mejor de la música uruguaya—que también pertenece a lo que Paul Gilroy denominó «Atlántico Negro»—, lo he encontrado en las raíces africanas de esta música. Al respecto, escúchese la música de Rubén Rada, más conocido como el Negro Rada. 

    Como dato revelador, y para finalizar estas notas sueltas, he aquí una ecuación que para mí resume y retrata, perfectamente, lo que considero lo mejor de la uruguayidad, en su contradicción humana vital, y ajena a toda idea de grandeza nacional y nacionalista: Francisco Acuña de Figueroa, autor de la letra del Himno Nacional, también escribió una Nomenclatura y apología del carajo; o sea, un ensayo en versos que explora las 73 formas de nombrar el órgano sexual masculino. Termino con una estrofa del muy hermoso Himno Nacional del Uruguay y otra de la no menos hermosa, y jocosa, Nomenclatura y Apología…:  

    Orientales
    mirad la bandera,
    de heroísmo fulgente crisol;
    nuestras lanzas
    defienden su brillo,
    nadie insulte la imagen
    del sol!
    De los fueros civiles
    el goce
    sostengamos;
    y el código fiel
    veneremos
    inmune y
    glorioso como el arca sagrada
    Israel.

    ***

    Pero hay de grande aprecio entre los hombres,
    un cierto pajarraco, o alimaña,
    que tiene más sinónimos y nombres
    que títulos tenía el Rey de España.

    Yo, por tal de evitaros el trabajo
    de una investigación algo penosa,
    diré que esa alimaña, o quisicosa
    no es el Papa, ni el Rey sino…el carajo!

    Newsletter

    Recibe en tu correo nuestro boletín quincenal.

    Te puede interesar

    La victoria de Trump y el legado de Biden

    El retorno triunfante de Donald Trump, y el modo en que cambie el rumbo del país, especialmente si sus aspiraciones autoritarias no pueden ser refrenadas por las instituciones políticas, será ahora el principal legado de un presidente que se creyó excepcional.

    Festival En Zona 2024

    Rialta, la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM-Cuajimalpa) y El Estornudo convocan a la primera edición del Festival En Zona, que tendrá lugar en la Ciudad de México entre los días 26 y 29 de noviembre de 2024.

    Las estacas

    «No es porque te veas criatura / Pero tienes que saber / Que hay dos cosas seguras / Que es la muerte y la vejez. /Por la plata no te alegres / Que tienes que comprender / Que nunca la plata puede / Con la muerte y la vejez».

    El mensaje

    La élite del régimen no conoce el dolor por la muerte de un familiar que murió ahogado en una inundación o aplastado por un derrumbe, ni la desesperación de no tener techo o de perder cada una de sus pertenencias; tampoco sabe ahora lo que es vivir a oscuras durante días.

    Después del ciclón

    Cuando llega la calma y por fin amaina la tempestad, sobreviene el extrañamiento, el estupor o el asombro ante el semblante del caos y la fatalidad.

    Apoya nuestro trabajo

    El Estornudo es una revista digital independiente realizada desde Cuba y desde fuera de Cuba. Y es, además, una asociación civil no lucrativa cuyo fin es narrar y pensar —desde los más altos estándares profesionales y una completa independencia intelectual— la realidad de la isla y el hemisferio. Nuestro staff está empeñado en entregar cada día las mejores piezas textuales, fotográficas y audiovisuales, y en establecer un diálogo amplio y complejo con el acontecer. El acceso a todos nuestros contenidos es abierto y gratuito. Agradecemos cualquier forma de apoyo desinteresado a nuestro crecimiento presente y futuro.
    Puedes contribuir a la revista aquí.
    Si tienes críticas y/o sugerencias, escríbenos al correo: [email protected]

    Nansen H. Tápanes
    Nansen H. Tápanes
    Nansen H. Tápanes (1969). Licenciado y master en Historia por la Universidad de La Habana. Ha publicado artículos en las revistas Cubanow (ICAIC) y Conexos, el portal CubarteHypermedia Magazine y Rialta Magazine.

    Artículos relacionados

    Las estacas

    «No es porque te veas criatura / Pero tienes que saber / Que hay dos cosas seguras / Que es la muerte y la vejez. /Por la plata no te alegres / Que tienes que comprender / Que nunca la plata puede / Con la muerte y la vejez».

    Una década «larga» que transformó la faz del Caribe

    Con singular fuerza experimentó el Caribe insular la crisis que impactó...

    San Bernardo del Viento

    Cuenta la historia que unos misioneros debían llevar una...

    Gioconda Belli: «He optado por no ser cínica» 

    Dos veces exiliada del mismo país, con más de 30 años de diferencia entre ambos refugios, Gioconda Belli ha habitado como pocos escritores de la región el ciclo de las revoluciones modernas, sus ímpetus y derivas, sus entusiasmo y decepciones. 

    3 COMENTARIOS

    1. Gracias por la lección de historia, no conocía casi nada del Uruguay. Resultó interesante la manera en que describes tu reacción desde lo espiritual ante la naturaleza, la cultura y las tradiciones de un espacio geográfico diferente al nuestro. Me he dado cuenta que en algún punto de mi vida, dejé de disfrutar de una buena lectura. Gracias por este regalo

    DEJA UNA RESPUESTA

    Por favor ingrese su comentario!
    Por favor ingrese su nombre aquí