Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.
Las cámaras, las entrevistas y los reflectores asustan a Ding. Encuentra extraños, o inexplicables, los elogios, las celebraciones y la atención. Cualquier exceso, y hay pocas cosas que no le parezcan tal, lo hace retroceder, pero su delicadeza, al cabo, lo vuelve accesible.
Ella murió hace justo cinco años y nunca salió de Matanzas. Yo fui al cementerio del pueblo de Colón un mediodía muy caluroso y entregué sus cenizas al amparo de un panteón municipal. Desde entonces no ha dejado de morir, lo que quiere decir que desde entonces no ha dejado de asombrarme que murió.
Muchos opinaban que en Cuba daba lo mismo lo que fueras, te iban a reprimir igual, aunque, parafraseando el mantra orwelliano, podíamos decir que en el comunismo todos éramos iguales, pero los negros eran menos iguales que los demás.
Mientras que son ciertos todos esos momentos —y son muchos— en que Kirk traficó con un lenguaje detestable e ideas que atacaban directamente a grupos marginalizados, también es cierto que dijo, en un instante de lucidez: «Cuando la gente deja de hablar, es cuando surge la violencia. Es entonces cuando ocurre la guerra civil, porque empiezas a pensar que el otro bando es tan malvado que pierde su humanidad».