Lecciones del 5 de noviembre 

    En noviembre de 2020, Donald Trump se negó a aceptar la derrota y esa negativa —tras el fracaso de un complot bastante serio y una serie de nada serias demandas judiciales— terminó en un asalto al Capitolio que buscaba, entre otras cosas, forzar al vicepresidente a que no certificara, como requiere la Constitución, el resultado electoral. Fracasado este último recurso, vino un impeachment en la Cámara de Representantes, pero la absolución en el Senado —la decisión de Mitch McConnell, líder de los republicanos en esa Cámara, de salvar a Trump en el último momento pasará a la historia como uno de los grandes errores políticos de las últimas décadas— dejó el campo libre para que Trump, insistiendo en sus infundadas alegaciones de fraude, anunciara en noviembre del año siguiente su nueva campaña. Todo ello precluyó lo que llaman «post-mortem»: ¿qué sentido hay en analizar una derrota que no fue, buscar las causas de lo que no ocurrió?

    Cuatro años después, nos encontramos en una situación exactamente inversa: tan pronto como se vio, la noche misma del 5 de noviembre, que Trump ganaría se esfumaron, en el campo republicano, las dudas sobre la integridad del proceso electoral (los demócratas, ahora en control del gobierno federal y de varios swing states, no fueron esta vez capaces de amañar la elección, pero sí lo fueron —lo habrían sido— hace cuatro años, cuando Trump estaba en la Presidencia…), y, tras la concesión de la derrota por parte de Kamala Harris, sobrevino la discusión pública en torno a sus causas. Circuló en la red, por cierto, alguna que otra teoría conspirativa, pero estas no fueron tomadas en serio por los dirigentes del Partido Demócrata y la coalición que lo apoyó —que incluye a los sectores republicanos llamados «never Trumpers» y también a los que rompieron con Trump más recientemente, a raíz del asalto a Capitolio. Los perdedores del 5 de noviembre han asumido, e incluso magnificado la derrota, entendiendo —con esa fe en el poder de la razón que los caracteriza y que ha sido, probablemente, uno de los factores de esa derrota— que solo a partir de un diagnóstico certero se podría empezar a concebir una estrategia que consiga derrotar en el futuro a un movimiento político que no puede verse ya más como un «fluke», algo pasajero. 

    Cuando la derrota de Hilary Clinton, se podía señalar a los votantes de Jill Stein, a la intervención rusa, documentada en el informe de Mueller, a la carta de James Comey pocos días antes de los comicios, que hacía público que la secretaria de Estado estaba siendo investigada para solo unos días después decir que no, y todo mientras Trump estaba siendo investigado también, por los vínculos de su campaña con los rusos, sin que el director del FBI publicara carta alguna al respecto. Quedaba entonces el consuelo del voto popular y del estrechísimo margen en los estados que decidieron el voto electoral. Ahora la derrota ha sido mucho más contundente. ¿Cómo explicar que, tras el asalto al Capitolio, tras ser condenado en los tribunales, con varios juicios pendientes y tras una campaña aún más extremista y errática que la de 2016, Trump obtuviera casi la mitad de los votos emitidos, mejores resultados en todos los grupos demográficos y en todos los condados?  

    Con este sorpresivo triunfo de Trump (se equivocó en la predicción hasta el historiador Allan Lichtman, que ha acertado en todas las últimas elecciones menos la de 2000), las interrogantes se multiplicaron. Los que eligieron a Trump, ¿votaron por alguien que ven como un buen administrador, un exitoso hombre de negocios que podría usar su experiencia de CEO para reducir la inflación, o por un hombre fuerte que ha de restaurar el orden en la casa luego de décadas de libertinaje? El factor principal fue el precio de los huevos, o algo más, una cosa menos coyuntural, que revela, de nuevo, la cara más fea de los Estados Unidos? ¿Votó la gente a favor de Trump o en contra de Biden, de esa «bidenomics» que, a pesar de ser la «envidia del mundo», no satisfacía a muchos? Y, en este último caso, ¿fue el voto de castigo más allá del gobierno de este, contra unas élites que durante décadas favorecieron políticas que diezmaron las fuentes de trabajo de la clase trabajadora, y, encima, le hablan por encima del hombro? ¿Qué pesó más: el resultado de esas políticas o la supuesta condescendencia de las élites? Esto es, ¿el problema es que estas élites sean «globalizadoras» o el hecho mismo de ser élites? ¿Fue el factor económico el principal o lo fue el factor cultural? ¿O fue, más bien, el inevitable avance de la tecnología, ese cambio drástico en el régimen de distribución y consumo de la información que ha traído la Internet? ¿Está la democracia condenada a ser un vestigio de la época analógica y el futuro pertenece por entero al populismo? 

    Una primera respuesta emergió enseguida, apuntalada con el dato incontestable de que, en el mundo desarrollado, todos los gobiernos en el poder han perdido bien elecciones o escaños parlamentarios en el año en curso. El 5 de noviembre habría sido, sencillamente, un referéndum sobre el estado de la economía en el que la mitad de los votantes, descontentos con el aumento de los precios y el costo de la vida, marcaron la casilla de «cambio» en lugar de «statu quo». ¿Qué importa que los indicadores macroeconómicos sean buenos cuando un elevado porcentaje de la gente (aquí las estadísticas varían según la fuente, pero parece ser más del 50 por ciento) vive al día, «paycheck to paycheck»? Simplemente, era imposible que los demócratas ganaran; habrían perdido ante cualquier candidato republicano, porque era una carrera de cien metros donde uno de los corredores empezaba diez metros delante de la línea de arrancada.

    Pero la explicación más simple no tiene que ser la más acertada. Es evidente que esta teoría no da cuenta de un hecho crucial: en esos otros países desarrollados, donde la inflación es mucho mayor que en los Estados Unidos, los partidos incumbentes no perdieron ante un candidato que amenazó, hacia el final de la campaña, con usar el ejército contra sus adversarios políticos. Trump fue inequívoco al respecto: cuando varias veces en Fox News se le ofreció una off-ramp para que clarificara su planteamiento sobre «the enemy from within», no mencionó a Antifa o a manifestantes de Black Lives Matter, sino a Nancy Pelosi y Adam Schiff. La explicación por la incumbencia, en suma, no se hace cargo de que, más que a cualquier político tradicional, Trump recuerda a Hugo Chávez, quien trató, como él, de dar un coup y luego ganó limpiamente unas elecciones, antes de pasar a amañar el proceso electoral para permanecer en el poder. 

    Esta teoría no solo no da cuenta de la singularidad del fenómeno Trump sino que, en su fatalismo, tampoco reconoce los errores tácticos del adversario: el hecho de que la elección, cuyo margen fue más estrecho de lo que al comienzo pareció, no fue un landslide, indica que, con otra estrategia y otro candidato, los demócratas habrían podido ganar. Por mucho que se diga que Kamala Harris solo tuvo tres meses y lo hizo bastante bien, y que es injusto señalar sus «word salads» porque las de Trump son peores, es evidente que era una candidata mediocre, incapaz de salirse de los «talking points» que traía ensayados. Hizo la tarea, sí, pero le faltó agilidad mental, como se vio en su respuesta a la pregunta, en CNN, de qué medidas tomaría tan pronto llegara al gobierno, y sobre todo aquella otra, en ABC, sobre qué habría hecho diferente a Biden. No se le ocurrió nada; si los managers de su campaña no la dejaron aparecer en entrevistas durante el primer mes tras su nominación, fue justo porque estaban conscientes de las potenciales metidas de pata de Harris; aunque quizás habrían perdido igualmente, con Gretchen Whitmer o Elizabeth Warren las cosas habrían sido muy distintas.  

    El hecho mismo de haber sido la vicepresidenta, lo cual determinó al cabo que fuera la candidata, hacía muy difícil que Harris consiguiera distanciarse de Biden, como habrían podido otros líderes que no habían sido parte de la administración: gobernadores de swing states o estados republicanos como Whitmer, Josh Shapiro o Andy Beshear. Pocos dirigentes del Partido Demócrata niegan ya que el presidente debió haber renunciado a optar por la relección en 2022 o 2023, dando paso a unas primarias de las que seguramente habría salido un candidato mejor que Harris y que, además, no habría tenido ese otro lastre que fue la desastrosa campaña de primarias de 2020 donde la fiscal californiana «corrió» por el carril más izquierdista del partido. Harris, por un lado, no consiguió justificar sus cambios de posición en cuestiones como fracking y universal healthcare, y, por el otro, le ofreció a la campaña de Trump abundante footage para presentarla como una radical. Después de todo, el spot sobre su apoyo a las cirugías de reasignación a inmigrantes presos fue uno de los más usados en la campaña.   

    Kamala Harris y Donald Trump se acercan a la etapa final de la lucha por la presidencia de Estados Unidos

    Esto nos lleva, entonces, a una segunda explicación que ha ocupado mucho espacio en el gran debate abierto en el seno de la coalición derrotada. Según esta teoría, es la «identity politics» y el «wokismo», que tuvo su apogeo en torno a 2019 y 2020 —la época de «Defund the Police», la «Zona Autónoma» de Seattle y las controversias del Board of Education de San Francisco—, lo que perdió a los demócratas. Como evidencia se cita que Trump invirtió 40 millones de dólares en anuncios sobre la cuestión trans, pese a que las terapias de reasignación sexual en prisiones siguieron ocurriendo durante su gobierno, que el número de cirugías a menores de edad es relativamente pequeño y que, desde luego, esos cambios de sexo en las escuelas sin permiso de los padres no ocurren, como no ocurren los abortos después de los nueve meses. 

    Estas discusiones sobre el wokismo como factor crucial en la derrota me han recordado el final de la primera temporada de Los Soprano, cuando Tony reflexiona: «This whole war could have been averted. Psyquiatry and cunnilingus brought us here.» Se refiere a las circunstancias por las cuales su madre y su tío lo han mandado a matar, y aunque sabe que la guerra civil que se ha desatado en su familia tiene más causas, esa observación encapsula bien uno de los temas maestros de la serie: la crisis de la masculinidad tradicional. Escindido entre su nostalgia por «the strong silent type» y su apertura a la modernidad, entre la falta de escrúpulos consustancial a la organización criminal a la que pertenece por herencia familiar y la fundamental bondad de sus sentimientos, Tony Soprano es un personaje complejo, como los personajes de las grandes novelas realistas. Trump, en cambio —personaje plano donde los haya, tanto, que casi tiene la incredibilidad de un personaje de ficción— remite, como se ha señalado, a la Edad de Oro de la mafia. Sus comparaciones recientes con Al Capone no son gratuitas: pasada la época de los grandes mafiosos, el gánster, ese American folk hero, regresa bajo la guisa del multimillonario que se enfrenta a un sistema corrupto, dando voz a las cuitas del pueblo. Ser tough es su gran virtud no solo porque esa dureza es imprescindible para vencer en una lucha tan enconada como es la lucha contra «el sistema», sino también porque el sistema, con su insidiosa ideología de género, habría creado las condiciones para el triunfal retorno del hombre fuerte como rebelde vengador. Pronouns and trans women in women sports brought us here

    Trump declinó asistir al programa 60 Minutes, de CBS, rompiendo una tradición de décadas, pero fue al podcast de Joe Rogan y otros de la llamada «manosphere». Kamala Harris estuvo en 60 Minutes, pero no fue a conversar con Rogan. En tres días la entrevista de Trump tenía más de 40 millones de vistas en YouTube, y contra esto el mayor «ground game» de la campaña de Harris —con voluntarios en el terreno, tocando puertas— nada pudo; fue, al cabo, una campaña demasiado convencional, fuera de tono con los nuevos tiempos. Si ya la campaña de 2016 puso de manifiesto la tendencia de los social media al populismo, ahora tenemos un paisaje mediático aún más fragmentado, donde la televisión tradicional, como CBS, y los canales de cable, con excepción de Fox News, tiene cada vez menos influencia. En la edad de oro de los podcasts, los de MAGA —Megyn Kelly, Tucker Carlson, Ben Shapiro, Don Bongino, Candace Owens…-— superan, con mucho, en popularidad a los «liberals». Como en la radio —Alex Jones, la Christian radio, etc.—, la derecha populista está mucho mejor posicionada en el mundo digital. 

    En su entrevista con The New York Times, JD Vance insistió en la ilegitimidad de las elecciones de 2020, pero no tanto a partir de las alegaciones de fraude sino a partir de la supuesta intervención de Big Tech en favor de los demócratas. Pues bien, tras la adquisición de Twitter por Elon Musk y el involucramiento de este en la campaña de 2024, es difícil sostener que hay «tech censorship» en perjuicio de MAGA. Si algo ha evidenciado el reciente triunfo de Trump —además de que las elecciones no están amañadas en Estados Unidos—, es la falacia de la especie de que los medios están todos parcializados en contra suya. Lo cierto es lo contrario: los medios, motivados por los altos índices de audiencias, facilitaron su ascenso en 2015, y desde entonces han ido siempre a la defensiva; la deslegitimación de la prensa libre ha sido una deliberada estrategia donde el agresor se presenta —así ocurre siempre en el trumpismo— como víctima. 

    No es que los medios estén en contra de Trump, es que Trump está en contra de los medios, y acusar a un periodista que está haciendo un «fact checking» de ser «fake news» es una forma de «acción directa», la maniobra primera en esa guerra desigual contra las instituciones democráticas que es el movimiento MAGA. La manida acusación de «fake news» es un cambio de juego, un cortocircuito en el sistema que consigue, en el terreno táctico, boicotear un debate que no se puede ganar con hechos y argumentos, y en lo estratégico traduce la discrepancia a esa escena polarizada de las identidades donde se lo juega todo el populismo de derechas. Etiquetada la prensa como «the enemy of the people», el pueblo debe creerle al líder, no a los medios, o solo a los que no son fake, esto es, a los canales de la propaganda. La primera entrevista concedida tras el triunfo de Trump es reveladora de las demandas que el presidente electo pone a los periodistas: a pesar de ser una entrevista respetuosa, totalmente atenida a la ética de la profesión, Trump señala «hostilidad» y «bias»: desde su perspectiva, las entrevistas verdaderamente neutras son las de Fox News… 

    No sería, entonces, la economía, sino más bien la percepción de la economía, mediada por el enorme alcance de Fox News, lo que explica el triunfo de Trump. Es Fox News, no CNN o MSNBC, el canal que está puesto a toda hora en millones de televisores de la Middle America. Ciertamente, sin recordar la cobertura que Fox News hizo de la Presidencia de Barack Obama (un traje demasiado claro, tachado de irrespetuoso y «unpresidential»,  aquellas iniciativas de Michelle Obama en favor de la alimentación sana para reducir la obesidad infantil, denunciadas como intrusión gubernamental), y del primer gobierno de Trump (cada vez que el presidente decía o hacía algún disparate que no lo favorecía, sencillamente en Fox News no lo cubrían, poniendo un reportaje sobre cualquier chorrada que no tenía nada que ver con las «breaking news»), y luego del gobierno de Biden, denunciado día tras día por Tucker Carlson, en el programa con más audiencia de la cadena, como un «régimen», esto es, un gobierno cuasitotalitario; sin tener en cuenta todo eso, digo, no se comprende del todo el triunfo de Trump en noviembre de 2024.  

    Era, por tanto, absolutamente previsible que la mayoría de los nominados de Trump para su gabinete fueran colaboradores de Fox News; la simbiosis entre Fox News y el trumpismo es profunda porque Trump, aparte de algunas ideas que tenía desde los ochenta, como la idea de que otros países desarrollados se aprovechan de Estados Unidos, todo lo sacó de Fox News. La clave de ese canal supuestamente «fair and balanced» es la clave del trumpismo, y esa clave no es otra que la difuminación de la frontera entre «news» y «opinion», entre hechos y comentarios, la cual conduce a aquella otra borradura de la línea que separa el periodismo del entretenimiento. Trump proviene, no por casualidad, del mundo de las celebrities, de la televisión: sin The Apentice, programa del que fue host de 2004 a 2015, es improbable que hubiera ganado en 2016, y sin 2016 no hay 2024. Nada pudieron Oprah Winfrey, Whoopi Goldberg y Robert de Niro contra el alcance de Fox News y Joe Rogan. Cell phones and reality television brought us here.  

    Ahora bien, frente a quienes destacan el peso de la propaganda de la derecha, están los que culpan más bien al Partido Demócrata del resultado electoral. Primero, hay los que, en un ejercicio de autocrítica, señalan un problema de «comunicación»: a pesar de que muchas de las inversiones en infraestructura —esas que Trump nunca llegó a hacer— se llevaron a cabo en los estados republicanos, a pesar de que Biden «creó» más trabajos y que durante su gobierno se abrieron más fábricas de automóviles, los demócratas no fueron capaces de explicar eso a los votantes, de «vender» sus logros legislativos. Esta crítica tiene, yo diría, un segundo grado, que apunta a un problema más serio, un mal más profundo: la especie de que los demócratas se han convertido en un partido universitario, desconectado de la clase obrera. El problema fundamental de los demócratas, en 2024, sería que son un partido de las «coastal elites», un partido que ha olvidado el Heartland, un partido que no sabe cómo dirigirse a la gente de a pie. 

    Mucho se ha hablado, en estas semanas que siguieron a la elección, de la Heartland «condescendencia» del Partido Demócrata, llegando al absurdo de culpar a la Ivy League de la polarización política que asola el país. O al absurdo de decir que los votantes querían llegar a sus propias conclusiones, sin que les dijeran que Trump era un peligro. ¿No dijo Trump que el triunfo de su oponente significaría el final de la nación, del capitalismo y de la civilización misma? ¿No les dicen todos los políticos a los votantes por quién votar? La insistencia en torno a la «condescendencia» de los demócratas refleja tanto el doble estándar con que se suele juzgar a los dos grandes partidos como la facilidad con que se compra el antiintelectualismo del movimiento MAGA. Por un lado, Ted Cruz, Josh Hawley, JD Vance, Vivek Ramaswamy y Elise Stefanic proceden de la Ivy League. Por el otro, la crítica de la «condescendencia» reproduce parcialmente el planteamiento de las bases de Trump, que han abandonado aquel principio fundamental del conservadurismo tradicional que es la responsabilidad individual. 

    Frente a este tipo de críticas centradas en lo cultural, ha emergido con fuerza otra, dentro de la izquierda, que explica en el terreno económico la falta de sintonía entre el partido que dice representar a los trabajadores y la clase trabajadora. El Partido Demócrata está «out of touch» no ya por su énfasis en cuestiones minoritarias, fallas de comunicación o un exceso de condescendencia, sino porque sus políticas efectivamente favorecen a las corporaciones y no combaten, si no propician, la desigualdad. En un pasaje iluminador de su libro Achieving Our Country (1998), el filósofo Richard Rorty, luego de pronosticar un momento de crisis en que, tras décadas de salarios estancados y pérdida de trabajos, «el electorado suburbano decidirá que el sistema les ha fallado y comenzará a buscar un “hombre fuerte” por el que votar», escribe: «¿Dónde, se preguntará la gente, estaba la izquierda norteamericana? ¿Por qué eran únicamente los derechistas como Buchanan los que hablaban a los trabajadores sobre las consecuencias de la globalización? ¿Por qué no puede la izquierda canalizar la rabia cada vez mayor de los recién desposeídos?». Está aquí previsto no solo Trump, que sería, efectivamente, «un desastre para el país y para el mundo», sino también Bernie Sanders, quien representa justamente esa izquierda que, reconectando con la «antigua izquierda reformista» desplazada, según explica Rorty, por una izquierda académica demasiado centrada en la defensa de las minorías, debe «hablar más de cuestiones de dinero».

    El debate entre progressives corporate democrats resurge ahora, inevitablemente, ocho años después de aquellas primarias entre Bernie Sanders y Hilary Clinton cuyas heridas aún no se han cerrado. La crítica de Sanders al Partido Demócrata, a raíz de la derrota del 5 de noviembre, ha vuelto a poner en evidencia la necesidad de considerar seriamente esa alternativa que, según muchos, habría evitado el triunfo de Trump en 2016. Significativamente, Joe Rogan apoyó a Sanders en 2020 y a Trump en 2024: la nueva victoria de este podría ser vista como una suerte de reivindicación de aquel, en tanto revela, así sea de manera perversa, el núcleo de verdad que hay en la crítica del neoliberalismo y la globalización que ambos comparten. Además de la debacle que fue la Guerra de Irak, la causa última del ascenso de Trump habría sido, según esta interpretación, la polarización económica iniciada en la época de Reagan, aumentada por las políticas de Bill Clinton, prototipo del «demócrata conservador», y que Obama (cuyo gobierno fue mucho menos radical que lo que los «progressives» habrían querido) y Biden (en parte por el fracaso de Build Back Better, plan mucho más ambicioso que el Inflation Reduction Act finalmente aprobado) no modificaron fundamentalmente. 

    En buena medida resultado de la pauperización de la clase trabajadora y de la proletarización de la clase media a consecuencia de los tratados de libre mercado, el triunfo de Trump nos enfrenta a una verdad incómoda: Fidel Castro tenía algo de razón cuando, en aquellos años que siguieron a la operación Tormenta del Desierto y a la disolución de la Unión Soviética, señalaba los males de la «globalización neoliberal» y del «capitalismo salvaje». ¿No dijo el periódico Granma, en sus denuncias del nuevo «mundo unipolar», que Francis Fukuyama se equivocaba al hablar del «fin de la historia»? Pues bien, si se impone el movimiento MAGA, el mundo del futuro no será, ciertamente, unipolar. La predicción de Fukuyama —quien ha ofrecido, por cierto, también su análisis del «conundrum» del 5 de noviembre— no pudo estar más equivocada. El fin de la Guerra Fría, lejos de ser el triunfo definitivo de la democracia liberal, habría sido el caldo de cultivo de esa nueva amenaza a la misma que viene a ser el populismo de derechas, el «iliberalismo» a lo Orbán o Putin. «NOVUS ORDO SECLORUM», escribió Elon Musk en X el día después de las elecciones.

    El nuevo escenario nos coloca, entonces, ante la inminencia de lo que vendría a ser la consecuencia lógica de esa radicalización del Partido Republicano que es el trumpismo: la   radicalización del Partido Demócrata. El gobierno de Biden, propiciado por la COVID-19 (la pandemia fue una coyuntura excepcional que hizo a la gente añorar la relativa estabilidad del sistema, favoreciendo el triunfo de Biden sobre Sanders en aquellas primarias), no habría sido más que una postergación de la batalla decisiva, que es aquella entre los populismos de signo contrario. Si la elección de 2020 fue atípica, no habría nada que aprender de ahí, ni tampoco de las midterms de 2022, porque las midterms son distintas a las elecciones generales, en tanto en ellas votan los que siguen más la política, mientras que los llamados «low information voters», los que a lo mejor ni saben que existen las midterms, son los que se decantaron por Trump el 5 de noviembre. La verdadera lección, entonces, es la de 2016 y 2024: esto es, que la moderación no funciona cuando el sentimiento «antisistema» está tan extendido. Podcasts como The Joe Rogan Experience, que no son eminentemente políticos, no comparten la ideología hardcore, ciento por ciento MAGA, de propagandistas como Tucker Carlson, pero sí esa desconfianza hacia los políticos, los expertos y las instituciones que hace a muchos votantes poco informados «conectar» con el trumpismo. 

    Si el Partido Republicano se ha convertido en el hogar de los «young angry men», de los descontentos y los «contrarians», entonces los demócratas necesitan dejar de presentarse como defensores de las instituciones y de la tradición constitucional. En un Zeitgeist que convoca, como en los convulsos sesenta, al imperativo de «name the system», estos deben, primero, reconocer la disfuncionalidad del sistema y, acto seguido, encontrar culpables. Solo ahí se cierra la lógica populista, cristalizando una serie de demandas populares que, sin el claro señalamiento de un enemigo común, quedan solo como un conjunto demasiado vago o heterogéneo, que no llega a cuajar en una «narrativa» definida. ¿Cuál fue el tema central de la campaña de Hilary Clinton? ¿Cuál el de la campaña de Harris? Si en las elecciones de 2016 y 2024 se enfrentó un partido a un movimiento, sería preciso, como hizo Trump, convertir el partido en movimiento, porque solo un verdadero movimiento podría plantar cara a la fuerza retórica de MAGA, solo una narrativa con estructura similar podría contrarrestar aquella otra que ofrece fácilmente un culpable extranjero (o extranjerizante) para todos los males que aquejan al pueblo. 

    Y los malvados de esta otra narrativa, la contraparte de lo que en el populismo de derechas son los inmigrantes y las élites globalizadoras, han de ser, desde luego, las corporaciones, las compañías de seguros de salud, las grandes farmacéuticas, los lobistas de Washington DC… En una palabra, los billonarios. Trump, según esta lógica, tiene razón en gritar que el sistema está amañado, pero no en las causas que señala: no es la penetración de la «izquierda radical» en las instituciones, sino la de los multimillonarios en la política, lo que ha amañado al sistema. Y el regreso de Trump al poder, con la imprevista influencia de Elon Musk sobre la nueva administración, en lugar de apuntar a una solución, no hace más que poner en evidencia el problema, agudizarlo incluso. Es difícil prever qué promesas llevará a cabo el presidente electo, cuán lejos intentará llegar en su ofensiva contra la prensa libre y sus represalias contra sus adversarios políticos, si va a usar el ejército para reprimir a manifestantes, deportar a millones de inmigrantes ilegales o implementar aranceles en la escala que ha anunciado, pero una cosa está garantizada: la corrupción no va a tener paralelo. 

    Lo mucho o poco que avance esta administración en convertir lo que es una democracia imperfecta en una oligarquía o cleptocracia, evidentemente, condicionará el futuro de ese populismo de izquierdas que parece haber ganado, con la derrota de Kamala Harris, nuevos aires. Las probabilidades que tenga un político en la línea de Bernie Sanders (o un outsider que sea una celebrity, como es el caso de Jon Stewart) de ganar unas primarias demócratas, o aspirar como candidato de un tercer partido a la Presidencia, dependerán de lo que pase a partir de ahora. Es evidente que Trump prospera en la oposición, no en el gobierno, y ahora tiene, en la reducción de la inflación y la deportación masiva, dos promesas electorales tan concretas como difíciles de cumplir. Y hay razones para pensar que, aunque en el pasado le bastó con triunfos simbólicos, ahora, dado que su base de votantes ha crecido y cambiado, no toda se contente con «owning the libs».  

    Frente a quienes han leído los resultados del 5 de noviembre como un triunfo definitivo del populismo, abogando por una transformación radical del Partido Demócrata, están, entonces, los que podríamos llamar quietistas: aquellos que creen que, en muchos de los frentes que se abrirán, los demócratas no deben hacer nada, porque los nefastos resultados de las políticas de Trump traerán por sí mismos un nuevo «backlash», quizá tan pronto como en 2026. Decía Fidel Castro que, aunque el fin del imperialismo era inevitable, no era de revolucionarios sentarse en el portal hasta ver pasar tarde o temprano el cadáver del imperialismo; ahora diríamos que acaso lo que toca a los defensores de la democracia es justamente eso, esperar. Si Trump era, tras su absolución por el Senado en enero de 2021, un tren que venía inexorablemente hacia nosotros, el choque ya se ha producido, y no queda más que observar el desastre.  

    Newsletter

    Recibe en tu correo nuestro boletín quincenal.

    Te puede interesar

    El «hola y adiós» de Sabina en la Revolución cubana

    Nadie se la censuró, estoy convencido. Joaquín Sabina calló a consciencia. En vez de darnos un espaldarazo de emancipación, nos mostró su escéptica espalda. Allí mismo supimos que nunca olvidaríamos esa ausencia atroz del artista. Y, amándolo como aún lo amamos el sábado pasado en Manhattan, los cubanitos de entonces nos sentimos entrañablemente estafados por él. 

    Las malas fotos 

    «Las malas fotos» son estas que hice con el único propósito de verlas brillar en la pantalla del teléfono o la computadora. Las tomé en la ciudad donde nací y donde aún vive mi madre. 

    Ernesto Carrión: la poesía es pensamiento en estado pictórico alucinado

    «Porque es razonamiento vital atravesado por imágenes que deambulan y se conectan condicionadas por la alucinación».

    De la nostalgia nacieron las máscaras de José Llanos

    José Llanos es de esas personas que viven en la memoria de los paisanos. Apenas uno llega a Galapa, su tierra natal, y pregunta dónde queda su casa, la gente responde con orgullo y alegría: «¡Ah!, sí, el de las máscaras». Todos en este municipio del Caribe colombiano, ubicado exactamente en el departamento del Atlántico, a solo unos cuantos minutos de la ciudad de Barranquilla, lo conocen y admiran...

    La llegada de Richard B.

    Desde que Richard B. llegó, empezaron a llegar las cartas. Todas comenzaban con la misma frase: «BUEN TRABAJO». Las menos tenían un remitente conocido. Algunas me parecían irónicas, otras sospechosas, pero un par me parecieron reales. ¿Qué trabajo?, empecé a preguntarme.

    Apoya nuestro trabajo

    El Estornudo es una revista digital independiente realizada desde Cuba y desde fuera de Cuba. Y es, además, una asociación civil no lucrativa cuyo fin es narrar y pensar —desde los más altos estándares profesionales y una completa independencia intelectual— la realidad de la isla y el hemisferio. Nuestro staff está empeñado en entregar cada día las mejores piezas textuales, fotográficas y audiovisuales, y en establecer un diálogo amplio y complejo con el acontecer. El acceso a todos nuestros contenidos es abierto y gratuito. Agradecemos cualquier forma de apoyo desinteresado a nuestro crecimiento presente y futuro.
    Puedes contribuir a la revista aquí.
    Si tienes críticas y/o sugerencias, escríbenos al correo: [email protected]

    Artículos relacionados

    La crisis constitucional que se avecina

    Ahora que una presidencia profundamente antidemocrática avanza de manera abierta y acelerada hacia un modelo autocrático, ¿serán capaces los ciudadanos de darse cuenta a tiempo y defender la Constitución que dicen venerar?

    Cubanos en Estados Unidos: entre el miedo y la incertidumbre

    «Aquí todo el mundo está cagado. ¿Quién quiere ser deportado? ¿Tú crees que después de haber cruzado los ‘siete mares’, pelearme con coyotes, ‘tiburones y cocodrilos’, yo voy a querer volver? La verdad sí tengo miedo»

    La presidencia imperial es tan ilegal como ineficiente

    Aún más preocupante es el hecho de que este proceso caótico y peligroso no resulta de un mandatario populista sin preparación ni seriedad, como sin dudas fue su primer mandato. Esta vez Trump se ha rodeado de aliados clave, quienes realmente empujan esta agenda de destrucción del Estado.

    DEJA UNA RESPUESTA

    Por favor ingrese su comentario!
    Por favor ingrese su nombre aquí