Hace poco menos de 15 años, después de la debacle que significó para los republicanos la decisiva reelección de Barack Obama en 2012, un político en ascenso fue proclamado, nada menos que en la portada de la revista Time, como el salvador de un partido que buscaba desesperadamente un futuro político en un país cambiante: joven, hijo de emigrantes, elocuente, adorado por los donantes multimillonarios y con, al menos hasta ese momento, una meteórica carrera que en 13 escasos años lo había conducido desde el puesto de comisionado en una oscura municipalidad hasta el cargo de senador por uno de los estados más importantes del país. Marco Rubio parecía la respuesta republicana a Obama, el político sagaz con la capacidad de conectar los principios conservadores del país con una nueva generación de estadounidenses y una demografía cambiante, apelando tanto a los tradicionalistas como a los insurgentes del Tea Party.
La idea política central en el ascenso de Rubio tenía que ver con su condición hispana, alguien que podría resolver el problema migratorio y al mismo tiempo sumar a los latinos al Partido Republicano. Durante su período en la Legislatura de la Florida, y luego en el Senado, Rubio elevó su perfil público cuando propuso compromisos que permitieran la estadía en el país de los dreamers, así como un camino hacia la residencia y posterior ciudadanía para emigrantes que trabajaran y pagaran impuestos, a partir de un programa de braceros similar al que propuso Reagan en su momento.
Esto culminó en 2013, con la ley de reforma migratoria propuesta por el Gang of Eight, cuatro senadores demócratas y cuatro republicanos, con Rubio como uno de los principales promotores. Se trataba del tipo de ley ambiciosa y transformadora que convierte en estadistas a los legisladores dispuestos a arriesgar su capital político para implementarla. Sin embargo, Rubio se comportaba al mismo tiempo como una veleta política, sobre todo frente a la oposición de grupos antiinmigrantes como el Tea Party. Cambiaba de dirección según la audiencia y a menudo se desdecía a sí mismo. La ley pasó el Senado, pero en 2014 murió en la Cámara de Representantes, instancia en que ni siquiera la sometieron a voto. Rubio gastó buena parte del año siguiente intentando distanciarse de su propuesta, enfocado en las primarias presidenciales republicanas.
Como único oponente serio en la ruta hacia la elección del primer presidente hispano de Estados Unidos, Marco Rubio enfrentaba a otro senador de origen cubano, Ted Cruz. La otrora estrella también naciente, Paul Ryan, había caído como compañero de boleta de Mitt Romney. Otros políticos, aspirantes a la presidencia en 2016, o pertenecían a la artrítica clase dirigente del partido (Bush, Kasich, Huckabee) o demostraron no encontrarse aún listos para un rol en la política nacional (Jindal, Walker, Perry) o sencillamente no parecían lo suficientemente atractivos para la mayoría del electorado republicano (Fiorina, Santorum, Christie, Paul).
Entonces Rubio tropezó con la aplanadora que venía demoliendo las primarias republicanas, Donald Trump. Con su característica aptitud para la burla cruel, Trump lo bautizó como «Little Marco», apodo que caló en los votantes (ningún presidente norteamericano en la era televisiva ha medido menos de 1.80 metros). Rubio trató de ripostarle de la misma manera («small hands», «con artist») pero no encontró forma de competir en la lidia de los insultos.
La ofensiva de Trump resultó mucho más demoledora. Su campaña se basaba en los ataque xenófobos a los emigrantes y en la construcción del muro en la frontera con México, mientras que calificaba a Rubio como un promotor de la amnistía a los indocumentados. En una demostración de cobardía política muy pocas veces vista, Rubio llegó a declarar en una asamblea de votantes que la misma ley que él había impulsado en el Senado «nunca debería convertirse en tal» y que, si se repitiera el voto en el Senado, ya él no la votaría. El repliegue no le sirvió de mucho. Solo llegó a ganar tres de las elecciones primarias y sufrió la humillación de perder en su propio estado de la Florida, por lo que se tuvo que retirar de la campaña y darle su apoyo a Trump.
Durante los cuatro años siguientes, Rubio no hizo más que demostrarle lealtad a su antiguo torturador (como dijera el avezado político floridano Mike Fasano: «Él siempre ha sido así. Cueste lo que cueste»). Fue la punta de lanza de la primera administración de Trump para Latinoamérica, una región que al mandatario no le interesaba mucho, y junto a Lindsay Graham y Ted Cruz formó el triunvirato de los mayores defensores del presidente, no importaba lo que este dijera o hiciera.
Luego, con la presidencia de Biden, Rubio volvió a sus raíces de halcón tradicionalista, pero sin distanciarse mucho del movimiento MAGA, que siempre ha desconfiado de él al verlo como un globalista enmascarado. Con el triunfo de Trump en 2024, Rubio entró en la lista de posibles vicepresidentes, pero perdió el puesto contra JD Vance, otro camaleón político, aunque más talentoso. El premio de consuelo para Rubio fue la Secretaría de Estado, cargo que cambió por su curul en el Senado, sin dudas con la esperanza de posicionarse como candidato presidencial para 2028.
Hasta ahora, la decisión parece un error estratégico, ya que justamente una de las cosas que más disfruta controlar Trump son las relaciones internacionales, un espacio en el que puede alardear sobre sus cacareados dotes de negociador, tutearse con líderes mundiales y tratar de imponer su visión de un mundo transaccional. Como resultado, sus secretarios de Estado han sido meros correveidiles, y Marco Rubio no es la excepción. Autodespojado de la independencia y el crédito público que contaba como senador, Rubio se encuentra a merced de los desvaríos y crueldades de Trump, quien rápidamente lo ha sometido a humillaciones públicas.
Durante el famoso encontronazo de Trump y Vance con el presidente ucraniano Zelensky en la oficina Oval, quedó claro que Marco Rubio, relegado al incómodo papel de observador, no tenía la menor idea de la tormenta que se avecinaba. Otros artículos han hablado de su creciente irritación ante la manera en que Trump le arrebata las responsabilidades del cargo y nombra enviados especiales —con oficinas en la Casa Blanca— hacia diferentes áreas diplomáticas como Gaza, o también con sus constantes provocaciones a Canadá, Europa o Groenlandia, bravuconadas que luego Rubio tiene que intentar explicar sin contradecir a su jefe en público. Trump, además, ha despojado al Departamento de Estado, y por ende a su titular, de buena parte de los diplomáticos de carrera con la experiencia necesaria para conducir la política exterior del país, reemplazándolos por personas leales a él y no a la entidad. Rubio no cuenta con aliados, y lo rodean potenciales soplones leales al presidente. También ha trascendido su enfrentamiento con Elon Musk.
Por último, hay dos incidentes muy representativos de las situaciones extremas que Rubio está dispuesto a atravesar con tal de ganarse las simpatías de Trump. El primero es la eliminación de los programas de USAID, durante décadas la punta de lanza del soft power norteamericano. Rubio, un halcón tradicional a lo largo de su carrera, partidario de una robusta política exterior de influencia global, fue un acérrimo defensor de USAID en el Senado, y ahora ha aceptado la labor de enterrador de la agencia, quedándose a cargo del 17 por ciento de los programas. El segundo fue el emplazamiento público en el discurso de Trump ante el Congreso, cuando mencionó sus ambiciones de controlar nuevamente el Canal de Panamá: «Marco Rubio está a cargo. Buena suerte. Si no sale bien, ya sabemos a quién culpar».
En tiempos más convencionales de la política norteamericana, la Vicepresidencia y la Secretaría de Estado solían considerarse los mejores trampolines para aspirantes a la Presidencia. Pero Trump no es un presidente convencional ni le interesa la carrera de nadie que no sea Trump. Ninguno de los prominentes políticos que aceptaron cargos en su primer gabinete (Mike Pence, Mike Pompeo, Jeff Sessions, Rick Perry o Nikki Haley) continúan activos. El deceso de la carrera política de Pompeo, también considerado presidenciable en un momento, guardaría muchos paralelos con el posible futuro de Rubio. En el mundo de Trump solo cabe una figura, el resto son coristas y acólitos que deben rendir lealtad absoluta y que no duran mucho en sus puestos si muestran signos de independencia, contradicen al mandatario o pretenden convertirse en estrellas sucesoras. Nada indica que Rubio no sufra la misma suerte y es muy probable que el antiguo «Republican Savior» termine su días en la política sin alcanzar el puesto al que siempre apuntó.
Rubio sabe que su apuesta es a favor de una Cuba libre. Allí centrará sus esfuerzos. De lo contrario pasará como uno más entre tantos Secretarios de Estado mediocres o irrelevantes. Conoce a Trump y apenas le restan tres años y medio. Por cierto, Barreras no oculta su barrera demócrata, antitrumpista, muy respetable pero demasiado obvia para un artículo de opinión.
Rubio es una versión moderna de Chacumbele. Y lo tiene merecido, al igual que cualquiera que se preste a ser alcahuelte de Trump pensando en escalar políticamente. Barreras tiene razón cuando dice que Trump es primero, Trump es segundo, y Trump es tercero. Es muy probable que las elecciones de mitad término devengan en una debacle para los Republicanos, y en 2028 JD Vance, acompañado de Marquito, va a seguir a Mike Pence en la ruta de la olvidanza. Saludos.