¿Los cubanos venimos del futuro? El rostro incómodo del fascismo

    Hay frases que condensan una experiencia histórica. Entre los cubanos circula desde hace años una sentencia cargada de amarga ironía: «Venimos del futuro». Se dice para explicar que lo que otros pueblos están apenas empezando a experimentar, los cubanos ya lo han vivido en carne propia, bajo un régimen que prometió redención y en cambio trajo despojo y represión. Por eso, cuando tantos cubanos en los primeros años del chavismo advertían a los venezolanos que su experiencia política terminaría en comunismo, muchos los creían exagerados, incluso paranoicos. Sin embargo, el tiempo les dio la razón. No se trataba de un calco de la versión castrista, pero sí había ecos, visos, semejanzas. La palabra «comunismo», aunque imprecisa, funcionó como alerta histórica. Pero los cubanos no venían de un futuro integral, sino de uno parcial. Del futuro de la izquierda autoritaria. Nuestro olfato político reconoce ese tufo, pero sufre de anosmia crónica cuando el mismo hedor viene desde la derecha.

    El rostro de la Muerte

    Esto me recuerda a Francisco de Quevedo en El Sueño de la Muerte. Allí el poeta se encuentra con la Muerte y no la reconoce: la imagina como calavera y guadaña. La Muerte le aclara que eso es un engaño: la calavera es el muerto, pero la muerte verdadera es el rostro. Como pueblo exiliado del autoritarismo de izquierda, los cubanos reconocemos la calavera con guadaña, pero nos cuesta aceptar que la Muerte política pueda presentarse con otro rostro: el del patriotismo extremo, la religión o el orden.

    Alemania: el «Mussolini alemán» y la negación de Weimar

    En la Alemania de los años veinte, comunistas y socialdemócratas llamaban «fascismo alemán» (Deutscher Faschismus) al nazismo. Trotsky advertía que Hitler era el «Mussolini alemán» y Arthur Rosenberg lo describía como una variante local del fascismo italiano.

    Las élites conservadoras —industriales, militares, partidos tradicionales— ridiculizaban la alarma. Creían que Hitler era un agitador que podría ser «domesticado» y usado contra el comunismo. Como documenta Ian Kershaw, pensaban que las advertencias eran exageraciones, y según Richard Evans, «fascista» era para muchos en Weimar solo un insulto de la izquierda.

    La negación abrió la puerta de los acontecimientos que todos conocemos. En 1933, Hitler fue nombrado canciller y en pocos meses liquidó la democracia de Weimar.

    España: el eco de Italia y la negación conservadora

    Tras la Marcha sobre Roma, voces como Unamuno, Clara Campoamor y Luis Araquistáin advirtieron del peligro de importar el modelo italiano. Pero la prensa conservadora (ABC, El Debate, Acción Española) respondió que hablar de “fascismo español” era una exageración izquierdista, un espantajo retórico. José Antonio Primo de Rivera rechazaba la etiqueta: la Falange no era copia italiana, sino una “síntesis española, católica y patriótica”. Stanley Payne recuerda que la derecha veía la acusación de fascismo como “invento propagandístico”; Paul Preston señala que preferían llamarse defensores de la tradición; Santos Juliá advierte que el término se banalizó tanto que perdió poder de alarma. El resultado: el fascismo echó raíces en forma de falangismo, y más tarde se fundió con el franquismo.

    Fascismo como advertencia

    Aquí es donde el término fascismo resulta útil, no como definición académica cerrada, sino como advertencia. Cuando la prensa norteamericana de los años treinta describía al nazismo como «fascismo a la alemana», no estaba clasificando con rigor científico, estaba alertando. Lo que ocurría en Alemania seguía un patrón inquietantemente parecido al que ya se había visto en Italia con Mussolini.

    El propio H. G. Wells escribía entonces que el fascismo era un fenómeno adaptable, capaz de instalarse en cualquier nación bajo banderas distintas, siempre con la misma esencia de intolerancia y control absoluto. Y conviene recordar que el fascismo tiene un carácter fundacional dentro de la extrema derecha: cristaliza, de manera más acabada y coherente que intentos previos, la primera gran ideología de ultraderecha organizada como régimen. Así como el comunismo en el siglo XX se convirtió en el referente fundacional del autoritarismo de izquierda, el fascismo encarna el rostro inaugural del autoritarismo de derecha. Ambos nombres, aunque imprecisos en su aplicación estricta, tienen la fuerza de señalar un peligro real: el de la intolerancia, el autoritarismo y el fin de las libertades.

    Por eso ambos fenómenos son emblemáticos del totalitarismo: nombres que condensan en la memoria colectiva la represión, la violencia política y la negación de libertades. Y si a nosotros, cubanos, la palabra «comunismo» nos ha servido como alerta, si ese «venir del futuro» nos ha permitido reconocer en otros países los amagos comunistas incluso antes de que cristalicen plenamente, y esa advertencia ha tenido utilidad no solo para nosotros sino también para otras naciones, entonces con la misma legitimidad debe usarse la palabra fascismo como advertencia.

    Coincidencias concretas entre fascismo y trumpismo

    No es descabellado, entonces, usar la palabra fascismo como alerta en el caso estadounidense. Hay coincidencias estructurales que hacen imposible ignorar el paralelismo:

    • Culto al líder: Mussolini y Hitler como encarnaciones de la nación; Trump como único salvador («I alone can fix it»).

    • Ultranacionalismo excluyente: xenofobia contra inmigrantes y minorías.

    • Mentira y propaganda: la «Big Lie» electoral como equivalente de la «realidad oficial» fascista.

    • Ataque a instituciones: de la anulación de parlamentos a la presión contra el sistema electoral y judicial.

    • Milicias y violencia política: camisas negras y pardas entonces; Proud Boys y Oath Keepers hoy.

    • Enemigo interno: comunistas y judíos en los años 30; inmigrantes, demócratas y «deep state» hoy.

    • Populismo autoritario: apelación directa al pueblo contra las élites para concentrar poder absoluto.

    • Sacralización de la nación: el fascismo elaboró una suerte de teología política en torno al «espíritu nacional», presentado como destino histórico y mística de comunidad. El trumpismo, de modo análogo, rescata un mito de «América verdadera» que convierte la política en cruzada moral.

    Estos puntos muestran un ADN autoritario común. No se trata de identidad perfecta, sino de patrones compartidos. Y en política, reconocer patrones a tiempo es cuestión de supervivencia democrática.

    Lecciones latinoamericanas

    No hace falta ir tan lejos. En El Salvador, Nayib Bukele ha emprendido una cruzada contra las pandillas que durante décadas aterrorizaron al país. Ese combate le ha dado un respaldo popular sin precedentes. Pero ese capital político, lejos de fortalecer la democracia, se ha convertido en el pretexto para retirarla de escena.

    Bukele ofrece seguridad a cambio de libertades: concentra poder, vacía de sentido la división de poderes, somete al sistema judicial y desmantela el andamiaje institucional bajo el argumento de que la «democracia antigua» ya no sirve. Como tantos otros dictadores en la historia, intercambia protección por obediencia, seguridad por democracia.

    La lógica no es nueva. Fidel Castro también se amparó en ciertas reformas sociales —educación y salud gratuitas, la promesa de igualdad— para luego justificar su deriva autoritaria. La solución aparente a un mal real se convirtió en la excusa para desmantelar la vida democrática de la nación.

    En nombre de un mal, se instala otro peor. La advertencia estaba ahí, pero fue ignorada.

    Y en el exilio cubano se repite la misma lógica. Lo hemos visto muy claro en el caso de la Cuba castrista. Sin embargo ,para muchos pasa desapercibido el caso de Bukele en El Salvador. Absolvemos al autoritarismo cuando se presenta como aliado contra el comunismo.

    Contra la falsa moderación

    Frente a todo esto, hay quienes insisten en buscar una reconciliación de los términos, en rebajar el lenguaje y en evitar lo que consideran excesos retóricos. Argumentan que usar la palabra fascismo es inflamatorio, que solo polariza más a una nación ya dividida.

    Pero esta actitud resulta ingenua —o incluso peligrosa— en un país donde un sector político utiliza los resortes democráticos para desmontar la democracia misma. Si desde el oficialismo se persigue a estudiantes y profesores críticos de la política en Gaza, si se amenaza con retirar el estatus migratorio a quienes no tienen ciudadanía plena por la simple razón de discrepar con las formas políticas del gobierno, si se obliga a las universidades a elaborar listas de disidentes, si se producen ataques violentos contra legisladores y familiares de líderes de la oposición, si se siembran pequeñas crisis constitucionales desde el poder para erosionar la legalidad y cambiar la naturaleza de la ley, entonces la apelación a una moderación semántica se vuelve insostenible.

    En ese contexto, pedir que se evite la palabra fascismo para no sonar extremista equivale a desarmar a la sociedad frente al peligro real. Es precisamente en estos momentos cuando se necesita la palabra como alerta. Aunque sea imprecisa en lo académico, aunque incomode, su fuerza reside en advertir lo que puede llegar a cuajar en los Estados Unidos: un régimen autoritario con rasgos fascistas.

    Venimos del futuro completo

    Decir que «venimos del futuro» no es un gesto de orgullo: es una responsabilidad histórica. No basta con reconocer el rostro del comunismo; debemos aceptar que el totalitarismo adopta disfraces distintos. La metáfora de Quevedo lo resume: la Muerte no es la calavera, es el rostro. El fascismo y el autoritarismo no siempre llegan con camisas negras o símbolos rojos; pueden aparecer con banderas nuevas, discursos de libertad, consignas religiosas o patrióticas. Si de verdad «venimos del futuro», debemos advertirlo a tiempo. Porque si solo reconocemos una máscara, no venimos del futuro: venimos de una ilusión. Y las ilusiones, cuando se confunden con certezas, son la antesala del error.

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    3 COMENTARIOS

    1. Certera y muy necesaria advertencia. El perfil psicologico del actual presidente, es similar al de Fidel Castro.

      Abran los ojos y las entendederas! Excelente texto. Rieguenlo por doquier!

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