No era del todo imprevisible que los acontecimientos en Venezuela se precipitarían en el desconcierto y el caos social luego de la jornada electoral del domingo 28 julio. A fin de cuentas, las elecciones en las autocracias suelen ser un paso muy bien calculado por las élites en el poder.
Sin embargo, una marea trasnacional de esperanza —aunque solo a una mínima porción de la enorme diáspora se le permitió votar— había estado creciendo desde hace meses: una masa crítica de ciudadanos hastiados podría esta vez, una boleta tras otra, dar un triunfo ejemplar al candidato de la oposición y acabar con el régimen autoritario, ineficiente y corrupto de Nicolás Maduro. De entre las ruinas del chavismo brotaría una nueva era democrática cuyo signo ineludible sería más pronto que tarde el retorno a la tierra natal de los 7.7 millones de venezolanos que partieron rumbo a cualquier parte en los últimos diez años.
Pero en las primeras horas del lunes 29, tras una larga y tensa espera, y de que se corriera la voz sobre una inobjetable victoria de la candidatura opositora, el presidente del Consejo Nacional Electoral (CNE) de Venezuela, Elvis Amoroso, dio a conocer «una tendencia irreversible»: con el 80 por ciento de las mesas escrutadas, Maduro había conseguido el 51.2 por ciento de los votos frente al 44.2 por ciento de Edmundo González, postulante por la coalición opositora cuya líder emocional es María Corina Machado, inhabilitada para estos comicios.

Los reportes de prensa y las imágenes de Venezuela en redes sociales no han dejado de estar presumiblemente a la vista para una audiencia global que alterna entre conmociones bélicas (Ucrania o Gaza) y emociones olímpicas, y que participa de forma más o menos insensible o histérica, y siempre bizantinamente, en ilusorios debates sobre el sexo de las atletas y el estatuto siempre cuir de las reapropiaciones artísticas y, en general, sobre cualquier cabeza de playa o enclave supuestamente estratégico en ese frente de guerra posmoderno que va de lo «woke» a lo «facha» o lo MAGA.
Vistos desde la distancia, los acontecimientos venezolanos no escapan al metabolismo de estos tiempos. La contienda de narrativas se instaló desde el principio; sin embargo, la retórica totalizante del régimen madurista —que acude a expedientes dialécticamente inaccesibles como la conspiración imperialista, la injerencia y la venida del fascismo— tiene una brecha inocultable en, justamente, la imposibilidad de mostrar las actas de sufragios que legitimen una victoria anunciada con sospechosa tardanza y refrendada varios días después —51.95 por ciento frente al 43.18 por ciento— por un árbitro electoral, el CNE, que sin dudas está bajo control gubernamental. No poco se ha recordado en estos días que hace años, cuando el chavismo sí lograba ganar en las urnas, dichas actas eran expuestas de inmediato y podían ser consultadas en línea.


Justo lo que hizo el viernes último el bando opositor, que habría logrado recabar in situ los documentos probatorios de 24 mil 532 mesas electorales, es decir, el 81 por ciento del total (30.026), con un resultado de 67.1 por ciento de los votos para Edmundo González y 30.4 por ciento para Nicolás Maduro.
La publicación sin más dilación de las actas en poder del CNE, y su cotejo con las publicadas por la oposición, es lo que han solicitado —de diversas maneras, entre ellas la clara posición de principios del mandatario chileno Gabriel Boric, que ha llevado a la ruptura con Caracas— varios de los actores más influyentes de la región.
Lula da Silva, Gustavo Petro y López Obrador han dejado claro que la carga de la prueba sobre la legitimidad de las elecciones corresponde al CNE, y en rigor al gobierno de Maduro, pero están dispuestos a jugar por ahora en el tablero de la diplomacia —en tanto líderes de la izquierda latinoamericana— una partida más pragmática, aunque sin dudas atravesada por filias y fobias ideológicas, que acaso facilite una salida a la crisis.


Estados Unidos pidió en primera instancia, junto con Brasil, que se completaran debidamente los procedimientos electorales, o sea, que se hicieran públicas las actas que generan las máquinas de voto electrónico en cada puesto electoral. Un par de jornadas después reconocía, a través del secretario de Estado Antony Blinken, la victoria de Edmundo González. Para entonces, el Centro Carter —uno de las pocas entidades internacionales que asistió como observador a los comicios (si bien con un equipo muy reducido), y que certificó una y otra vez en el pasado el sistema de votación venezolano— había declarado que la jornada del 28 de julio «no se adecuó a parámetros y estándares internacionales de integridad electoral y no puede ser considerada como democrática». Y, más tarde, Jennie Lincoln —experta y líder de la misión del Centro en Venezuela— afirmó al cabo de la semana pasada: «Estas elecciones siguen bajo la lupa».
Por supuesto, las irregularidades comenzaron a presentarse mucho antes del domingo electoral: desde el desequilibrio entre los candidatos en el acceso a los medios estatales, y la ventaja en cuanto a las vallas callejeras y, en general, la ocupación propagandística de los espacios públicos por parte del oficialismo, hasta la presencia del rostro y el nombre de Maduro en más de una decena de casillas en la boleta electoral, pasando por los ingentes gastos propios del modelo clientelista bolivariano y por la retórica amenazante empleada por el propio Maduro y sobreentendida en múltiples declaraciones de representantes de cuerpos presuntamente neutrales, como el Ejército.

Todo ello ocurría mientras se verificaba lo que vemos en muchas de las imágenes capturadas por este fotógrafo venezolano. La ebullición de una nueva y breve esperanza. Vemos a Edmundo González y a María Corina Machado en una «Oración por Venezuela»; los vemos junto a los estudiantes de la Universidad Central. El conjunto encarna una forma de la emoción y el entendimiento colectivos que, sabemos, va a depositarse por algún tiempo, a través de la ritualidad política, y no sin extrañeza, en las figuras indicadas… Pero ese mandato puede desbordarse violentamente si una vez más se quebrara la promesa democrática, las reglas del juego.




En otra imagen la gente está rodeando al viejo Edmundo González que acaba de ejercer su derecho al voto. ¿A dónde va ese auto? ¿Va a quedarse varado entre la gente o, de alguna manera, ha arrancado hacia el futuro de Venezuela?

Pronto empieza a deshilarse ante nosotros la semana pasada en las calles de Venezuela. Las fotografías nos muestran todavía una primera manifestación convocada por la coalición opositora para rechazar el fraude electoral. Pero los sucesos van a arrojarse sobre nosotros —por supuesto, en las redes sociales— con la espontaneidad que otorgan la frustración y la rabia ciudadana… La revuelta popular es la otra cara del éxodo sin paralelo del pueblo venezolano.
Sabemos que fueron derribadas, decapitadas, arrastradas algunas estatuas de Hugo Chávez, el fundador de una revolución que no dudó en embalsamarlo y que, desde entonces, no ha abandonado su frenética deriva egipciaca.

El madurismo —incluidos los «colectivos», que dominan los bastiones urbanos tradicionalmente chavistas y que se presentan como «guardianes de la revolución»— desató puntualmente la represión: se reporta ya una veintena de muertes («producidas por la propia violencia de manifestantes», según el fiscal general Tarek William Saab) y más de dos mil encarcelamientos hasta este sábado (según el propio Maduro). El mandatario —que el miércoles 31 de julio presentó a ese efecto un recurso de amparo ante el Tribunal Supremo de Justicia— no ha dejado de clamar a los cuatro vientos que las elecciones, y la nación venezolana, han sido víctimas de «un golpe de Estado “ciberfascista” y criminal». Y le echa culpas, sin ir más lejos, hasta a Elon Musk.
El autócrata Maduro hincha las sábanas de los fantasmas retóricos de siempre para justificar la naturaleza corrupta y represiva de un gobierno cuyo supuesto triunfo electoral solo convalidan Cuba, Nicaragua, Honduras, Bolivia Rusia, China, Irán y alguno más. Al mismo tiempo, se ha convertido en el abismo donde se mira la izquierda latinoamericana, abocada a un cisma luego de toda aquella imaginería de unidad continental que abanderó Chávez. Finalmente, viene a confirmar —incluso si el Partido Comunista de Venezuela ha impugnado la situación actual y ha exigido las pruebas electorales— en su particular fe en los espectros a gente como Javier Milei.
Nadie puede predecir qué sucederá en Venezuela, más allá de la inmediata continuidad del caos social y la violencia política. Las actas ocultas prueban de un modo u otro los errores de cálculo del gobierno.
Lo que ellos no quieren revelar es la aritmética de estas imágenes.
