La verdad es que nunca sentí la llamada de la terapeuta. Según ella, había marcado temprano, pero qué va, mija, nadie contestó el teléfono. Dijo ahora no puedo ir a ver a tu padre, dijo tengo otros pacientes. Le contesté que sí, claro, que la esperamos más tarde. Mi padre tuvo un accidente, apenas puede pararse, apenas acostarse, llevarse siquiera la cuchara a la boca. Parece que nunca vamos a salir de esto, pero ya sabemos que se sale.
Es el tercer accidente de su vida. En el primero íbamos juntos, él, mi madre, mis primos y yo. El Lada impactó contra un camión en la Vía Blanca de La Habana. Mi padre estuvo meses con un yeso que le cubría casi la mitad del cuerpo y hasta hoy arrastra secuelas del aplastamiento en la primera lumbar. Su segundo accidente fue en la moto Jawa, transitando la Quinta Avenida. Se suponía que mi padre no tuviera más accidentes: ya en Cuba no tenía carro, ni tenía moto, y a sus más de sesenta años se había dispuesto a tener una vida tranquila en su casa de la Playa Baracoa, un sitio que conoce tanto que sería capaz de decir qué bache está en qué tramo de qué calle, o a qué distancia de qué curva viene la guagua. Un sitio tan cómodo, tan propio y apacible, en el que parecía que nunca nada le iba a suceder.
Nadie predijo que un próximo accidente ocurriría en Miami. Salió en la madrugada silenciosa de Homestead rumbo a su trabajo en Kendall. Iba en su moto e hizo un stop. Un carro lo impactó, lo lanzó casi cinco metros. Mi padre no recuerda el rostro del chofer, solo que era joven y que en medio de su aturdimiento se acercó a repetir delante del oficial de la policía que no era responsable, en un intento de garantizar su falta de culpa, consciente de que el verdadero golpe no llega en el momento del impacto, sino después.
A mi padre lo trasladaron al Kendall Hospital, donde fue muy bien atendido por el personal médico. Alguien le dijo que diera gracias a Dios, que qué bueno que el accidente fue en Miami, donde los hospitales tienen de todo, y no en Cuba, donde los hospitales no tienen nada. Nos cuesta agradecer: mi padre tuvo un accidente rumbo a su trabajo a una edad donde suponía que no tenía que trabajar más. En Cuba estaba a punto de jubilarse de cocinero en la villa donde trabajó durante los últimos treinta años, un lugar que no le reportaba dinero pero donde ganaba en especies, en pomos de aceite, en muslos de pollo, en comida, el único bien que, a la larga, siempre le ha interesado a mi papá. Manejaba el pueblo a sus anchas, el pueblo de toda la vida, y pensaba retirarse con una cría de cerdos, de conejos y palomas, y unos sembrados de tomate, yuca o frijol que tenía en el patio de la casa. Nunca pensó dejar ese lugar para irse a ningún otro, pero se fueron los hijos, los hermanos, los sobrinos, los colegas de la villa y los vecinos, y nadie quiere ser el último en el tiempo dilatado de un pueblo.
Ahora en Miami es el jardinero, podríamos decir que el de mantenimiento, el empleado de una familia de cubanos. Les poda el rosal, les limpia la piscina, una tarea que tendrá que poner en pausa mientras dure su recuperación. A mi padre le preocupa, obviamente. Desde Cuba le dijeron que había mucho trabajo para él en Miami, pero le llevó casi un año conseguir este, dicen que porque han llegado muchos cubanos, y porque la cosa no es como antes, que se puso mala la cosa, se está comentando que malísima. En realidad mi padre no tiene ganas de trabajar. Lo hizo toda su vida, de niño pescó jaibas y las vendió en la Playa Habana; vendió tamales y aretes de bronce y los vendió en el barrio; limpió las fosas y los techos de las casas de los vacacionistas; y luego trabajó sirviendo copas a los trasnochados, los infieles y las prostitutas. Está cansado de años.
Del Kendall Hospital mi padre salió con un yeso en el brazo derecho, una costilla rota, una contusión en un pulmón y varios golpes en el cuerpo, lo necesario para hacer una demanda. La familia, los amigos, los vecinos le han aconsejado que no espere mucho, que aproveche que está tan golpeado y que presente la denuncia. Por estos días lo llama mucha gente. Los amigos se preocupan por saber cómo está, la familia por si se siente mejor. Ni uno ha dejado de preguntarle qué va a ser en lo adelante con la demanda. Le han recordado la suerte de otro primo, que llegó en los noventa a Miami con la columna rota, resbaló con una cáscara de plátano en algún supermercado y se hizo rico tras una demanda. Nadie conoce bien si fue exactamente una cáscara de plátano, o si en realidad se hizo rico, pero es una historia que por años ha circulado en la familia. Le dicen que eso sí tiene Miami, que aquí tu vida sí vale, no como allá que te mueres y no te pagan. Otros primos desde Cuba lo llaman preocupados, y le aconsejan que no deje de lado la demanda, que les han dicho que podría ganar hasta ochenta mil dólares, no seas bobo, no demores eso. Casi le dicen que agradezca que un carro lo arrastró cinco metros, pero tampoco se atreven a tanto.
Hay varios lugares en Miami, según las recomendaciones, donde mi padre podría demandar al chofer que no conoce. Abogados con los que ganaría mucho dinero, dejaría finalmente el efficiency, compraría una casa, tendría ahorros para cuando pueda regresar a Cuba. A mi padre le hace ilusión, ya ha empezado a ver cuánto invertirá en qué cosa. Le han sugerido abogados, agencias, verdaderas fieras que lo ayudarán a embolsarse unos miles. Le han hablado de Amanda Demanda, un grupo de abogados con el que otro primo ganó un dineral.
Mi padre se ha sentido deseado, codiciado, pretendido por las agencias de abogados. Incluso le recomendaron que se llegara a una oficina y que solo le dijera a la dueña: «si me ayudas, te ayudo». La mujer que sí, que claro, que con mucho gusto contribuía, que todo iba a salir bien. Pidió los récords del Departamento de Policía de Miami-Dade, un documento donde finalmente supimos más detalles del accidente y del chofer que impactó a mi padre. Pero qué va, dijo la mujer tras ver los documentos, es que tu padre iba en moto, y ese chofer tiene un seguro muy malo, lo sentimos, pero no podemos aceptar el caso. Luego le recomendaron que mejor tramitar la demanda con Perazzo Law Firm, y más tarde que con esos tampoco, preferible que no sean cubanos, que inventan mucho, mejor dejar el cubaneo, mejor uno que hable inglés. Mi padre no domina el inglés, no sabe gestionar una cita médica, hacer trámites de ningún tipo, ni entiende las reglas de la ciudad. Ni siquiera podría moverse con soltura en lo que dicen que es el cubaneo en Miami, porque hay un punto donde Miami es una ciudad muy gringa, las leyes son otras, regidas por el estricto orden que impone el dinero, y mi padre, dije antes, entiende la vida en especies.
La terapeuta es cubana, bajita, de unos sesenta años. Aquella tarde volvió a llamar. Me dijo mi niña, está lloviendo a cántaros, tu padre no está tan mal nada, está enterito, y yo la verdad que no quiero manejar hasta Homestead. Le dije que sí, que claro, que descuida. La terapeuta fue enviada por una de las tantas clínicas que comenzaron a telefonearnos desde que mi padre entrara a la larga lista de los accidentados de la Florida, uno de los estados que reporta mayor número de accidentes, casi unos 1,044 por día, según el Departamento de Seguridad Vial y Vehículos Motorizados. Solamente en 2023, tres mil 409 personas perdieron la vida y 25 mil 832 terminaron heridos en las carreteras, avenidas y expressways del Estado del Sol, una cifra que presumen en primera plana las muchas firmas de abogados a los que no les falta cliente en todo el año. Mi padre integró el catálogo de negociantes de la ciudad, y por días tuvimos varias llamadas desde la oficina del doctor X, de la secretaria del cirujano Y, de la encargada de agendar la visita de la teraputa de los pies, de la de las manos, de la del tronco.
A mi padre le parece abrumador. La terapeuta que nos telefoneó se hizo terapeuta hace poco más de 15 años. Se fue de Cuba con una hija, llegó a España, durmió en la calle. Hoy vive sola, su última relación romántica no prosperó, tiene una casa de medio millón de dólares. Eso dijo en otra de sus visitas al efficiency, donde hace que mi padre inhale con ayuda de un espirómetro. Entre un ejercicio y otro le dice que no se preocupe, que ella también es cubana, y que también vivió en un efficiency, y le asegura que en unos años tendrá su propia casita, como la tiene ella, que la luchó, con una niña, que tuvo que aprender inglés, que estudió, que se hizo una terapeuta. Mi papá la mira con cara de ojalá.
Las terapias se han vuelto su momento favorito del día. No sale de la casa, la soledad aplastante de los sures de Miami lo atormenta, adaptado como estaba a caminar su pueblo, saludar a la gente, sentarse en el portal de la casa y gritarle al vendedor de caramelos, que anda rápido como un lince. Al menos tres veces por semana aparece una terapeuta. La colombiana llega los jueves, le ha celebrado las piernas a mi papá, y le ha traído dulce de yuca y se han contado la vida. Mi papá dice que lo malo es que se van a acabar las terapias y dejará de ver a las amigas terapeutas que tan bien le han hecho, que le hacen agarrar pelotas, soltarlas despacio, cargar pesas de pocas libras, pero sobre todo hablar. Otra terapeuta, jovencísima, llegó de Cuba hace unos años. Su papá no resistió la vida en Miami y se largó contra todo pronóstico. Se fue a Santa Clara a atender su finca, y un año después volvió a cruzar la frontera, y luego se volvió a largar. Hay gente que no aguanta esto, le dice la terapeuta joven. Mi padre encuentra consuelo en lo que cuenta, en no ser el único que quiere dejarlo todo, el efficiency, la moto, el trabajo como jardinero, e irse para siempre.
La demanda va en camino. Yo estaba un poco escéptica y más de una vez le dije a mi padre, entre tantas llamadas, papeles, abogados y agencias, que se olvidara de eso, que lo bueno es que estaba vivo. Las últimas noticias que ha tenido anuncian que, en caso de ganar la demanda, no será mucho el dinero, unos pocos miles, lo necesario para recuperar acaso la moto que perdió en el accidente. Luego de varios días mi padre se ha recuperado tan rápidamente como no esperábamos. Dentro de muy poco las terapeutas dejarán de frecuentarlo, y dejará también de sonar el teléfono no tanto para que mi padre asista al doctor, sino para asegurar otro mazazo a su seguro médico. Mi padre volverá a su trabajo, podará las rosas que nadie ha podado mientras faltó, seguirá esperando el día para regresar a su pueblo. Parece que nunca vamos a salir de esto, pero ya sabemos que se sale.
Este artículo tiene una consistencia similar al Ars Moriendi, de Ivette Leyva Martínez, que trata sobre su padre, su enfermedad y sus últimos días. Ambas autoras le imprimen a estos agudos y sentidos dramas familiares la impronta sociológica, la dificultad cotidiana de vivir en un Miami hostil para muchas personas, más para aquellas de la tercera edad. El dramatismo es mayor pues tampoco hay regreso atrás, ya sabemos. Me ha tocado profundamente este artículo, y espero que para este padre, como para tantas familias tratando de sobrevivir en este fuego existencial, vengan tiempos más benignos.