Este miércoles 12 de junio, los cubanos que paseaban junto a la bahía de La Habana pudieron ser testigos de la imponente llegada de una flotilla de guerra rusa conformada nada menos que por tres buques modernos y un submarino de propulsión nuclear. De acuerdo al gobierno cubano, la isla acogerá esta flotilla hasta el próximo lunes 17 de junio. Por su parte, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, en un intento de justificar la visita, e incluso de minimizar su relevancia, expresó en un comunicado que solo se trata de «una práctica histórica del gobierno revolucionario con naciones que mantienen relaciones de amistad y colaboración».
Las naves que atracaron en La Habana pertenecen a la Flota del Norte, la sección mejor equipada de las fuerzas navales rusas, que opera casi exclusivamente en la zona del Círculo Polar Ártico. Su presencia constituye la segunda visita en menos de un año de efectivos de la Armada de Rusia a la isla caribeña, luego de que en julio de 2023 lo hiciera el buque de entrenamiento Perekop. Y ha habido otras antes: en 2008, un grupo de buques rusos realizó la primera visita de este tipo desde la caída del Campo Socialista y, en 2015, lo hizo una embarcación de reconocimiento y comunicaciones, que llegó sin previo aviso a la capital del país un día antes del inicio de las rondas de conversaciones entre funcionarios de Estados Unidos y Cuba sobre el restablecimiento de las relaciones diplomáticas.
La «fuerza de tarea naval» que hoy puede verse en la bahía de La Habana está integrada por la fragata Almirante Gorshkov, una embarcación con tecnología de punta creada para el lanzamiento de misiles hipersónicos con precisión de largo alcance; un buque petrolero de la flota Pashin; el remolcador de salvamento Nikolai Chiker (equipado con un helipuerto), y el submarino de propulsión nuclear Kazán, con capacidad para disparar misiles a objetivos ubicados a dos mil 500 kilómetros. Según el Departamento de Estado norteamericano, esta visita militar señala el inicio de una serie de pequeños ejercicios navales y de la fuerza aérea de Rusia a lo largo del verano en el Caribe, que darán paso a uno más grande planificado para el otoño venidero.
Lógicamente, la presencia rusa ha causado cierta preocupación en Washington, pues solo el alcance de fuego del submarino bastaría para plantar un misil en la misma Casa Blanca. De hecho, antes de que la flotilla llegara a La Habana, el Pentágono ordenó el despliegue de varios de sus buques de guerra, como el USS Truxtun y el USS Donald Cook, del guardacostas USCGC Stone, así como de aviones de reconocimiento P-8 Poseidon a fin de vigilarla durante los ejercicios militares que realizó en el Atlántico. Y apenas ayer se supo que el USS Helena, un submarino de propulsión nuclear del Comando Sur de Estados Unidos, llegó a las aguas cercanas a la Base Naval de Guantánamo; en todo caso, el Pentágono ha asegurado que se solo se trata de una «visita rutinaria a puerto».
La entrada a La Habana de la flotilla de guerra rusa es, hasta ahora, la más absoluta y temeraria demostración pública del alcance del viraje prorruso que el régimen cubano inauguró como política oficial a inicios del pasado año. Este hecho, salvando las distancias, remite a los momentos más tensos de la Guerra Fría, sobre todo a la Crisis de los Misiles, cuando Cuba ocupó un secundario y absurdo papel beligerante en el conflicto entre las dos potencias más grandes de la época.
Desde que el presidente Vladimir Putin inició su ya larga y desgastante invasión militar a Ucrania en febrero de 2022, las tensiones bélica no han amainado entre Rusia y la OTAN, lo que se traduce en una total hostilidad en los planos político y económico entre el país eslavo y el bloque conformado por Estados Unidos y la Unión Europea. Así las cosas, una vez más, Cuba juega en favor de Rusia un patético —y limitadísimo— rol de aliado en un conflicto de escala global.
Sin embargo, resulta sensacionalista buscar en la situación presente algo más que un eco lejano de la Crisis de los Misiles. Estados Unidos se mantiene alerta ante la presencia de fuerzas militares del Kremlin a 90 millas de sus costas, pero no es algo que quite el sueño en el Pentágono o la Casa Blanca. Los efectivos estadounidenses que casi escoltaron a la flotilla hasta el Caribe corroboraron que, tal como admitieron las autoridades rusas, ni las embarcaciones ni el submarino cuentan con armas. De hecho, los ejercicios de lanzamiento de misiles realizados en el Atlántico solo fueron virtuales, es decir, simulaciones computarizadas.
Por otro lado, parece claro que Moscú ha querido ejecutar con esta visita más un despliegue mediático y simbólico que una verdadera provocación militar. Se trata de un alarde de alcance e influencia en el hemisferio occidental, una performance para enseñar qué tan fuertes son sus alianzas (no sus aliados) en las Américas. De hecho, funcionarios del Pentágono citados por medios internacionales estiman que la flotilla tendrá un segundo destino en la región, probablemente Venezuela; aunque también es posible que sea Nicaragua, en especial porque el régimen de Daniel Ortega autorizó desde el 1 de enero de 2024 la entrada al país de efectivos militares de una serie de países que incluye a Rusia —y, cosa curiosa, también a Estados Unidos.
El arribo de la flotilla rusa a La Habana sucede, además, mientras Estados Unidos se prepara para una campaña electoral en que el actual presidente luchará por la reelección frente al exmandatario Donald Trump. Y no pocos medios, incluso, la leen como una respuesta del Kremlin a la autorización que hace apenas dos semanas Joe Biden le dio a Ucrania para usar armas estadounidenses en operaciones ejecutadas en territorio ruso.
Dicho esto, queda claro que no se trata de una circunstancia equiparable a los momentos más tensos de la Guerra Fría y, sobre todo, que el papel de Cuba en esta trama es aún menos relevante geopolíticamente que en los primeros años de la década del sesenta.
Si se intentara proponer un paralelismo histórico, tal vez el mejor sería con aquel agosto de 1968, justo antes de que Fidel Castro hiciera público su apoyo a la irrupción en Checoslovaquia de las fuerzas militares del Pacto de Varsovia. En el preámbulo de su discurso, el líder cubano reconoció que sus palabras no solo iban a estar en contradicción con intereses propios de Cuba, sino que incluso podían implicar «riesgos serios» para el país. Pero su alianza con el Campo Socialista —que pronto se volvería una dependencia casi absoluta— le impedía asumir una postura diferente. Casi 56 años después, el régimen cubano, ya sin un Castro como cabeza formal, acepta nuevamente socavar sus relaciones con Occidente para garantizarse un aliado que lo ayude a sostenerse económicamente sin cuestionarlo en materia de derechos humanos.
En la configuración geopolítica actual, Cuba, que sufre una de sus más graves crisis económicas, ha apostado por «afiliarse» a la potencia paria, cuyos impulsos bélicos aún pudieran desatar un día de estos alguna escaramuza nuclear. Transcurrida apenas una década desde el «deshielo bilateral» con Washington, aceptar la tutela de Rusia no solo distancia a La Habana de Estados Unidos y la Unión Europea —así como de otros países alineados con estas potencias—, sino que recuerda cierta deriva harto conocida y frustrante: una dependencia cada vez mayor del Kremlin.
Hablamos de un importante quebranto a la soberanía nacional que presumiblemente aumentará a medida que crezca la deuda del Estado cubano con Rusia. Desde el pasado año, Moscú asegura su influencia en la isla de forma cada vez más acelerada, mediante préstamos, acuerdos comerciales, inversiones, deudas multimillonarias condonadas o aplazadas, y el «acompañamiento» en las fallidas reformas económicas que el gobierno implementa. A ello se suman considerables donaciones hechas por el país eslavo en materia de alimentos, infraestructura y, sobre todo, combustibles fósiles. Un ejemplo claro de esto último aconteció el pasado 17 de marzo. Mientras en algunas regiones del oriente de Cuba y Matanzas se producían protestas populares por los largos y reiterados apagones que el régimen achacó a la escasez de combustibles, Rusia envió 650 mil barriles de petróleo valorados en 50 millones de dólares, y, casi dos semanas después, llegaba un segundo cargamento de 90 mil toneladas de crudo; porciones de las 1.64 millones de toneladas anuales que recibirá el país caribeño como «apoyo» del Kremlin.
Las ayudas, sabemos, no son gratis e implican, como mínimo, un posicionamiento junto a Rusia en asuntos tan graves como la guerra en Ucrania. Desde 2022, el gobierno cubano ha mantenido frente a la comunidad internacional un timorato apoyo a la invasión rusa. Sin embargo, hace apenas un mes, Miguel Díaz-Canel le deseó «éxitos» a Putin en su contienda militar imperialista durante una visita a Moscú para sellar más «acuerdos de cooperación» bilaterales entre ambas naciones. Muy probablemente, ese cambio discursivo —ese énfasis— del presidente isleño respondía más a la situación de dependencia en que se encontraba él mismo —y cada vez más se encuentra Cuba— que a una mera torpeza política.
¿Qué desarrollo tendrá todo esto? Un país más aislado de Occidente, una dictadura dependiente y con menos autodeterminación en materia económica y en política exterior. En ese camino que se vislumbra a mediano plazo, la presencia de una flotilla rusa desarmada en la bahía de La Habana acaso representa solo un ligero deslizamiento del nudo corredizo que el régimen cubano se ha puesto al cuello.
Un análisis concreto, breve, comprensible para cualquier lector y muy esclarecedor. Lo mejor que he leído sobre el tema, muy lejos de paranoias, especulaciones sin base y, sobre todo, con un profundo conocimiento del contexto y las circunstancias actuales de Cuba. Gracias, Darío Alemán.