La crítica de la crítica. Sobre la acomodación de la memoria y otras cuestiones en torno a las UMAP

    Hace 13 años, en marzo de 2012, me entrevistó el historiador Abel Sierra Madero (en lo adelante, ASM). Fue él quien registró la fecha, en su libro El cuerpo nunca olvida: trabajo forzado, hombre nuevo y memoria en Cuba (1959-1980) (Rialta, 2022), pues yo no tuve el cuidado de anotarla. El premiado investigador se interesó en mi testimonio después de ver mi documental El accidente, estrenado en 2010 y disponible en YouTube, el cual trata sobre una tragedia aérea que un grupo de profesionales cubanos de la psicología tuvimos la desgracia de sufrir —y la suerte de sobrevivir.

    En el filme, cuando los sobrevivientes hablamos acerca del impacto de ese suceso en nuestras vidas, yo digo que para mis padres hubiese sido muy duro perder otro hijo.  Mi hermano Benjamín se había suicidado con 24 años poco después de salir de las Unidades Militares de Ayuda a la producción (UMAP). Ese dato, que me costó más de una grosera censura de la televisión cubana, había resultado de interés para ASM, quien estudiaba la sexualidad, la masculinización y el trabajo forzado en Cuba. 

    ASM me dijo que, al escuchar la mención a mi hermano, recordó que en una de sus entrevistas un informante le había hablado de Benjamín. Entonces, con la misma disposición que he tenido para colaborar con otros colegas, nos sentamos a conversar y repasar la historia de mi hermano, que hacía casi una década yo venía investigando para escribir un libro que, desde entonces, veía como un tributo en forma de novela testimonial. Yo no quería escribir un testimonio únicamente sobre la experiencia de Benjamín en las UMAP, sino también sobre la vida de una familia cubana durante los sesenta. No deseaba novelar el pasado, sometiendo el sentir de aquellos años a mis valoraciones presentes, sino escribir sobre lo que hicimos mis padres, hermanos y yo, con alegría o esperanza, tal y como lo sentimos entonces —si bien ahí no dejo de hacer un ejercicio de reflexión sobre dicho pasado.      

    No guardé ni pedí copia de la entrevista con ASM, pero recuerdo que le mostré cartas, poemas, recuerdos familiares y documentos que había ido recopilando tras el fallecimiento de mis padres: los escritos y diarios de mi madre, que recuperé en Colombia gracias a mi hermana Liz; los manuscritos de Benjamín, que encontré entre los libros de paleontología de mi padre; la entrevista que realicé en 2003 al testigo más cercano en los últimos días de Benjamín: mi otro hermano, Salvador. Habían pasado más de 30 años desde la muerte de Benjamín y, luego de esos trágicos días de octubre de 1968, ninguno de nosotros había tenido el valor de confrontar esos recuerdos. Durante tres horas, Salvador, quien tampoco está ya entre nosotros, me contó su versión de lo ocurrido aquel 10 de octubre en que Benjamín se suicidó mientras Fidel Castro daba su discurso por el centenario del inicio de las guerras de independencia. Mi interpretación de esa «no coincidencia» la expongo en el capítulo final de mi novela Benjamín, cuando morir es más sensato que esperar (Verbum, 2018).

    No sé cuánto duró la entrevista con ASM, pero al final, tras responder sus preguntas y mostrarle el material que había reunido, le recordé que yo también estaba investigando sobre mi hermano, que iba a escribir mi historia y que no quería que ninguna otra persona publicara el material que yo tenía. Después le pedí a ASM el nombre del testigo de las UMAP que le había mencionado a mi hermano, pues quería localizar a cuantas personas pudieran aportar información sobre el paso de Benjamín por las UMAP. 

    La respuesta fue «no». ASM me dijo que la persona que le había hablado de Benjamín no quería revelar su identidad ni ser entrevistado. Tal vez me haya dicho alguna otra cosa, pero en todo caso me aseguró que, como estábamos preparando dos libros diferentes (él un ensayo y yo una novela), no debía preocuparme por el material que le había compartido.

    Dos años y medio después recibí un correo de ASM. Era octubre de 2014. Me decía que en los próximos días mi hermano y yo lo acompañaríamos en un evento de estudios cubanos que tendría lugar en la Universidad de Yale, donde presentaría un extracto de un capítulo de su libro sobre las UMAP en el cual mi hermano y yo seríamos «los protagonistas». También me contaba que había escrito muchas páginas sintiendo que Benjamín lo acompañaba, y que todo sería publicado muy pronto en español y en inglés. Aclaraba que no me enviaba el manuscrito por cuestiones de seguridad, pues «los compañeros» podrían interceptarlo. También comentó sobre un próximo viaje a La Habana en que deseaba visitarme y mostrarme el texto, y me decía:

    Siento que quiero escribir más de Benjamín, estudiar sus poemas, sus manuscritos. Quiero escribir más sobre él y sobre tu mamá. Sus historias tienen que viajar, no pueden quedarse en La Habana; tu hermano tiene que vivir otra vez. Mi nuevo doctorado es en literatura y me gustaría insertar a Benjamín en ese proyecto. Si tú me lo permites, claro. ¿Cómo va la novela? Estoy seguro que será muy buena. Me ofrezco para escribir el prólogo cuando salga. 

    Al leer el correo de ASM, sentí que —pese a haber obtenido premios de la Academia de Ciencias de Cuba, de la Fundación Fernando Ortiz, y de la Crítica, entre otros, por mis propios libros y otras publicaciones— quizá le había parecido a él incapaz de rescatar la historia de mi hermano. No obstante, creo haber entendido su interés y haberle dado una respuesta mesurada, acorde al tono afectuoso de su acercamiento. Tuvimos dos o tres intercambios más por correo electrónico, en los cuales creí necesario dejar claro que mi novela estaba casi terminada, así como repetir que me interesaba contar yo misma la historia. Y ASM dejó claro que lo respetaría. 

    Nunca recibí la ponencia que ASM presentó en Yale; de hecho, ninguno de los artículos donde menciona a mi hermano. Mucho menos recibí contacto o dato alguno que me ayudara en la búsqueda de sus amigos —si bien por otras vías encontré a algunos. Pasaron varios años más hasta que un día, ya publicada mi novela, un amigo me envió por correo electrónico el texto de El cuerpo nunca olvida, sin índice ni bibliografía (luego compré el libro en papel), y al leerlo sentí un sabor amargo. Era febrero de 2024 y hasta entonces solo había recibido críticas útiles y fundamentadas, así como reseñas estimulantes de mi libro.

    ‘El cuerpo nunca olvida. Trabajo forzado, hombre nuevo y memoria en Cuba (1959-1980)’, de Abel Sierra Madero. / Foto: Rialta Ediciones
    ‘El cuerpo nunca olvida. Trabajo forzado, hombre nuevo y memoria en Cuba (1959-1980)’, de Abel Sierra Madero / Foto: Cortesía de Rialta Ediciones

    Los comentarios de ASM me molestaron, no por ser negativos, sino por su falta de fundamentación y por su cuestionamiento ético de mi novela y de mi honestidad como intelectual. Pero estaba enferma, y no tenía entonces condiciones para escribir una respuesta amplia y razonada.

    A su vez, otras dos investigadoras habían publicado críticas de El cuerpo…; ambas relacionadas con la ética de ASM.[1]

    Para ASM, no solo mi libro, sino de muchos otros en que se ha tratado el tema de las UMAP, son poco profundos, operan con valoraciones preestablecidas, carecen de rigor y alteran la memoria. Para ASM, además, los textos producidos en Cuba «tienden a acomodar y a despolitizar la experiencia traumática» (2022: 15) con el fin de que el pasado sea leído dentro de un relato «evangelizador» que no contribuye a hacer justicia. Según él, quienes vivíamos en Cuba pecábamos de suavizar los recuerdos, «acomodando» la memoria para evitarnos problemas políticos. Es decir, quienes desde la isla publicábamos sobre el tema de las UMAP éramos más cobardes que él, que lo hacía desde Estados Unidos. 

    En cuanto a mi libro, ASM anula categóricamente su valor testimonial sin proporcionar argumentación o dato algunos para sustentar ese criterio. Sin embargo, al cabo de varias páginas donde presenta a Benjamín a partir de sus materiales de archivo e investigación, utiliza como fuente testimonial tanto mi entrevista como el propio libro que desacredita. Y no solo me refiero a «los documentos íntimos», sino también a otros contenidos que lo llevan a valoraciones que no logra argumentar. Por ejemplo, dice: 

    En 2018, la Editorial Verbum publicó Benjamín, cuando morir es más sensato que esperar, un libro donde Carolina de la Torre reconstruye la historia familiar a partir del trauma provocado por el suicidio de su hermano. El texto es problemático por los ejercicios constantes de acomodación de la memoria que se realizan. Es imposible obviarlos. Carolina siente una deuda con el hermano y necesita contar su historia, pero sin tomar muchos riesgos políticos. Algunos dirán que se trata de una narrativa más mesurada y objetiva, ¿quién sabe? Lo cierto es que estos gestos afectan definitivamente su proyecto testimonial y reconstructivo. Sin embargo, los documentos íntimos que comparte con el lector bien merecen la pena. Los poemas y las cartas escritas por Benjamín son conmovedores. (p. 200). 

    ASM nunca demuestra aquellas «acomodaciones» que restan valía a mi libro. No es correcto ni ético acusar a alguien de mentir —porque de eso se trata acomodar conscientemente la memoria— y evitar riesgos políticos, sin suministrar pruebas que lo demuestren; especialmente, tras admitir que otros lectores podrán encontrar mesura y objetividad en el trabajo que critica. En particular, si se trata de un libro —el suyo— que es resultado de una tesis doctoral.

    Por otra parte, ASM ofrece datos incorrectos de la vida de Benjamín. Dice que fue uno de los tantos jóvenes enviados a las UMAP «después de haber sido depurado de su centro de estudios» (p. 198); pero, en 1965, año en que mi hermano fue encerrado en las UMAP, él no era estudiante de la universidad. Si bien esa imprecisión no cambia en nada la desgarradora historia de mi hermano, falsea la realidad. Benjamín no fue sometido a un proceso de depuración en la Universidad de La Habana porque, tal como escribí en el libro que desestima ASM, mi hermano y sus compañeros más cercanos de San Alejandro decidieron no presentarse a las pruebas de ingreso justamente para evitar los crueles y humillantes procesos de «depuración» de homosexuales y de todo aquel que no se acomodara al esquema del «joven revolucionario».  

    Tampoco es cierto que Benjamín fuera estudiado por las psicólogas que trabajaron en las UMAP porque, durante el primer estudio psicológico, llevado a cabo en 1966, él no se encontraba en los campamentos visitados por ellas, y durante el segundo, en abril de 1967, ya había sido dado de baja. Pero, si fuera yo quien se equivoca al respecto —pese a haber consultado las listas de entrevistados de las UMAP y el informe de las especialistas, facilitados por la psicóloga María Elena Solé—[2], si fuera ASM quien está en lo cierto en este punto, ello sería prueba de su falta de reciprocidad para conmigo y de su comportamiento egoísta hacia el saber, la memoria y mi propio duelo. 

    No me propongo una especie de desquite haciendo una valoración destructiva de El cuerpo nunca olvida. Considero que tiene elementos de valor: el registro de la poca disposición a escuchar que encontraron las primeras denuncias sobre el trabajo forzado en Cuba; la intención política gubernamental de borrar la memoria o reescribir el pasado mediante nuevas narraciones históricas; la recopilación de obras de teatro, cine y literatura que dan fe del sufrimiento de quienes estuvieron sometidos a trabajos forzados como castigo o para obtener el derecho de abandonar el país; el uso del lenguaje médico para el control social; el recuento de la política de repudio y humillación desarrollada por el Estado desde los años sesenta hasta el día de hoy; las explicaciones y conceptos que contribuyen al entendimiento de lo que el autor denomina un ejercicio de «voluntarismo experimental» que perseguía la homogeneización social y la construcción de una colectividad moralmente unida por una fe política.

    Sin embargo, El cuerpo nunca olvida es un libro desordenado, repetitivo y hasta caprichoso. Baste, por ejemplo, repasar el índice y el primer capítulo, donde varios subtítulos dicen lo mismo con diferentes palabras —a veces, con las mismas—, sin que el autor logre jerarquizar y diferenciar los conceptos más abarcadores a la hora de dar nombre a cada parte. Dice que es poca la bibliografía sobre este asunto, pero también que es tan amplia que es necesario inventarse un nuevo modo de referirla.

    En todo caso, ASM parece más interesado en criticar a quienes escribieron antes sobre el tema que en dialogar con esos autores. Me sorprendí al comprobar que muchos de los puntos expuestos por el periodista y productor Ernesto Juan Castellanos en la conferencia «El diversionismo ideológico del rock, la moda y los “enfermitos”», que impartió en 2008 como parte del ciclo de conferencias convocado por el Centro Teórico-Cultural Criterios sobre la política cultural del período revolucionario, son retomados y debatidos por ASM sin dar crédito a su autor. Castellanos presenta a los rockeros, los vagos, los homosexuales, los llamados «lacras sociales», los «elvispreslianos», los «burgueses», los que andaban con guitarras, los «enfermitos» como objetos de la «profilaxis social» revolucionaria. Para Castellanos se trataba no solo de una cuestión de reprimir, encerrar, reformar y curar a los homosexuales, sino, como también plantea ASM, de un intento de homogenización social que ponía en saco aparte a todos los que no se ajustaban al modelo comunista del «hombre nuevo». Pero el trabajo de Castellanos, cuyo contenido adelanta y debate muchas de las ideas de El cuerpo nunca olvida, no es referenciado en ninguna de las más de 500 páginas del libro de ASM.

    De igual modo, el autor omite toda referencia a la genealogía del concepto «travestismo de Estado», que presenta como aporte propio y con el cual define «una serie de mutaciones orientadas a garantizar la continuidad del sistema y a borrar el pasado […] para ofrecer hacia el exterior una imagen de cambio con apenas unos retoques» (Sierra, 2022, p. 281). La conclusión de ASM es correcta, clara y justa, especialmente en relación con los intentos de reescribir la historia presentando una versión menos trágica de las UMAP. Lo inexplicable es la ausencia de toda alusión al campo teórico que dio origen al término, el cual, en un texto de 2014, él mismo señala como proveniente de las nociones de «transformismo político» y «mariconerías de Estado» de la académica Frances Negrón-Montaner, así como del concepto de «travestismo cultural» de la también académica Jossiana Arroyo.

    Por último, debo señalar algunos datos erróneos —y, por supuesto, corregibles si hay una segunda edición— en El cuerpo nunca olvida que podrían falsear el registro histórico y confundir a futuros investigadores. En dos fotos de las UMAP donde los reclutas aparecen en compañía de una psicóloga (pp. 177 y 190), se identifica a esta como Liliana Morenza. Se trata, en realidad, de «la china» Nancy Yion, quien también trabajó en las UMAP y a quien entrevisté para mi libro. María Elena Solé, de quien ASM dice haber obtenido las fotos, jamás habría equivocado el nombre de su compañera. 

    Abel Sierra Madero, investigador cubano / Imagen: Book trailer, realizado por Ikaik Films
    Abel Sierra Madero, investigador cubano / Imagen: Book trailer, realizado por Ikaik Films

    ASM muestra, además, una foto de un grupo de reclutas en una supuesta sesión de «hormonoterapia». Sin embargo, la leyenda «original» que acompaña la foto, y que la identifica, tiene una tipografía que no corresponde a las máquinas de escribir de la época. Solé murió y ya no podrá aclararlo, pero Nancy Yion asegura que, como mismo su colega jamás la hubiese confundido con Liliana Morenza, tampoco hubiera hablado de sesiones de hormonoterapia sobre las cuales ella no tiene evidencia. 

    No puedo dejar de mencionar la falta de comprensión del momento histórico —y de los paradigmas vigentes— en que ocurren los fenómenos analizados. Así, cuando leí las descripciones de ASM sobre los centros infantiles de conducta y el trabajo de psiquiatras como el Dr. René Vega Vega, no pude menos que sentir alivio al saber que Vega no estaba vivo para leer un relato donde él, un profesional absolutamente dedicado a la Psicología Clínica y a los menores con trastornos de conducta, es comparado con un nazi que etiquetaba y manipulaba a los niños (p. 73). 

    Lo mismo sentí cuando, en una foto a toda página, se muestran tres jovencitas vistiendo uniforme escolar con la siguiente leyenda: «Uniformes que usaban las muchachas en el Instituto Máximo Gorki de La Habana, dedicado a la enseñanza del idioma ruso en 1963. La institución, gestionada por los soviéticos, tenía un estricto código moral: nótese el largo de las faldas y la altura de las medias». Pero es que tales alumnas estaban vestidas como muchas alumnas en muchas partes del mundo por entonces: ¡la minifalda no surgió hasta 1965!

    Lo de menos es la «acomodación» —esas sí son acomodaciones— de la memoria, o la escritura prejuiciada de ASM. Lo peor es bajar un libro serio a un nivel que en ocasiones llega a ser estereotipado y superficial para ajustarse a no sé qué esquema o público.   

    Quiera Dios que vea la luz una mejor compilación de los muchos testimonios que las víctimas sobrevivientes de tan oscuros sucesos han contado y escrito…, incluso desde Cuba, incluso, según ASM, queriendo evitar «riesgos políticos».

    Pese a todo, cierro mi novela de la siguiente manera: 

    Cuando (Benjamín) terminó de revisar y pasar en limpio su breve nota (lo de Carolina y Blanquita lo había dejado con tachaduras), se fue tranquilo a su cama con un vaso lleno de agua para poderse tomar, poco a poco, las decenas de pastillas de Fenobarbital que había ido acumulando en las últimas semanas. Benjamín había decidido por el Fenobarbital porque pensaba que no habría movimientos, ni vómitos, ni ruidos que pudieran despertar a Liz. Pensaba en una especie de sueño profundo y sin dolencias, que tapado hasta la cabeza, como siempre hacía, no tendría que alarmar a los demás. «Unas cuantas pastillas y se acabó el dolor». «Unas cuantas pastillas y se acabó la lacra, el flojo, el homosexual». Solo le faltaba abrazar el Cristo entre sus manos y ponerse en posición.

    «¡Que viva Cuba Libre!»

    «¡Que viva el 10 de Octubre!»

    «¡Que viva la Revolución Victoriosa!»

    «¡Que vivan los Cien Años de Lucha!»

    «¡Patria o Muerte!»

    «¡Venceremos!»[3]

    Fueron las últimas palabras que escuchó en vida Benjamín. Y un eco lejano «muerte»… «muerte»… «muerte»… «libre»… «libre»… «libre»… «lib…» que se iba apagando mientras su mente emprendía el vuelo eterno, y su cabeza, sobre la nota para Alma, se dejaba vencer.

    Alma, pronto abriré mis ojos a la eternidad, para hallarte solo es necesario dejar de pensar (allí seguramente estarás y serás como flor en fruto informe). Eres algo que ha estado eternamente gestándose, mas nunca nacerá. No ha llegado nuestro tiempo y más sensato que esperar es morir. 

    Benjamín[4]


    [1] La socióloga María A. Cabrera Arús publicó en El Estornudo «Contra la escritura que olvida» (abril de 2022), y la archivista Librada González Fernández publicó en Subalternas «Les bugarrones» (abril de 2023).

    [2] María Elena Solé, cursaba el último año de la carrera de Psicología cuando participó, como ayudante (principal coordinadora del trabajo y del informe final), del primer estudio que los Servicios Médicos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias le encomendaron a la Facultad de Psicología, en 1966, y como jefa principal del segundo estudio, llevado a cabo en abril de 1967, que se centró más en la clasificación de los reclutas. También participó en la comisión científica que se creó en la Universidad de La Habana, con la colaboración no solo de profesionales de la psicología, sino también de algunos conocidos psiquiatras, para el «Estudio teórico de la homosexualidad», de la cual también ella conservaba actas que me permitió consultar para mi libro. Después, hasta el cierre definitivo de las UMAP, en agosto de 1968 (Guerra Matos, 2017), siempre hubo profesionales de la psicología, incluso atendiendo y entrevistando reclutas durante el proceso de desactivación.

    [3] Ultimas palabras del discurso de Fidel Castro la noche del 10 de octubre de 1968 en conmemoración de los 100 años del inicio de las guerras de independencia, la noche en que Benjamín programó su muerte.  

    [4] En el epílogo de mi libro explico no solo el proceso y las fuentes de mi investigación, sino también el rumbo que tomaron nuestras vidas después de 1968, y el impacto que la muerte de mi hermano causó en nosotros. 

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    2 COMENTARIOS

    1. Es trágico la escasez de testimonios y evidencia fehaciente sobre la concepción y administración de esos campos de concentración. Que sea tan difícil encontrar supervivientes. Tengo un recuerdo de la niñez un tanto paralelo a la historia de Benjamín. En nuestra calle residía un italiano que tenía una hija y un hijo cubanos; no recuerdo una figura maternal en dicho hogar. El muchacho fue «recogido» e internado en una UMAP. Allí se suicidó, pero la explicación oficial fue un accidente de tipo «ocupacional». Sería trágico que esa horrible mancha en nuestra historia sea lavada con el paso del tiempo. Saludos.

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