Conocí a Reinaldo García Ramos (1944-2024) en noviembre de 2015 por intermedio de Ivette Leyva. Cruzadas las primeras palabras, entendí que mucho de lo que aquel hombre podía contar debía quedar asentado en una entrevista. Y me lancé, aunque el verbo es exagerado: Reinaldo exhalaba cordialidad y bonhomía. «Me encanta que tu proyecto me fuerce a escarbar en los laberintos del pasado; me halaga tu saludable curiosidad», leo ahora en un correo suyo.
Uno de esos días, aceptada su invitación, lo visité en Miami Beach con mis hijos; ellos se metieron en el agua, Reinaldo y yo subimos a su apartamento en Collins Avenue y la 28th St., de donde salí un par de horas después con el regalo de varios ejemplares de la revista Mariel, uno de sus grandes orgullos.
Pasaron varios meses en los que intercambiamos preguntas y respuestas por vía digital. «Querido amigo: las respuestas están casi listas, al menos en su sonrisa primordial; te las mando en unos días —me escribía a mediados de febrero de 2016—. Esto es solo un saludo y un preludio gentil, ¡antes de que se alce el ferviente telón y la valkiria confiese sus temores…! ¡Que estés bien y de intenso ánimo! Estoy leyendo con mucho gusto tus cuerpos desperdigados en los días [en referencia a mi libro Cuerpo a diario]. Abrazos y fe, R».
El punto final cayó en el verano de 2016, pero no había mucho más que hacer; en teoría ni siquiera teníamos un espacio donde publicarla… Y el tiempo pasó. La solución llegó de su propio lado: en febrero de 2017, durante una exposición de Ramón Alejandro, me habló de la posibilidad de que «nuestro opus» fuera publicado por Jesús Barquet en Nuevo México.
Y así fue. En mayo de 2017, con el título Espacio circular, aparecieron estas confesiones como parte de un libro híbrido (el «opus novomexicano», anotó en otro momento) que contenía 15 poemas hasta entonces inéditos, nuestra larga conversación y, a manera de apéndice, doce poemas escritos en otros tiempos, de los que habíamos hablado en la entrevista. El cuidado y las palabras de la contracubierta estuvieron a cargo de Barquet.
Desconozco la extensión de la tirada y el real alcance de este libro; sé que a Reinaldo lo complació sobremanera. Pero está claro que, hasta este momento, nuestra conversación permanecía demasiado alejada del submundo asequible de lo digital. De ahí esta publicación. Y que sirva, pues, como la extensión de mi respeto por el hombre y el poeta que García Ramos fue.


***
En una especie de cuña biográfica que introdujo en cursivas dentro de la narración, Mario Benedetti se retrata en su libro Primavera con una esquina rota ante la Oficina de Intereses de Estados Unidos, en el Malecón habanero, marchando en 1980 con sus «compañeros de la Casa de las Américas», horas después de lo que llama «la invasión de los diez mil en la embajada peruana». Se le nota el júbilo. Allí se reencuentra por casualidad con un conocido, también uruguayo y exiliado, que desea instalarse en La Habana. Ambos avanzan, gritan: «¡Pin, pon, fuera, abajo la gusanera!».
Tiempos eufóricos para unos, cruentos para otros. Los manifestantes, a sus anchas, repiten consignas y profieren insultos contra ese detritus social, díscolo o apático, al que el Estado policial cubano llamaba «los gusanos», haciendo uso de un término que cuarenta años atrás había empleado el nazismo para señalar a quienes consideraba ajenos a su engranaje mesiánico. En ambos casos había que sanear el cuerpo de la Nación, barrer la casa, no dejar espacio para la duda.
Por esos días —aunque Benedetti se lo calle en su mala novela—, también se había acudido al escupitajo y a la pedrada contra lo que, en 1970, el poeta alemán Hans Magnus Enzensberger, de paso por la isla caribeña, había señalado como «aquella parte de la población que puede ser calificada con toda propiedad como la escoria de Cuba», según leemos en El interrogatorio de La Habana. Autorretrato de la contrarrevolución.
En paralelo a esa escena del Malecón, en otros puntos del país —con cautela, pero con determinación—, no pocos se aprestaban a llevar a cabo su particular y no menos dramático mutis por el foro; eran protagonistas de uno de los picos más álgidos, política y sentimentalmente hablando, del último medio siglo cubano.
Visto a la luz de los años, los sucesos que comenzaron en abril de 1980 conectan con la misma esencia despótica que echó a andar en 1959, cuando, el 18 de noviembre, Fidel Castro se refería ante cientos de obreros a «los ratones que van a dar el gran salto al agua, creyendo que el océano es más seguro que la nave de la Revolución en medio de la tempestad».
De alguna manera, en aquella primavera de 1980 y en una misma ciudad se estaba produciendo una conexión por contraste entre un escritor uruguayo que marchaba decidido a taparse los ojos ante los mecanismos de exclusión y de apaleamiento de la individualidad sobre los que todavía se sostiene el Estado cubano, y un joven más bien apocado, ya entonces poeta exquisito, Reinaldo García Ramos, salido de las filas incómodas de las Ediciones El Puente, que hacía rato que había optado por el silencio y que ahora escogía el mismo rumbo incierto pero consecuente de la escoria, de tanta rata «en medio de la tempestad».
Años después de aquella huida, metido en sus memorias sobre el parteaguas del Mariel, García Ramos se alegraba en su libro Cuerpos al borde de una isla. Mi salida de Cuba por Mariel (Editorial Silueta, Miami, 2010) de esa paz, ese «aplomo razonable» con que podía mirar por el retrovisor una secuencia de escenas que conectan el miedo con la resolución, el asco con la necesidad de liberación.
Con la sensación de estar ante un testigo fiel, el sobreviviente de tanta algazara, pero sobre todo frente a un poeta distinguido por la sutileza y el aplomo, me acerqué a García Ramos en un flagrante acto de husmeo y perquisición.
A Reinaldo lo acompaña una sucesión de libros que han ido puntuando el asentamiento de una poesía calma, sosegada, que sanamente supo huir de los desajustes perecederos de la-historia-de-todos-los-días (las revoluciones, los pogromos, los escupitajos, el miedo y el estupor), e incluso del trasiego definitivo de un punto a otro en un mismo mapa. De ahí que, en su caso, el exilio como materia de la poesía no haya tendido a la llaga, como tampoco al lamento.
Al vuelo, su parcours va del «arrebato ingenuo» y sobrepensado de su primer libro, Acta, de 1962, al fino coloquio de los pocos poemas de Los viajeros (escritos en La Habana entre 1969 y 1974) que se salvaron de la quema del tiempo; pasando por aquellos poemas a remolque de sus lecturas (Gide, Lawrence Durrell, Djuna Barnes) del cuaderno Personajes que pasan (1972-1974) o los siete rescatados de Lugar sitiado (lo último escrito en Cuba, en 1976), de donde destaca ese poema fotográfico que se llama «Las sillas voladoras».
En lo sucesivo, siempre a partir de la instalación del poeta en Nueva York, vendrá otro grupo de poemas, de donde van desprendiéndose títulos como «Creciendo en el subsuelo», que exhibe una visión como desde la cloaca neoyorquina de El Súper, de Ichaso y Jiménez Leal, o como «Otro discurso al odiador», dedicado a la memoria de Reinaldo Arenas, que se abre, categórico: «Estos, mi amigo, siguen siendo tus días;/ no te molestes en contarlos, son poquísimos».
Por lo demás, no es justo hablar de Reinaldo García Ramos sin contar con su trabajo junto Reinaldo Arenas, Juan Abreu y otros, a cargo de la revista Mariel (1983-1985), acaso uno de los empeños más testarudos de las letras cubanas del último medio siglo. Aquellos no eran tiempos para poemas y revisticas, mucho menos fraguados por las ratas que habían abandonado el barco ante la tempestad. Los viejos tópicos y el accionar de la izquierda mundial habían logrado que, incluso en Nueva York, todo lo que oliera a desacuerdo con la Revolución cubana fuera mirado de soslayo, como se mira la casa de los leprosos desde un auto a toda velocidad.
Mariel resultaba para la intelligentsia de la izquierda el tema a evitar, el foro de los apestados, la zona insalubre, la de los enfermos. Pero ahí está todavía, recolocando las voces de los «desafectos» y atendiendo a las obras medulares de José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Lydia Cabrera, Enrique Labrador Ruiz, Carlos Montenegro, Gastón Baquero, justo en el momento en que menos se hablaba de ellos.
Sobre esto y mucho más conversamos en 2016, cuando llegó el tiempo de los conteos y Reinaldo, como en uno de sus poemas, contempló la batalla «con suma precisión».
GFF: En tu crónica «José Mario, el entusiasmo esperanzado» te retratas hacia 1962 como «un adolescente melancólico y dubitativo»…
RGR: Sí, fui melancólico y dubitativo, sin duda. Cuando conozco a José Mario en 1962 tenía 18 años, tal vez me faltaba un poco para cumplirlos, pero mi desarrollo emocional e intelectual estaba más cerca de los 16, me parece. ¿Y qué adolescente de 16 años no es «melancólico y dubitativo»? Entre las numerosas molestias existenciales a que está sometido cualquier adolescente, la melancolía no es la peor; para mí fue casi un privilegio, me sirvió entonces de camuflaje protector. Era hijo único, había sido protegido en exceso por mi madre, y de repente me veía enfrentado a un estallido machista y militarizado, avasallador de la privacidad, que imponía simplificaciones burdas del universo emocional. En un medio de esa índole la melancolía fue, más que una desventaja, un regalo de la edad: me permitía hacerme el «chivo loco», explorar actitudes transitorias, opiniones difusas, y dejar por el momento en la bruma otras zonas de la identidad, sabiendo que estas se definirían más adelante por sí solas.
Pero fueron años de pulsiones contrapuestas y de una incesante convulsión. A toda hora, en los medios de propaganda del gobierno se nos proponían modelos de conducta, actitudes predeterminadas; no nos daban respiro. La agitación política en que el país estaba sumido exigía que todos los aspectos de la conducta y del pensamiento quedaran aclarados sin demora, a menudo a la luz pública, bajo la mirada implacable de los demás. El frenesí que la llamada «revolución» había impuesto a toda la nación no tenía ninguna paciencia, no andaba con estimaciones elegantes ni nada parecido: reclamaba, por el contrario, que uno aceptara cuanto antes los esquemas que el poder proponía. Tal reclamo resultaba particularmente abrupto e incómodo para los jóvenes de mi edad, que no deseábamos alcanzar todavía ningún tipo de identidad convencional, ni siquiera en el plano de las preferencias sexuales: cuando conocí a José Mario yo tenía ya, digamos, la grata sospecha de que me gustaban más los varones que las hembras, pero ese sentimiento flotaba en un magma de contornos indefinidos, y uno disfrutaba esa indefinición.
Para la evolución espiritual y expresiva de mi generación esa fue una etapa dramática, aunque también proteica, y en cierto modo hasta nos fortaleció. Las exigencias del entorno social crearon una dinámica de la supervivencia a toda costa, y empezaron a generar en la población, especialmente en los jóvenes, dos opciones principales de comportamiento: aceptar el molde común, los esquemas oficiales de realización individual (o sea, tomar el camino de la obediencia, entregarles todo) o entrar a toda prisa en un juego de doble rostro, en el que públicamente uno aparentaba plegarse a esa sumisión y en privado la rechazaba. En términos literarios, esas disyuntivas quedaron descritas de manera implacable por Carlos Victoria en uno de sus libros magistrales, La travesía secreta. Intenté analizar esos aspectos en mi ensayo «Una novela de la simulación cubana: La travesía secreta, de Carlos Victoria» (véase Más allá de la isla, en Puentelibre, Ciudad Juárez-El Paso, 1995, págs. 156-158).
¿Fue en ese momento que sentiste por primera vez la necesidad de escribir poesía?
Creo que sí. Después de terminar los estudios de bachillerato en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana a principios de 1961, me dejé llevar por la campaña oficial que presionaba a los estudiantes a elegir carreras materialistas y utilitarias (sobre todo tecnologías y ciencias aplicadas) y acepté anotarme en una lista de aspirantes a estudiar ingeniería en la Universidad. De inmediato, la dirección del Instituto me puso, junto con medio centenar de mis compañeros de promoción, en un cursillo «de nivelación», organizado a toda prisa con el fin de ampliar nuestros conocimientos de física, matemáticas y química y logar que estuviéramos mejor preparados para ingresar en el nivel universitario en septiembre de ese mismo año. El cursillo duraría todo el verano y se empezó a impartir enseguida en los terrenos que habían pertenecido a la Universidad de Santo Tomás de Villanueva, una institución de la Iglesia Católica que había sido confiscada recientemente por el nuevo gobierno. Yo vivía con mis padres en el centro de la ciudad y tenía que dar largos viajes en autobús hasta las aulas de Villanueva, que estaban en Miramar, un barrio residencial ubicado al extremo oeste de la capital.
Recuerdo muy bien aquellos días del verano de 1961: todavía Miramar conservaba un ambiente de holgura y orden, muy distinto a lo que pasaba en el resto del país. Ese nuevo ambiente me llamó mucho la atención: me agradó andar por aquellas aceras limpias y cruzar aquellas calles en buen estado; se notaba rápidamente que en aquellos sitios la vida había transcurrido de manera distinta a la que yo conocía. Las aulas estaban bien pintadas, tenían muebles modernos, eran habitaciones aireadas, con numerosas ventanas y mucha luz; contrastaban a simple vista con los altos puntales neoclásicos, la escasa ventilación y la antigua penumbra que caracterizaban el edificio del Instituto, ubicado en un sector ruidoso, superpoblado y sucio de La Habana. Los edificios de Villanueva, por el contrario, conservaban un esplendor apacible y atractivo; los pasillos y los jardines eran amplios y estaban sumidos en un ambiente sosegado que ya no existía en el resto de la ciudad. Todo eso me causó un curioso sentimiento de desposesión: allí había transcurrido otra historia, con otros personajes y en otro tiempo, una realidad que se me había escapado, que nunca me había pertenecido ni me iba a pertenecer jamás.
Mis primeros poemas los escribí en esos meses, sumido en aquel estado de ensoñación o nostalgia. Pasé entonces, creo, los días más melancólicos de mi vida. No podía concentrarme bien, las fórmulas químicas me confundían, los teoremas me resultaban impenetrables. Cuando las clases del cursillo terminaban a mediodía, escapaba como un alucinado, volvía con prisa a casa, me echaba en mi cama con un block de papel gaceta y, mientras me preparaban el almuerzo, escribía y escribía, un poema tras otro. Era como una avalancha, una catarsis con la que buscaba desquitarme de tantas horas entregadas a disciplinas abstrusas como el álgebra y la trigonometría. Así nacieron los poemas que se recogerían al año siguiente en Acta, mi primer libro, publicado en las Ediciones El Puente. Ese poemario no se habría publicado, desde luego, sin la intervención de José Mario: antes de conocerlo a él, nunca imaginé que aquellos garabatos míos, aquellas «descargas»introvertidas, tuvieran algún valor. Su estímulo y su admiración fueron fundamentales para mí. Desde luego, no terminé el cursillo en Villanueva; pero la experiencia me sirvió para comprender que las ingenierías no eran mi destino: a fines de ese año decidí matricularme en la Escuela de Letras.
Contar con un guía o mentor como José Mario, rondar zonas poco reconocidas de la República de las Letras en un momento político y social efervescente, definitivamente prefiguró al hombre que serías diez, veinte años después…
Y al hombre que soy más de cincuenta años después… Como he dicho en otras entrevistas y en la introducción al dossier de homenaje a su memoria que preparé para La Habana Elegante (publicado en diciembre de 2002), José Mario fue para mí un agente liberador, su personalidad chispeante y distendida, y sobre todo el modo festivo y sano en que él aceptaba y proclamaba su homosexualidad, fueron factores determinantes. Con él visité por primera vez un club nocturno habanero (creo que fue el Scherezada, donde cantaba Elena Burke) y fue en su casa de Buenavista donde tuve mis primeras experiencias sexuales plenas (él en esas ocasiones me facilitaba, con ademán de diablillo benéfico, su cuarto y su cama, a sabiendas de que en el lugar donde yo vivía con mis padres no había ninguna posibilidad de tener encuentros de esa índole con nadie, ni siquiera con una mujer). Él me aportó ayuda y estímulo en muchos planos diferentes, no solo en el intelectual o literario. Su amistad constituyó un punto de no retorno en mi evolución individual. Me acompañó en ese trayecto con alegría, con intención constructiva, pero sin espíritu impositivo; muy pocas veces intentó forzar mi propia búsqueda instintiva, ni siquiera en el terreno sexual (y apunto que nunca tuvimos entre nosotros dos ningún contacto de ese tipo, a pesar de que él era insaciable y voraz en esas cosas).
Disfrutaba su conversación, sus advertencias; me hablaba mucho de temas literarios, pero también de la actualidad cultural del país. Cuando lo conocí él estaba escribiendo sobre todo teatro infantil, pero dedicaba gran parte de su tiempo a impulsar las Ediciones El Puente, fundadas en 1961 por él y por Isel Rivero, y codirigidas en ese momento por él y Ana María Simo. Se sentía muy preocupado en esos tiempos por el dogmatismo de los cuadros de la vieja agrupación comunista del país (el Partido Socialista Popular), que estaban ocupando puestos clave en el sector de la cultura. Fue él quien primero me habló de burócratas como Edith García Buchaca, que maniobraban para asfixiar las Ediciones El Puente. Pero nuestra comunicación nunca abandonaba por mucho tiempo su contenido genuinamente formativo en los temas literarios y artísticos.
Yo había leído muchísimo ya, pero fue él quien primero me acercó a ciertos escritores y obras que yo desconocía. Por ejemplo, aunque yo me había bebido en éxtasis La montaña mágica de Thomas Mann, él fue quien amplió mi visión de ese autor y me llevó a leer Muerte en Venecia; yo había leído con fascinación casi toda la obra de Julio Verne y de H.G. Wells, pero él me puso por primera vez ante André Gide y Marcel Proust y me prestó libros de esos autores y de otros muchos (detalle importante, pues en la Cuba de entonces muchas librerías habían desaparecido o estaban semivacías).
¿Lo considerarías algo así como un padre espiritual?
Tal vez. Pero no intentemos ordenar demasiado el pasado ni reducir los aprendizajes a un esquema lineal. La evolución de un ser humano, sobre todo de un individuo interesado en la creación artística, nunca puede ser un camino recto ni un campo iluminado, con señales inequívocas. Después de esa primera etapa de deslumbramiento y admiración, entre 1962 y 1963, incluso mi relación saludable con José Mario empezó a cambiar, y llegamos a tener serias desavenencias. A partir de noviembre de 1964 me separé de El Puente, pues cambiaron mis prioridades, pero también a causa de varios disgustos que tuve con él.
Muchos de los detalles no los recuerdo con claridad, pero uno ha quedado en mi memoria: yo había dejado la Universidad a fines de 1962, después de sumarme a El Puente, pero decidí reanudar mis estudios en 1963 y concentrarme en terminar mi carrera; José Mario criticó con saña esa decisión, la vio como una capitulación o algo así. No entendió mi disyuntiva en esos momentos: mis padres se estaban separando (mi papá vivía ya con otra mujer en una ciudad de provincias) y yo me vi llamado a convertirme, obviamente, en principal sostén económico y único apoyo moral de mi mamá. Estaba claro que mi deber era terminar mis estudios para ponerme a trabajar cuanto antes. Pero José Mario se guiaba en ese momento por otras obsesiones, tal vez más egocéntricas, y no comprendió mi situación. Él era entusiasta y festivo, pero también estaba sujeto a pulsiones autodestructivas: había empezado a adoptar posturas poco realistas ante el entorno en que todos vivíamos. Imagino que todo eso fue creando muchos roces entre nosotros dos.
Lo cierto es que en noviembre de 1964 renuncié formalmente y por escrito a mi participación en las Ediciones. Pero como en Cuba todo ocurre con retraso, dos o tres meses después apareció un aviso en una publicación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) en que me mencionaban todavía como integrante del equipo director de El Puente, junto a José Mario y Nancy Morejón (véase La Gaceta de Cuba, Año IV, No. 42). A pesar de ese aviso, la realidad es que cuando las Ediciones son clausuradas de facto a mediados de 1965, hacía tiempo que yo no pertenecía al grupo.
José Mario nunca se volvió a comunicar conmigo en Cuba después de noviembre de 1964. Años después me dolió mucho saber de pronto que se había marchado a España, tras haber sido encerrado en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), donde fue sometido a vejámenes y humillaciones (según él mismo cuenta en varios relatos que publicó posteriormente en Madrid).
Salí de la isla en 1980 y me establecí en Nueva York; un par de años después, él me empezó a escribir de nuevo y me pidió poemas para la revista La Gota de Agua, que publicaba en la capital española. Sostuvimos a partir de entonces una correspondencia cariñosa, pero esporádica. A mediados de los años ochenta, cuando pude viajar por primera vez a Europa, nos volvimos a ver y paseamos juntos por ciertos barrios madrileños que le gustaban: fue un reencuentro muy agradable, pero ya eran otros tiempos. Nunca recuperamos aquella intensa comunicación que habíamos tenido en La Habana de 1962 y 1963. En octubre de 2002 le hice en Madrid la última entrevista que concedió; ya estaba muy deteriorado y no llegó a verla publicada. Murió quince días después de esa conversación final que sostuvimos.
Fuiste testigo de las andanzas de El Puente, un capítulo raro dentro de la literatura cubana del último medio siglo, acaso el primero de los pocos proyectos creativos ideados lejos de los centros de poder, que tiende a operar definitivamente como una cuña incómoda entre Lunes de Revolución (1959-1961) y el primer momento (1966) de El Caimán Barbudo…
Cuando me pongo en contacto con el grupo, tras conocer a José Mario y a Ana María, El Puente ya había publicado al menos media docena de títulos, entre ellos los dos volúmenes inaugurales: La marcha de los hurones, de Isel Rivero, y El grito, de José Mario, ambos de 1960. La valoración de las Ediciones El Puente como fenómeno literario e histórico dentro del contexto en que se establecieron y fructificaron se ha efectuado ya, prolijamente, en diversas publicaciones, estudios monográficos y ensayos diversos, en particular en el minucioso volumen compilado por Jesús J. Barquet en 2011 (Ediciones El Puente en La Habana de los años 60; lecturas críticas y libros de poesía, Chihuahua, México, Ediciones el Azar); yo mismo reseñé ese libro en un ensayo que está publicado («Otro paseo por El Puente con nuevos transeúntes», Diario de Cuba, Madrid, enero 7 de 2012). No creo necesario ni útil abundar ahora en esas perspectivas ni en ese análisis multifacético.
En cambio, me gustaría aprovechar esta ocasión para volver a describir, al menos sucintamente, mi propia visión personal de las Ediciones. Lo primero que hay que decir es que, cuando me sumo al grupo de El Puente, este no tenía una estructura definida ni mucho menos inflexible, pero estaba imbuido de una fuerte convicción sobre el propósito y la utilidad del proyecto. La impresión y la difusión de los libros se llevaba a cabo dentro de un ambiente de tolerancia amistosa y solidaridad instintiva, pues todos nos sentíamos incómodos o incluso alarmados ante la violencia y el esquematismo del proceso de transformaciones que estaba atravesando el país, en particular en el campo de la cultura, y muchos sentíamos amenazada nuestra libertad de expresión. Era lógico que tratáramos de protegernos mutuamente en forma de grupo. Por eso, la intención predominante era mantener y desarrollar las Ediciones como un vehículo estable que, al volverse un hecho consumado, garantizara a los creadores jóvenes las posibilidades de publicar y darse a conocer. Queríamos que ese vehículo se impusiera a las estructuras oficiales, las cuales estaban aplicando criterios cada vez más dogmáticos al trabajo de la cultura. La idea era abrir ese camino para los jóvenes, antes de que las tendencias represivas gubernamentales nos asfixiaran. En el grupo de El Puente encontré un ambiente acogedor, con el que me sentí comunicado de inmediato. El trabajo editorial se realizaba en una atmósfera juvenil. Y todo eso me sirvió de inolvidable estímulo.
En varios espacios te has referido a la figura de tu padre. Sin embargo, hablas menos del efecto de tu mamá en tu formación y en tu despegue como individuo.

Crecí en un hogar pobre, en una familia de estructura bastante simple: un hijo sin hermanos ni hermanas, un padre semiausente y una madre bondadosa y fuerte, pero casi abandonada, muy sufrida. Mi padre estaba empleado como chofer de rastras de carga por carretera, daba largos viajes por toda Cuba y sólo estaba presente en casa un par de días a la semana, a lo sumo. Cuando lo veía regresar de sus viajes durante mi niñez, lo miraba como un personaje mítico, un semidiós que venía a darnos seguridad e impulso vital, pero todos sabíamos que su paso por la casa era fugaz, que él iba a desaparecer casi enseguida. El tiempo que él me podía dedicar estaba limitado por definición; cuando llegaba a casa de sus viajes de trabajo, se sentía muy cansado de manejar noches enteras (y de tener aventuras amorosas en cada pueblo de la isla), se echaba a dormir largas horas, como un guerrero en reposo, y el respeto a su sueño era algo sagrado, uno de los componentes primordiales del orden mental en que transcurrió mi infancia (en casa, a diferencia de lo que es usual en Cuba, se hablaba siempre en voz baja cuando mi padre dormía).
Mi madre fue, desde luego, un factor esencial en ese panorama. Estaba profundamente enamorada de su marido; se habían conocido en la escuela primaria en el campo, cerca de Cienfuegos, y siguieron relaciones a partir de entonces. Años después formalizaron su noviazgo y ella cayó embarazada antes de que se casaran. Convivieron mal que bien unos veinte años, pero entre ellos se fue creando un clima de hostilidad, provocado sobre todo por los celos de mi madre. Esa hostilidad culminó en una separación, y mi padre reclamó su libertad por los tiempos en que yo terminé mis estudios universitarios.
Eran dos personas muy distintas. Mi madre mostraba una belleza íntima y modesta; no era una persona arriesgada, sino más bien conservadora, apocada, tendía siempre a la tradición y la fidelidad. Rechazaba los cambios, no asimilaba bien las alteraciones de su orden. Siempre fue temerosa de lo desconocido, desconfiaba de los ámbitos ajenos. Se concentraba más bien en los detalles, era muy minuciosa en sus recuerdos y prestaba mucha atención a las actitudes delicadas (por ejemplo, guardaba como una reliquia un par de medias de estambre que ella misma me había tejido cuando yo era un bebé).
Mi padre era un conquistador nato, instintivo, en el sentido amoroso y en el plano existencial. Tenía un carácter expansivo, temerario, y mucho sentido práctico; era alto y atractivo, seguro de sí mismo, muy conversador, las mujeres se le daban con facilidad. Admiraba el azar, las aventuras, y valoraba por encima de todo la independencia individual; prefería las satisfacciones inmediatas, directas: no se detenía ante las dificultades, buscaba siempre un modo de obviarlas y seguir adelante. Era en cierta medida amoral, como todo hedonista a ultranza, pero de eso me doy cuenta ahora; en mi juventud yo lo admiraba sin reservas.
Soy, obviamente, el producto de la fusión de ambos: de mi madre heredé la capacidad para valorar los hechos sutiles y prestar atención a tenues emociones y peligros (tal vez por eso escribo poesía). De mi padre aprendí a proteger mi independencia por encima de todo, pues sobre ella se construye el carácter, y sin carácter no es posible conocerse a sí mismo ni actuar con plena honestidad. Él me enseñó a no esperar que los demás me sacaran de ningún problema; me decía a menudo frases como «usted trate de no depender de nadie» (pero nunca lo hacía con tono autoritario, sino con intención sencillamente instructiva). Con el tiempo, como es lógico, esos dos vectores se fueron combinando en mi concepción del mundo y del ser humano: admiré siempre a mi madre por sus sentimientos transparentes y vulnerables, su capacidad para apreciar los gestos dulces y las atenciones amables, pero añadí a esas tendencias el fuerte dinamismo de mi padre. Creo que de él heredé el gusto por la libertad y los placeres, tanto físicos como intelectuales, y de ella conservo el disfrute de la discreción, la levedad, los símbolos fugaces y las insinuaciones elegantes.
¿Y ambos aceptaron tu orientación sexual?
Sí y no. Mi madre estaba menos cujeada en los azares y riesgos de la vida, y cuando con los años dejó de recibir el alimento amoroso que esperaba de su esposo, se fue volviendo una mujer triste, irascible, incluso un poco amargada. Concentró sus energías emocionales en mí, en la labor de criarme y atenderme; de ahí que yo fuera un niño superprotegido y mimado. Siempre me sentí amado por mi madre, pero al mismo tiempo asfixiado por ese amor, y eso no me preparó para luchar debidamente con el medio social. Ella me daba un amparo excesivo, que en la adolescencia tuve que empezar a rechazar, a veces con cierta razonable intransigencia.
Cuando descubrió que yo era homosexual, lo tomó en términos de tragedia griega; no solo se sintió frustrada en sus esperanzas de que me casara y le diera nietos y todo eso, sino que sumó esa revelación a su frustración conyugal. No la culpo: yo era su única posesión segura y su proyecto vital más preciado; era comprensible que viera una nueva derrota en mi orientación sexual (no la entendí bien en aquellos días, pero hoy la comprendo mucho mejor).
Mi padre, en cambio, en la única conversación en que tocamos elegantemente el tema de mi sexualidad, no habló en tono agónico ni grandilocuente, sino con bastante naturalidad. Con ejemplar madurez me pidió que tratara de no darle más disgustos a ella (él lo tomó como una cuestión práctica, más que como un atentado a sus principios éticos). Con él todo fluyó siempre sin mucho aspaviento; mi madre, en cambio, creo que nunca llegó a reponerse del todo, ni siquiera cuando un poco después le tomó un enorme cariño al joven que fue mi pareja varios años y que venía a cenar a casa casi todas las noches, con ella y conmigo.
En una evocación titulada «Aquella luz de La Habana», Gerardo Fulleda León confiesa que, a los miembros de El Puente, Virgilio Piñera les «hacía guiños en las esquinas». Parecería que al poeta de Cárdenas le interesaba lo que se estaba cocinando en aquellos otros predios, pues en 1960 reseñó La marcha de los hurones, de Isel Rivero, y El grito, de José Mario, nada menos que para Lunes de Revolución.
No conocí en persona a Virgilio durante esos años, pero no pongo en duda esos guiños de los que él habla, aunque nunca oí hablar de tales gestos a ninguno de los demás miembros. Es posible que el autor de Aire frío, con intenciones seductoras o frívolas, le haya hecho esas señas a Gerardo, quien por entonces era un muchachón muy simpático y atractivo; esos coqueteos no eran nada insólito en La Habana de entonces. En todo caso, aclaro que a mí nunca Virgilio me hizo ningún guiño. Lo conocí en persona muchos años después, en 1972, cuando coincidimos como empleados en la Editorial Arte y Literatura, del Instituto del Libro.
Pero lo que me parece importante destacar es que Virgilio siempre se mostró alerta y sensible hacia los que empezábamos a escribir por entonces; tenía una visión más amplia y flexible del hecho literario que los demás miembros del grupo de Lunes de Revolución; no se había dejado adocenar por los esquemas estéticos de moda ni mucho menos por las tendencias ideologizantes que cundían en el país y que a menudo juzgaban las obras artísticas con criterios políticamente utilitarios y mediocres. Lo veía todo desde una perspectiva desprejuiciada, estimulante, y aplicaba otro sistema de valores (no en balde había vivido largos años en Buenos Aires, una de las ciudades más literarias y cultas del continente).
No olvidemos que, en el propio Lunes, Virgilio llegó a dirigir una sección titulada «A partir de cero» que estaba dedicada exclusivamente a los autores jóvenes; en esa sección —si no recuerdo mal— se publicaron textos de Gerardo y de Isel, y un par de cuentos de Ana María Simo que luego ella incluiría en Las fábulas (El Puente, 1962). Y hasta yo mismo, incluso antes de conocer a José Mario, un día me animé y mandé a esa sección un cuento breve, gótico y alambicado, en el que narraba el encuentro de un niño con la muerte en una atmósfera fantasmagórica, posiblemente influido por Poe y Horacio Quiroga. Virgilio lo rechazó con muy buen tino, y así me lo hizo saber sin mucho veneno en una graciosa carta que infortunadamente no conservo.
Tu libro Acta se publica en 1962 con el sello de El Puente. Luego no publicas más durante los 18 años que te quedaban en Cuba…
Se ha dicho que después de la clausura de las El Puente se estableció en los círculos de dirección de la cultura oficial una «lista negra» en que habían puesto los nombres de muchos de los miembros del grupo. A mí no me consta que haya existido esa lista, la verdad; pero lo cierto es que en los medios literarios empecé a captar una fuerte desconfianza hacia mí, posiblemente generada por entidades específicas dentro del poder político del país. No sé tampoco si esa desconfianza se hizo explícita solamente contra determinados integrantes del grupo y no contra otros, pero es evidente que algunos de los que habían publicado en El Puente o incluso habían cumplido funciones de dirección en las Ediciones, como fue el caso de Nancy Morejón y Belkis Cuza Malé, no tuvieron después dificultades mayores para integrarse a puestos de trabajo dentro del aparato cultural del país o a la redacción de publicaciones periódicas de la UNEAC.
Realmente no recuerdo con nitidez cuáles fueron las razones concretas que me llevaron entonces a abstenerme de hacer gestiones para publicar mis poemas en Cuba. Tiendo a pensar que en eso influyó mi propio carácter retraído y, por lo menos al principio, mi decisión de concentrarme en mis estudios universitarios para empezar a trabajar cuanto antes. Pero no creo que esas hayan sido las únicas razones, ni tal vez las más decisivas. Desde antes del cierre de El Puente el ambiente cultural de la isla se había estado enrareciendo paulatinamente: se propugnaba en los medios oficiales un arte comprometido con el gobierno, una literatura «combativa» que promoviera y de algún modo defendiera los intereses ideológicos de ese gobierno, y se había hecho cada vez más fuerte la intolerancia hacia obras que tuvieran otras orientaciones estéticas o contenidos más subjetivos, experimentales o especulativos. Seguí escribiendo poesía todos esos años, pero engavetaba los textos sin esperanzas de que alguna de las instituciones editoriales establecidas (todas ellas estaban ya en poder del Estado) se interesara por publicarlos. En fin, sentí que no imperaba un ambiente propicio para la literatura que estaba poniendo en el papel, la única que me interesaba hacer en ese momento.
Ese ambiente inflexible e intolerante había comenzado desde antes que se cerraran las Ediciones y continuó, de un modo cada vez más inequívoco, durante los años setenta. Recordemos que antes de que El Puente desapareciera se desplegó en algunos medios como la revista Mella (órgano de la Federación Estudiantil Universitaria) una campaña de ataques y burlas contra el grupo, al que ellos rebautizaron satíricamente como «Ediciones La Fuente», en dibujos que mostraban a los miembros de nuestro grupo como amanerados, afeminados y alejados del «pueblo». Pero eso fue solamente el preludio: un año después de la clausura, Juventud Rebelde (órgano de la Juventud Comunista) empezó a sacar El Caimán Barbudo, un semanario cultural que desde el principio continuó esos ataques de forma directa o encubierta. Esa cadena de hechos culminó, como es sabido, en la polémica entre Jesús Díaz, director de El Caimán, y Ana María Simo, quien tomó la defensa de los jóvenes de El Puente y de la libertad artística en su sentido más amplio (véase La Gaceta de Cuba, órgano de la UNEAC, Nos. 4, 5 y 9, abril a septiembre de 1966).
Y las cosas no pararon ahí: en 1968 vinieron los ataques de la revista Verde Olivo (órgano de las Fuerzas Armadas) contra determinados escritores e intelectuales cubanos connotados, entre ellos el poeta Heberto Padilla, que había ganado el Premio UNEAC con su libro Fuera del juego. Eran ataques que no se podían tomar a la ligera, que no se formulaban por casualidad o por accidente: eran parte de un crescendo en la hostilidad del régimen hacia los escritores y artistas que pretendieran expresarse con libertad y espíritu crítico. La hostilidad oficial, como se sabe, culminó en el arresto de Heberto, su «autocrítica» y todos los pavorosos acontecimientos conocidos internacionalmente como «caso Padilla». Esa prolongada atmósfera agresiva y esas tensiones constantes no hicieron más que reforzar mi actitud de reserva o retraimiento. El horno, quién lo podía dudar, «no estaba para galleticas».
Sin embargo, no es cierto que durante esos 18 años haya dejado de publicar por completo. No volví a publicar poesía en Cuba y ninguna revista ni ningún antólogo local me pidió poemas míos para publicar. Pero de vez en cuando me dejaban sacar algunas cositas, tal vez por esa incoherencia cubana tan conocida, o porque sencillamente algunos jerarcas se dieron cuenta de que podían aprovechar mis aptitudes en determinadas labores sin que eso manchara la famosa «moral socialista».
Por ejemplo, hacia el final de mis estudios universitarios me tendió una mano Roberto Fernández Retamar, que era uno de mis profesores y había sido nombrado director de la revista Casa de las Américas, órgano de la institución homónima, uno de los baluartes reconocidos de la cultura oficial. Tal vez porque algunos de los trabajos que había presentado en su clase lo impresionaron favorablemente, un buen día Fernández Retamar me pidió que colaborara con la revista que él dirigía, a lo cual accedí. No quiero especular sobre las otras razones de esa gentileza suya, pero dejo aquí constancia de mi agradecimiento, y apunto que siempre me trató con corrección y respeto. Así salió publicada mi reseña de la novela Las ceremonias del verano, de Marta Traba, que había ganado el Premio Casa de Novela en 1966 (véase la revista Casa de las Américas, Nos. 36-37, mayo-agosto de 1966).
Pero la «luna de miel» con mi profesor duró poco. Meses después apareció la novela Pasión de Urbino, de Lisandro Otero (un funcionario de la cultura oficial), y Retamar me pidió una reseña. Escribí un texto titulado «La pasión según Lisandro», en el que comentaba aquel libro sin grandes condenas, pero sin los ditirambos ni el entusiasmo que al parecer se esperaban de mí en los pasillos de la Casa. Mi reseña no fue aceptada para su publicación y Retamar me lo hizo saber con diplomacia. Nunca más me volvió a pedir que comentara ningún otro libro para su revista. Después entendí mejor: había escrito mi comentario sin saber que la obra de Otero había competido ese año en el Concurso Biblioteca Breve, de la Editorial Seix-Barral, de Barcelona, y que había perdido, pues el premio se lo habían otorgado a Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, escritor cubano exiliado que ya empezaba a criticar fuertemente al sistema castrista y que se estaba convirtiendo en la bête noire de los funcionarios culturales de La Habana.
Debo reconocer que Fernández Retamar no me retiró completamente su aséptico apoyo. Algún tiempo después me encargó algunos trabajos de traducción para la revista (entre ellos, un artículo de Régis Débray y otro de René Depestre). Los traduje, salieron publicados sin crédito de traductor (no recuerdo si no dar crédito a los traductores era la costumbre de la revista) y me pagaron, cosa que me vino muy bien, aunque no era mucho dinero. Como muchas otras cosas en la Cuba de entonces, nada era absolutamente coherente ni lógico.
En 1967, cuando había terminado los estudios y estaba buscando trabajo, estoy casi seguro de que fue el propio Fernández Retamar quien me recomendó para un puesto en el recién creado Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas, donde estuve empleado alrededor de un año, bajo las órdenes del escritor uruguayo Mario Benedetti, que nunca me tragó. En ese lapso me asignaron la tarea de organizar un tomo de trabajos críticos sobre Juan Carlos Onetti, un narrador que siempre me había parecido soporífero; cumplí con mi deber editorial, pero me hubiera gustado trabajar sobre algún otro autor latinoamericano más afín a mis gustos. El libro salió publicado por la Casa y, curiosamente, me dieron crédito en la selección, pero mi trabajo se limitó a estructurar y revisar el manuscrito: todo lo demás lo decidió Benedetti (por eso nunca incluyo ese volumen en mi bibliografía).
En fin, la «lista negra» contra ciertos miembros de El Puente nunca existió como un documento real, sino como un estado de opinión contra algunos de nosotros. En mi caso, choqué en muchas ocasiones con esos prejuicios contra mí, ya fuera por mi actitud poco entusiasta o no alabadora hacia el gobierno o por mis preferencias sexuales o mi concepto de la literatura o qué sé yo. Pero esos prejuicios eran a veces inflexibles y otras no. Por ejemplo, en 1971 me encontré por casualidad con una excompañera de estudios universitarios, María Victoria Fong, alguien con quien yo había tenido siempre una relación afectuosa. Ella al verme me preguntó enseguida en dónde trabajaba y de inmediato decidió darme un puesto de redactor en la Editorial Arte y Literatura, que por entonces dirigía en el Instituto del Libro. Al parecer, nadie le dijo «fulano es un apestado, está en la lista negra», porque seguí trabajando en Arte y Literatura nueve años, hasta que pude salir definitivamente del país en 1980 por el puente marítimo entre Mariel y Cayo Hueso.
¿Qué tipo de trabajo hiciste en Arte y Literatura?
Allí comprobé de nuevo que los prejuicios políticos o intelectuales o de otro tipo contra mí eran intensos, pero variables. Por encima de todo, se respetaba mi capacidad técnica y mi habilidad para el trabajo editorial y de revisión de textos, así como mi dominio del francés y del inglés y mis dotes como redactor en español, pero en la conciencia de los dirigentes predominaba el entendimiento tácito de que no debían encomendarme trabajos de análisis ni permitirme firmar ningún texto que saliera publicado. Sin embargo, ese prejuicio estaba sumido en una marea fluctuante, como muchas otras cosas en la Cuba de entonces. Por ejemplo, en 1972 me asignaron la tarea de preparar —nada menos— una edición bilingüe de Fedra, de Jean Racine, un clásico francés del siglo XVII. Y no solo me pidieron que revisara una traducción de Fedra que había sido publicada años antes en Buenos Aires, para eliminar los argentinismos y moderar la ampulosidad del estilo, sino que también escribiera un prólogo, y esto último sí me sorprendió mucho. Me había graduado de Licenciatura en Lengua y Literatura Francesas en la Universidad y tenía los conocimientos necesarios, pero en el contexto que estoy evocando no se puede negar que aquella asignación constituía una prueba de confianza en mis aptitudes. No me cabe duda alguna de que María Victoria influyó para que me asignaran esa tarea: aprovecho esta ocasión para expresarle, dondequiera que se encuentre, mi profundo agradecimiento.
Durante los nueve años que pasé en esa editorial revisé y preparé numerosos libros, pero mi nombre solo aparecía como «editor», nada más. Escribía los textos de contracubierta, pero estos nunca iban firmados (salvo casos aislados, como cuando Eliseo Diego escribió un bello texto sobre El gran Meaulnes, de Alain-Fournier, en una edición que estuvo a mi cargo). Cuando en 1978 me encargaron que revisara la traducción de Graziella, de Alphonse de Lamartine, un clásico del romanticismo francés, y me pidieron que escribiera un prólogo, pensé que tal vez la mano invisible del prejuicio se estaba aflojando (mi amiga María Victoria ya no era nuestra directora). Escribí un prólogo lo más inofensivo posible, dentro de los parámetros de valoración que se aplicaban entonces en el mundillo de la izquierda convencional a la obra de Lamartine, y esperé ver que mi firma saliera al final del texto. ¡Iluso de mí! Cuando el libro apareció, el prólogo estaba firmado por “El Editor”: había que ir a la página de créditos, donde se me identificaba como encargado de la edición, para saber quién lo había escrito. Formalismos que hoy me hacen sonreír.
También debo al favor de una querida amiga de mis tiempos universitarios (que por entonces ocupaba un puesto de dirección de mediano nivel en Arte y Literatura) el que me asignaran en 1978 la traducción de varios cuentos de Ryunosuke Akutagawa, a partir de una edición en francés: ahí también me pagaron y se me dio crédito de traductor. Excepciones que confirmaban la regla, como suele decirse. Pero el último libro preparado por mí en esa editorial, el Fausto de Goethe, que dejé listo para la imprenta y entregué unos días antes de abandonar la isla, apareció meses después sin ningún crédito de editor. Salía, al parecer, «por obra y gracia del espíritu santo…».
Las palabras iniciales de tu antología Rondas y presagios (Obra poética 1969-2012) dan cuenta de una especie de agonística, de las peripecias de varias docenas de poemas escritos en La Habana, unos que nunca aparecieron, otros que se salvaron por diversas vías… Definitivamente, sigo tus palabras, «la supervivencia siempre es un milagro».
¿Quién lo puede dudar? Todo es en cierta medida un milagro, desde el simple hecho de poder seguir respirando en este mundo, a pesar de los ataques terroristas, los virus irascibles y el envenenamiento sistemático del medio ambiente y la destrucción del planeta y sus recursos naturales, hasta el hecho más prodigioso aún de que podamos seguir comunicándonos de vez en cuando en el papel con alguna coherencia y desarrollar ideas de alguna complejidad, en estos tiempos de conexiones cibernéticas relampagueantes y fugaces, plagadas de exhibicionismo y egomanías desfachatadas.
Hace unos días leí con admiración, pero también con horror y tristeza, un artículo del autor uruguayo Leonardo Haberkorn, que acaba de abandonar su cargo de profesor de periodismo y comunicación en la Universidad ORT de Montevideo, decepcionado ante la actitud de sus alumnos, que no podían darle ninguna respuesta inteligente ni despegar los ojos de las pantallas minúsculas de sus celulares, aunque él les estuviera hablando de las conquistas más elevadas del arte y del conocimiento humanos. En ese texto, Haberkorn dice: «Conectar a gente tan desinformada con el periodismo es complicado. Es como enseñar botánica a alguien que viene de un planeta donde no existen los vegetales». A lo cual podría añadir: perseverar durante más de cincuenta años en la tarea de expresarse dentro del reino de la poesía, y hacerlo con amor y dignidad, con absoluta fe, sin reparar en la repercusión que el resultado tenga, es sin duda alguna una empresa más «complicada» que la de ese profesor. Es un milagro que alguien haya tenido la tenacidad y la energía para hacerlo durante tanto tiempo.
¿Cómo ves el ambiente de La Habana en los años previos a tu salida del país? Hablo, básicamente, de una visión fotográfica, de lo que ha quedado en tu retina.
Vivíamos en una atmósfera estancada, nada se movía en el entorno urbano inmediato. Era una existencia en constante repetición en muchos órdenes, como un disco rayado o una película que se hubiese trabado en el proyector y mantuviera en la pantalla una sola vista fija, congelada. Recuerdo pocos detalles del horizonte visible o de la vida cotidiana en la ciudad, yo casi no salía. De vez en cuando iba a algún cine, pero regresaba enseguida. Participaba en muy pocas actividades de carácter social o cultural; en el acontecer literario o artístico nacional no ocurría casi nada que me atrajera o me interesara.
Tampoco mi trabajo me exigía salir mucho: en 1974, Arte y Literatura, donde me ganaba el pan como editor, había decidido que sus redactores trabajáramos en nuestras respectivas viviendas, con lo cual, por supuesto, se ahorraban fondos en la manutención de espacios de oficina, escritorios, sillas y otros utensilios de trabajo, ¡y hasta en luz eléctrica! Esa medida me hacía pasar largas horas sin salir, revisando manuscritos y preparándolos para la imprenta, pero también me libraba de usar a diario el deficiente transporte público a las horas pico para ir y regresar. Tenía que entregar informes de trabajo en la oficina una vez por semana, pero eso lo podía hacer a cualquier hora. Me gustaba trabajar en mi casa, donde podía vestir ropa ligera y manejar mi tiempo a mi conveniencia. En mi pequeño refugio lograba concentrarme mejor y adelantar más, con lo cual cumplía rápidamente las «metas de producción» en número de páginas revisadas y procesadas, y me quedaba más tiempo libre para leer y escribir otras cosas en el relativo sosiego de mi hogar.
Todas esas circunstancias me permitieron aislarme bastante del «mundanal ruido» en esos años, aunque sabemos que uno nunca escapa totalmente del entorno, sobre todo en aquellos tiempos de vigilancia obsesiva y miradas inquisitivas sobre lo que uno hacía o dejaba de hacer. Recuerdo La Habana de entonces como un sitio muy deteriorado, espiritual y físicamente; la ciudad ofrecía un panorama deprimente, muchos edificios estaban apuntalados o se habían derrumbado, los apagones eran constantes, numerosos negocios estaban clausurados, había suciedad y basura por dondequiera. Era una gran ventaja quedarse en casa para cumplir con el trabajo asalariado que uno tuviera.
Mis entretenimientos no los tenía en la calle, sino precisamente en mi casa. Varios amigos me visitaban fielmente, se pasaban largos ratos conmigo y me hacían más llevadera la existencia. Muchos de ellos provenían del ámbito intelectual y literario: poetas como Delfín Prats, quien me venía a ver casi todos los días, pintores como el difunto Tomás Borbonet y viejos conocidos como Rogelio Quintana y Roger Salas, que siempre me traían buenas vibraciones y chismes divertidos.
Delfín y yo nos pasábamos largas horas hablando de poesía, releyendo a nuestros dioses admirados (Rainer Maria Rilke, Saint-John Perse, T. S. Eliot, Ezra Pound y otros, en traducciones que tenía en mi biblioteca o que él hallaba no sé dónde). Entre esos tesoros, un día trajo y me regaló la maravillosa traducción de José Vicente Álvarez y Alfredo Terzaga de las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo de Rilke, publicada en México en los años cincuenta por Manuel Altolaguirre, en una suntuosa edición de la Colección «Campana de Fuego» que tuve que dejar en Cuba al irme y que después he buscado en vano por todo el mundo.
También, por supuesto, nos deleitábamos con lo mejor de la tradición del país: Heredia, Martí, Zenea, Plácido, Casal, Poveda, Baquero, Lezama Lima; no podría decir cuántas veces leímos juntos en voz alta «La vuelta al bosque», de Luisa Pérez de Zambrana, que casi nos sabíamos de memoria, o releímos joyas relativamente poco conocidas como «La calma», de Francisco Orgaz. Esas tardes con Delfín en casa, hablando sin cesar de literatura, las recuerdo como una conquista luminosa de mi existencia en la isla en esos años; me consta que él también guarda esas imágenes con satisfacción en su memoria. A veces él pasaba largo rato recitándome poemas de Pushkin en ruso, idioma que no entendía ni entiendo, pero lo hacíamos solamente por compartir la seductora melodía que las composiciones de ese autor tienen en su idioma original.
Por las mismas razones, a veces le leía en alta voz algunas páginas de Saint-John Perse en francés, idioma que él tampoco entendía. Si me pides una imagen visual suprema de aquellos años, te puedo asegurar que la que ha quedado con fulgor en mi memoria es esa: Delfín, sentado en un sillón frente a mi cama, y yo tirado en esta, hablando y hablando toda la tarde del mensaje sagrado de los grandes poetas, que era lo que más nos conquistaba.
También debo decir que entre 1969 y 1974 mantuve una relación amorosa plena, monogámica, con un hombre maravilloso y un delicado artista. Fue una experiencia humana completamente satisfactoria: no solo en los planos físico y emocional, sino también en el terreno intelectual y creativo. Ese gran amigo venía a verme casi diariamente después de su trabajo, cenaba con mi madre y conmigo, y se integró durante esos años a mi pequeña familia como un miembro más. Mi madre le tomó un inmenso cariño. Con una actitud de tácita complicidad que aún me conmueve, ella se iba después de cenar a visitar a su mejor vecina, que vivía al otro lado de la calle, y así me permitía quedarme solo con mi amigo un largo rato, suficiente para intercambios sexuales y otras ceremonias de la intimidad.
Ante los demás, él y yo teníamos el «pretexto» de que yo le estaba dando clases de francés… En aquellos años tan opresivos, ese ser excepcional me enriqueció espiritualmente y me ayudó en todo sentido; gracias a él sobreviví, bastante sano de mente y equilibrado de cuerpo. Aún hoy, cuando su vida ha tomado rumbos muy distintos (omito por eso su nombre), sigue siendo una persona con la que comparto mil cosas y con quien me comunico a plenitud.
Cuando en 1974 la relación concluyó, pasé por un período muy difícil, desde luego, pero poco a poco logré reajustarme, apoyándome precisamente en el substrato saludable que él me había entregado. Poco después empezaron a aparecer otros compañeros de juegos sexuales que también pasaban largos ratos en casa. Así transcurrieron mis últimos años en la isla. En La Habana de entonces se padecía de muchas formas de escasez, pero no de muchachos apetecibles y dispuestos al contacto carnal. Claro está, todo ocurría en privado, entre las cuatro paredes de mi casa. Los tiempos requerían una instintiva precaución.
Nunca está de más seguir aportando luz sobre la figura de Reinaldo Arenas. ¿Cómo fue tu relación con él antes de 1980?
En Cuba mi relación con Arenas fue intermitente. En 1962, por la época en que empezaba a trabar contacto con el grupo de las Ediciones El Puente, José Mario y yo íbamos un día caminando por la calle Línea y nos tropezamos con Arenas, que todavía mostraba aspecto de guajirito desorientado, pero alerta y vivaz, en medio de las calles aún vertiginosas de la capital.
Recuerdo ese breve encuentro, porque fue la primera vez que lo vi. José Mario me lo presentó y los tres hablamos brevemente sobre Celestino antes del alba, la primera novela de Arenas, que poco antes había recibido una distinción importante en un concurso de la UNEAC. Le comenté que en mi opinión él era lo que más brillaba entre los finalistas de dicho certamen, y él me respondió, sin pensarlo dos veces: «¡Entre tanta oscuridad!». Han pasado más de cincuenta años y todavía recuerdo el tono de su voz al darme esa respuesta.
Pero eso fue todo: nuestro contacto en Cuba durante los años sesenta fue escaso, fluctuante; él y yo —lo comprendo mejor ahora— vivíamos en zonas distintas de la realidad. Por esos años él empezó a ser cada vez más conocido y se fue convirtiendo paulatinamente en un «individuo conflictivo». Comenzó a chocar con los círculos oficiales de la cultura cubana de entonces, tan prejuiciados y monocordes, aún más tras el «caso Padilla», cuando los escritores y artistas de la isla cobraron plena conciencia de que vivían en un entorno policial y todo lo que hacían era juzgado desde esquemas políticos, ideológicos y moralistas. Arenas era muy desconfiado por naturaleza, y las agresiones del aparato represor lo fueron volviendo más paranoico aún; es más que comprensible. Ante las presiones y ataques, hizo gala de coraje, no se quedó ni quieto ni callado, al contrario: siempre respondía, con sarcasmos y un lenguaje afilado.
Mientras él se forjaba de ese modo, creo que conscientemente, una imagen cada vez más emblemática de «oveja negra», yo buscaba todo lo contrario: pasar inadvertido. Me fui apartando cada vez más de los círculos literarios y me concentré en mi carrera universitaria, por razones que ya expliqué. No me gustaba frecuentar casi ningún ámbito público ni participaba en reuniones oficiales de índole literaria; mi vida transcurría en marcos privados, sobre todo en las aulas universitarias y en mi casa. Además, entre 1969 y 1971 no viví en La Habana: cuando terminé mis estudios, la propia universidad me envió dos años a Trinidad, en Las Villas, a realizar tareas que llamaban de «servicio social», propulsadas por la demagogia oficial con el presunto fin de que los recién graduados entraran en contacto más estrecho con las realidades del país.
Volví a ver a Arenas un poco más a menudo después de 1971, tras mi regreso a la capital. Lo vi un poco más entre 1972 y 1973, cuando se fortalece mi amistad con Delfín y con Roger, pues ellos sí frecuentaban mucho a Arenas. Con alguno de ellos fui varias veces a visitar a Reinaldo en su cuartico en la playa de Miramar, cerca del balneario de La Concha. Ellos tres eran compinches en «aventuras sigilosas» de índole sexual, con bañistas jóvenes de aquella playa o con reclutas que Arenas consideraba «puntos fijos», que pasaban el Servicio Militar Obligatorio en una unidad cercana a su cuartico. Cuando Reinaldo y yo nos encontrábamos en su casa durante esas visitas, me reía con sus ocurrencias y su ingenio, admiraba su enorme talento, pero mi vida personal y emocional de entonces seguía transcurriendo por caminos diferentes al suyo.
Otros contactos con él en la Cuba de esos años ocurrieron esporádicamente hacia 1974 y tuvieron un cariz más literario. Arenas nunca dejaba de escribir y constantemente disfrutaba leyendo sus textos a sus amigos y conocidos de entonces. Asistí a varias de esas lecturas improvisadas, que ocurrían sin mucho formalismo en los sitios más disímiles: un parque, una cafetería, una playa. Tenía mucha gracia para leer en alta voz sus manuscritos y siempre salpicaba la lectura con anécdotas de su vida azarosa; nos hacía reír a carcajadas con su ingenio.
Esa fue la etapa en que le regalé las hojas de papel que me agradece en la dedicatoria del poema narrativo El Central: «A mi querido R., que me regaló 87 hojas de papel en blanco». El manuscrito había salido subrepticiamente de Cuba con esa línea en clave, y cuando el libro fue impreso en 1981 por Seix Barral en Barcelona decidió dejar la dedicatoria así, pues pensó que eso trasmitía el tono cauteloso en que teníamos que escribir en La Habana de fines de los setenta.
En Cuba en esos años era muy difícil o imposible conseguir papel, no había tiendas que lo vendieran, era un artículo controlado que se asignaba solamente a las empresas estatales. Y desde luego, Arenas se quejaba sin cesar de que no tenía papel para escribir a máquina. Un día me llevé de mi trabajo ese montoncito de hojas en blanco que enseguida le entregué y que él contó, obsesivo como era. Ante mi gesto se puso muy zalamero y contento, como si yo le hubiera entregado un cofre con poderes mágicos. Cuando el libro salió, ambos vivíamos ya en Nueva York y él me trajo uno de los primeros ejemplares que le mandaron; en ese completó a mano la dedicatoria impresa con estas líneas: «A mi querido R, Reinaldo García Ramos, con la misma amistad de entonces y con la alegría de poder escribir ahora su nombre completo. Un abrazo lleno de cariño, su Reinaldo Arenas. New York, diciembre 16 de 1981».
En tu libro Cuerpos al borde de una isla. Mi salida de Cuba por Mariel (Editorial Silueta, Miami, 2010) me ha llamado la atención el modo en que describes los «aquelarres medievales» de los mítines de repudio ante los domicilios de quienes pretendían emigrar y el guiñol de las autoinculpaciones en las estaciones de la policía, como paso obligatorio antes de recibir el permiso de tránsito hacia el puerto de Mariel. Obviamente te preocupa la necesidad de hacer memoria. ¿Crees que la porosidad que caracteriza al «caso cubano» sobre todo en los últimos tiempos, favorece la desaparición de juicios éticos sobre nuestro pasado más reciente? ¿Le temes al olvido del Mariel?
Hoy no me sorprende que haya personas (sobre todo las que no presenciaron los hechos o ni siquiera habían nacido en 1980) a las cuales les resulte difícil imaginarse los niveles de violencia pública (y callejera, en innumerables ocasiones) que se alcanzaron durante la crisis del Mariel contra los miles de cubanos que se querían ir del país. Se han publicado, desde luego, notables testimonios de individuos que vivieron en carne propia los ataques. Y no faltan los ensayistas, sociólogos e historiadores que se han esforzado por investigar la crisis y analizar su significación.
Entre las obras destacadas que han tratado el tema merece mención especial y muy honrosa el extraordinario documental En sus propias palabras, filmado por Jorge Ulla en Cayo Hueso y en Miami durante la llegada de los refugiados del Mariel. El contenido humano y la auténtica angustia que destilan esas imágenes son evidencia viva, constancias irrefutables de lo ocurrido. Pero aún queda mucho por decir. Hay que seguir compilando datos y documentos, hay que fijar esos hechos en la memoria colectiva de los cubanos, con la esperanza de que nunca más se repitan. Por muchas razones, pero en particular porque en años recientes el régimen castrista ha estado haciendo todo lo posible por echarle tierra encima al éxodo de Mariel, por desvirtuar su esencial motivación política al calificarla de económica y por borrar de la verdad histórica la forma violenta e injusta en que ese gobierno trató a sus propios ciudadanos en aquel momento.
La verdad pura y simple que intenté presentar y novelar en mi libro es que el castrismo se propuso aprovechar el asalto a la embajada de Perú para provocar una crisis migratoria de grandes proporciones con Estados Unidos. Como titiriteros en un grotesco teatro de marionetas, los jerarcas de la isla movieron sus mecanismos de control y sus recursos para manipular los hechos, pero la situación se les fue de las manos —gracias en gran parte a la digna actitud adoptada por los diplomáticos peruanos— y generó un escándalo internacional que desprestigió al régimen y modificó la imagen que el mundo tenía del castrismo y sus métodos.
Los «actos de repudio» durante la crisis de Mariel no fueron espontáneos; estuvieron coordinados y planeados por las organizaciones políticas y de masas del gobierno en todas las instancias (incluidos los centros de trabajo y estudio y los comités de cuadra) y por el monstruoso aparato de la propaganda del castrismo, que controlaba toda la prensa y los medios de difusión. Los miembros de ese aparato se habían convertido en expertos en manipular la opinión y la conducta de amplios sectores de la población, los cuales veían en la obediencia un modo rápido de obtener privilegios a corto plazo y en general no tenían esperanzas de sobrevivir en el extranjero si lograban huir del país. Fue una operación de corte neofascista, una especie de Kristallnacht tropical, con la particularidad de que no duró una noche, sino varios meses: el poder creó los mecanismos necesarios para que un grupo de la población atacara a otro grupo de esa misma población, y lo hiciera entendiendo que esa conducta era no solo aceptada, sino también meritoria.
Aunque la prensa oficial, a fin de disimular la gravedad de las agresiones y trivializar la violencia ante los ojos del mundo, se esforzara por presentar los hechos como una reacción impulsiva y emocional de los atacantes, una explosión que ocurría en un clima de cumbancheo y bachata temporal, lo cierto es que los ataques fueron reales, y de carácter tanto físico como moral. Fueron actos de suprema crueldad contra seres indefensos, incluso menores de edad y ancianos, personas que lo único que querían era irse a vivir a otro lugar, en muchos casos con el fin de reunirse con sus familiares cercanos.
Desde su instauración, el gobierno castrista ha tratado de aprovechar y estimular situaciones de violencia populachera (recordemos los gritos enardecidos de «¡Paredón!» durante los procesos judiciales arbitrarios que se realizaron tras la caída de Batista). Los ataques físicos, más que el diálogo pausado y racional, han estado presentes en nuestro escenario político desde los inicios de la nación: los partidarios del general Bartolomé Masó recibieron a pedradas al general Máximo Gómez cuando este fue a Camagüey a recabar votos a favor de Tomás Estrada Palma durante la primera campaña electoral de la república recién nacida.
Esa tendencia se manifestó también durante el machadato y el batistato, pero cobró proporciones trágicas con el ascenso del castrismo en 1959 y alcanzó sus dimensiones callejeras más brutales cuando Mariel. Esa triste tradición se perpetúa hoy en los métodos represivos que el régimen utiliza contra las Damas de Blanco, los miembros de #TodosMarchamos y de la Unión Patriótica Cubana y contra cualquier cubano que intente manifestar un pensamiento diferente al que quiere imponer la dictadura. Por suerte, los adelantos tecnológicos permiten ahora filmar esos abusos recientes y difundirlos por el mundo a través de las redes electrónicas en cuestión de minutos. Como de los actos de repudio del Mariel se conocen escasas imágenes, en su mayoría manipuladas por la propaganda oficial, hoy día cobran doble valor los testimonios verbales de los sobrevivientes de aquellos ataques.
En la última escena de tu libro sobre Mariel describes tus impresiones cuando el barco camaronero en el que viajas, como un «cetáceo asfixiado», se aleja de la costa de Cuba. Más que de un desgarramiento, ¿se trataba en tu caso de una liberación?
El éxodo de Mariel fue, para la inmensa mayoría de los refugiados que salimos de Cuba en esos meses, un momento de ruptura. Cuba quedaba atrás por completo y con nuestro viaje estábamos tratando de iniciar una nueva vida en otro país, entonces desconocido: era un desafío monumental, pero no pensábamos en ningún tipo de regreso.
De la escena que presento al final de mi libro es necesario subrayar eso: la costa que se alejaba de mi cuerpo era un universo que yo quería descartar de mi futuro. Allí dejaba unas raíces de las que me quería desprender con entusiasmo. Ese es el principal aspecto que, a mi modo de ver, caracteriza a los llamados «marielitos» (especie a la que me honro en pertenecer) y nos diferencia de gran parte de los exilios anteriores y posteriores: nosotros no nos hacíamos ilusiones con recuperar un país, no soñábamos con volver a nuestra vida pasada, no podíamos adornar nuestros recuerdos, porque en la isla el castrismo y su intolerancia habían convertido nuestra existencia en un infierno.
Las primeras oleadas del exilio, sobre todo durante los años sesenta (lo que se ha denominado el «exilio histórico») aún tenían vigentes ciertos recuerdos prestigiosos de lo que esas personas habían vivido en Cuba; era comprensible que sintieran nostalgia, un pesar profundo por lo perdido, y que se hicieran ilusiones con recuperar un país donde habían sido felices o que incluso aspiraran a retornar alguna vez y reconstruir una parte de su pasado.
Mi caso es distinto, y lo puedo decir con total honestidad, sin resentimientos ni amarguras: no tengo ni he tenido jamás ninguna nostalgia por la vida que llevé en Cuba. Eso no quiere decir que excluya a Cuba de mi identidad cultural y de mis referencias entrañables como escritor; me sé enriquecido por la inmensa tradición artística de nuestra nación, sobre todo por la que floreció antes de que el castrismo triunfara. En todos estos años de mi exilio (ya he vivido fuera de la isla más tiempo del que pasé en ella), nunca he dejado de sentir preocupación por la situación política, económica o social del país ni he dejado de sentir interés, y constante compasión, por la situación del cubano de a pie que vive allá. Pero ese interés y esa preocupación se suman, se añaden, al disfrute de mi vida en Estados Unidos, no desplazan ni mucho menos reducen ni eliminan mi satisfacción por ser ciudadano de este país en el que vivo.
Tuve a mi padre en Cuba hasta 2006, año en que falleció. Lo traje de visita dos veces, en 1989 y en 1991. Después, cuando él estaba muy débil para viajar, lo fui a ver tres veces a Cienfuegos, donde ambos nacimos y donde él pasó sus últimos años. Hice esos tres viajes (en 2002, 2004 y 2006) para cumplir un evidente deber filial, y lo hice con convicción y placer. Pero en cada una de esas tres ocasiones, cuando mi avión partió de la tierra en que vine al mundo no experimenté ningún pesar. En cambio, cuando regresé al territorio de Estados Unidos me invadió una inmensa alegría, casi una exaltación, y aprecié más que nunca las condiciones de vida y de trabajo intelectual que este país me ha dado y que me garantiza.
Mis visitas a Cuba ocurrieron dentro de un marco racional de reconocimiento del pasado, no en un escenario autocompasivo y quejumbroso de ambiguas ilusiones sobre mi porvenir como individuo. Hoy considero a Cuba mi país de origen, solo eso; Estados Unidos es mi país real, en el que casi seguro moriré, la nación cuyas instituciones y leyes más admiro, la que siempre me ha tratado con dignidad y me ha dado tanta protección.
En algún lugar has narrado lo que ocurrió en tu imaginario cuando, apenas un mes después de haber salido de Cuba, fuiste a ver The Rocky Horror Picture Show en el teatro Waverly de Manhattan. Incluso a través del shock emocional, se abría un nuevo mundo de liberación sexual, inocencia y violencia a la vez. ¿Qué recuerdas de aquel periodo iniciático en una urbe y un entorno tan diferente al de La Habana estalinista?
Actualmente escribo la segunda parte de ese libro sobre mi salida por Mariel, y en ese segundo volumen me estoy centrando precisamente en mis experiencias iniciales en Nueva York, aunque también hablo bastante de mi llegada a Cayo Hueso y de mis impresiones de Miami, donde solo pasé quince días al llegar. Pues hay que decir que Miami en 1980 no se parecía en nada a la ciudad que tenemos hoy, en la que vivo jubilado y donde disfruto de mis últimos años con bastante comodidad. Lo que vi entonces no me gustó nada.
Cuando unos días después de mi llegada unas amigas cubanas de Nueva York me dijeron que si yo decidía instalarme en la Gran Manzana ellas me ayudarían, no me fue muy difícil escoger: una semana después de haber llegado de Cuba le pedí a mi tío que me llevara a una de las agencias que ayudaban a los refugiados y solicité mi «reubicación» en Nueva York. Creo que fue el Consejo Mundial de Iglesias el que me pagó el pasaje aéreo, mi familia hizo una pequeña colecta y me dio $150 en efectivo, con lo cual descendí en el aeropuerto de La Guardia el 3 de junio de 1980, quince días después de mi llegada de Cuba. Llevaba en el bolsillo ese escaso dinero y en el alma unas ganas tremendas de vivir, de ver cosas nuevas, de estallar ante paisajes desconocidos.
Por eso la noche en que mis amigas me llevaron al Waverly, unos días después de mi llegada a Manhattan, se ha quedado grabada en mi memoria como el instante en que logré realmente mi libertad e inicié mi renovación. Las funciones del Rocky Horror Picture Show eran todo un happening, un espectáculo que no solo ocurría en la pantalla, sino, además, y de modo insólito, en todo el teatro: en las lunetas, los pasillos, el vestíbulo, hasta en los rincones menos visibles. El público estaba constituido principalmente por miembros de la pintoresca población del West Village, jóvenes que se sabían la película de memoria, la habían visto decenas de veces, repetían a coro los diálogos antes que los personajes del filme y estaban vestidos como esos personajes, pero de una manera aún más estrafalaria y creativa, con peinados hiperbólicos y prendas de vestir exageradas. Y, last but not least, casi todo el público se movía por el teatro fumando marihuana sin cesar.
Reinaba en todo aquello una atmósfera absolutamente relajada y permisiva: era una total distensión de gestos, comentarios en voz alta, miradas y hasta muecas que muchos se hacían mutuamente. En ese clima, por supuesto, cualquier forma de identidad sexual o incluso intelectual se diluía, perdía importancia. Me dejé llevar desde el primer instante, y aún me sorprende la relativa naturalidad con que me pude sumergir en ese baño de espontaneidad, tan solo dos o tres semanas después de haber salido de Cuba. Pero en cuanto lo hice sentí una exaltación tremenda, que no hubiera podido imaginar (desde luego, esa fue la primera vez que fumé «hierba», como le decían mis amigos boricuas). Fue una noche muy divertida, creo que incluso salí al pasillo a bailar o a hacer murumacas con los demás, y ellos me decían cosas en inglés que no entendía. Esa noche me di cuenta de que Cuba había quedado atrás, de verdad y para siempre.
Lo que relatas me hace regresar a uno de tus poemas neoyorquinos, «Estanque delicioso», un texto sensorial e iniciático, donde evocas un viejo estanque abandonado en cuya «buscada densidad» te sumerges antes de ser visitado por «sagaces monstruos», alimañas, culebras, «soberbias fauces familiares». Al final escapas de allí, pero queda un regusto de placer. Creo que este poema se inscribe en la singular tradición occidental de lo demoníaco tentador que va de Hieronymus Bosch a Baudelaire, de Rimbaud a Bacon…
Gracias por haberte acercado a ese poema, uno de los que secretamente prefiero entre todos los que escribí en esos años. En general no me gusta «interpretar» y mucho menos tratar de explicar lo que, en condiciones óptimas, debió de haber quedado dicho o sugerido en mis textos poéticos; uno suelta el andamiaje verbal sobre la página y luego casi nunca sabe por qué las palabras están ahí, por qué al escribir nos servimos de esos vocablos y no de otros, por qué establecimos ese juego de sonidos y evocaciones. Siempre he creído que la poesía debe bastarse a sí misma, para provocar un estremecimiento autónomo en quien la recibe (ese «frisson» del que hablaba Mallarmé) y relumbrar en las emociones de quien la escucha o la lee, sin que haga falta recurrir a revelaciones ulteriores provenientes de nadie, y mucho menos del autor, o a desarticulaciones presuntamente racionales de la literalidad, con la ilusión de descubrir por qué se dijo tal cosa o qué significa esto o aquello otro. Un poema logrado es, fundamentalmente, un misterio inexplicable y atemporal, cerrado en su propia respiración.
Dicho eso, no puedo negarte que me halaga la atención que has prestado a ese texto en particular. Por eso, aludiendo a aquello de que noblesse oblige, y con las salvedades del caso, voy a comentarte un poco, no la verbalidad del poema, sino su resonancia en el ámbito temático general que busqué expresar en esos tiempos y en particular en Caverna fiel, el libro al que pertenecen esos versos.
Desde mi primer libro publicado en el exilio, El buen peligro, editado en 1987 en Madrid, me había venido interesando una particular visión de la existencia como exploración, como recorrido imprevisto por placeres y riesgos, aprendizajes y ofuscaciones. El «buen peligro» a que se alude en el libro no es otra cosa que la libertad pura y simple, que cada individuo debe asumir a plena conciencia de que la conducta libre le dará satisfacciones y le impondrá responsabilidades ineluctables: ningún individuo tiene el derecho (ni el deber, si quiere actuar con justicia) de culpar a nadie por las decisiones que él mismo ha tomado: asumir la libertad es asumir la conciencia independiente y el riesgo de error. El reto que impone esa libertad/peligro es precisamente ese: cada ser humano debe aceptar a plenitud, y en solitario, las consecuencias que puedan tener sus actos y decisiones.
El poema «Estanque delicioso» es una alegoría de ese régimen ético: la persona libre y responsable tiene el deber de aceptar el peligro que su curiosidad existencial le ofrece y, literalmente, hundirse con la mayor inocencia posible en cada una de las experiencias que encuentre en su camino. El estanque, delicioso y aterrador a un tiempo, pretende resumir en lenguaje poético esas opciones.
Entre 1983 y 1985 participas de lleno en la financiación y gestación de los ocho números de la revista Mariel, que llegó incluso a llamar la atención del New York Times —a pesar del influjo de los mitos de la izquierda en la prensa de medio mundo— por el carácter reivindicativo y liberador de sus postulados. Más allá del posible hito, ¿qué te queda del día a día, de aquellas jornadas de edición?
Los recuerdos son muchos y muy variados, pero todos se resumen en una profunda satisfacción por haber participado en la gestación y realización de la revista Mariel, una publicación que resultó tan saludable para la continuidad de la cultura cubana y el reconocimiento de sus múltiples componentes. Creo que la fluidez y la soltura con que hoy en día vemos interactuar y comunicarse los distintos aspectos y vectores de esa cultura —a menudo contradictorios o contrapuestos— hallan un precedente destacado en la visión que tuvimos en la revista Mariel, donde siempre rechazamos los criterios excluyentes que había impuesto el gobierno castrista en el recuento de nuestra historia.
Nuestra revista, en cambio, propugnó un reconocimiento integral de la cultura nacional, partiendo de valoraciones artísticas y no partidarias, y destacó la autenticidad y el prestigio de muchas obras y autores que el régimen había tratado de ignorar. Sin renunciar a sus genuinas convicciones antidictatoriales, nuestro equipo de editores defendió desde el inicio un concepto unitario y coherente del acervo cultural de la nación. Estábamos convencidos de que el quehacer literario y artístico realizado por cubanos en cualquier parte del planeta, en el presente o en el pasado, constituye por definición un legado continuo e indivisible.
Muchos de nosotros habíamos vivido en carne propia las políticas culturales represivas del sistema castrista en la década de 1970 y, al igual que muchos autores de generaciones anteriores, habíamos sido desatendidos o ignorados, en tanto que creadores, por los círculos e instituciones oficiales del sistema imperante en Cuba. En su gran mayoría, salvo contadas excepciones, los escritores y artistas del Mariel no habíamos podido dar a conocer nuestra obra, ni en nuestro país ni en el extranjero. Al llegar al exilio, tuvimos que partir de cero y uno de nuestros objetivos primordiales fue lograr que nuestra existencia y nuestra identidad como escritores y artistas en plena actividad creadora fueran reconocidas y que nuestras obras llegaran al público.
Al mismo tiempo, nos sentíamos herederos de ese legado cultural que el castrismo había suprimido, deformado o reducido; queríamos reconectar con ese legado. Por eso desde la fundación de la revista establecimos la sección «Confluencias», que en cada número presentaría un estudio sobre alguno de esos escritores excluidos o relegados, junto a una muestra de sus obras. Comenzamos con José Lezama Lima, del cual tomamos el concepto de «confluencia» en el terreno de la cultura, y seguimos después con Virgilio Piñera, Enrique Labrador Ruiz y Lydia Cabrera, entre otros.
Pero nada de eso fue fácil, por supuesto. La revista fue un proyecto sano y espontáneo, casi diría instintivo; pero también el fruto de una labor realizada a contracorriente, ante la actitud despectiva, o incluso el rechazo abierto, del establishment cultural en inglés de Estados Unidos. Con honorables excepciones, en los primeros años de nuestro exilio esos círculos e instituciones nos condenaron sistemáticamente, o sencillamente nos ignoraron. Como es obvio suponer, para nosotros fue un golpe tremendo encontrar ese panorama inhóspito en un país que admirábamos y que tan generosamente nos había dado acogida. Habíamos esperado encontrar un ambiente estimulante de pluralidad intelectual, no un entorno en que la Guerra Fría y la política de bloques, que todo lo veía en blanco y negro, habían adulterado los debates y los habían caricaturizado en extremos casi grotescos. Esa polarización se reflejaba, desde luego, en las opiniones y las actitudes con respecto a la realidad cubana en general y al éxodo del Mariel en particular. Era un escenario intelectualmente insalubre, en el cual predominaban los esquemas difundidos por la propaganda del gobierno castrista, según los cuales todos los refugiados del Mariel éramos «escoria» social, forajidos, delincuentes, gente que carecía de ideales o de propósitos constructivos.
Reinaldo Arenas, que en nuestro grupo era el escritor más conocido internacionalmente, desplegó su conocida habilidad para la polémica y la ironía en una intensa labor para defendernos; pero eso no fue suficiente. Pronto llegamos a la convicción de que necesitábamos un medio propio de expresión que nos acogiera a todos, un espacio para darnos a conocer como creadores y para presentar nuestras ideas democráticas, al mismo tiempo que nuestra denuncia de la situación de Cuba. Fue así que surgió Mariel. Los editores de la revista teníamos una conciencia profundamente anticastrista, queríamos denunciar los vejámenes y maltratos cometidos en la isla, y al mismo tiempo subrayar nuestro espíritu tolerante y democrático, con el cual buscar modelos de vida liberadores y amplios; nos guiaba un interés fundamental por expresarnos y vivir con la mayor espontaneidad y autenticidad posibles.
En los primeros meses recibimos muchos ataques, pero tan solo un año después ocurrió un hecho insólito: The New York Times sacó en primera plana un largo reportaje en que realizaba un respetuoso análisis de los primeros cinco números de la revista Mariel y reconocía que los integrantes de nuestro contingente de escritores y artistas éramos portadores de un mensaje digno de atención (véase Cuban Exiles Are ‘Delirious’ About U.S. Literary Freedom, por James Brooke, en la edición del 22 de agosto de 1984 de NYT). A partir de ese momento, los sucesivos números de la revista fueron despertando muchas reacciones positivas.
Precisamente a Mariel llegas de la mano de Reinaldo Arenas. Se ha dicho que después de 1980 su personalidad mutó de cierta manera, que el exilio le trajo una nueva frustración, adicional a las que ya había experimentado antes de salir de Cuba. ¿Coincides? ¿Cuál es tu retrato?
Sí, creo que su personalidad cambió, pero lo mismo nos pasó a todos nosotros, los refugiados del Mariel. Habíamos sufrido mucho estancamiento social y humano en la Cuba de los años setenta y nos vimos de golpe entregados a la dinámica exigente de una nueva estructura social (la libertad conquistada, desde luego, nos impuso de inmediato muchas responsabilidades nuevas). Recién salidos de un escenario social y político arbitrario, en que el poder tenía capacidad absoluta para definir la realidad a su conveniencia, estábamos iniciando esa nueva etapa de nuestras vidas en un medio radicalmente distinto, que imponía reglas y requerimientos inscritos en una estructura de ley, donde las instituciones establecían los márgenes de la conducta.
El ritmo con que todos vivimos esos años fue vertiginoso, lo recuerdo como un constante aprendizaje, y ese aprendizaje obviamente imponía alteraciones en las creencias, las convicciones de todo tipo, los esquemas que uno había traído de Cuba; así se fueron modificando las prioridades, las pasiones, los deseos. Ninguna personalidad podía permanecer incólume ante ese vuelco en los rumbos de la existencia. Para sobrevivir había que aprender, y hacerlo rápido.
Arenas no fue la excepción: su choque con las nuevas realidades lo exaltó, le entregó nuevas alegrías y obsesiones (sobre todo en el plano de la conducta sexual y en el de las posibilidades de denunciar el castrismo), pero también le fue imponiendo, diría, un agotamiento, un extravío, un mareo existencial. Se sintió muy contento cuando sus obras se empezaron a publicar con gran éxito y se exaltaba con la capacidad cotidiana que ahora tenía en Nueva York de llevar su gula genital a niveles pantagruélicos, pero me parece que, con el tiempo, en esa vorágine de indudables estallidos positivos encontró también un universo existencial que le resultaba ajeno, enrarecido, y eso le causó una difusa pero intensa irritación, incluso una fuerte nostalgia. Y no hablo de una llana y común melancolía, al pasar revista a sus recuerdos personales de la isla; hablo de algo mucho más complejo y desconcertante. En sus últimas obras percibo una tristeza muy árida, sobre todo cuando describe sus perspectivas individuales a largo plazo en el exilio. Algo muy medular le faltaba, y esa carencia le fue causando una sensación de desnudez herida, de desposesión.
Al mismo tiempo, esa irritación alimentó su agresividad, su rebeldía ante un entorno que no le ofrecía ordenamientos ni códigos válidos con que reemplazar los que él conocía y había utilizado en el campo de su niñez o en La Habana de su juventud. Es preciso apuntar también que tuvo muy malas experiencias con sus editores, sus traductores, las casas editoras y los agentes literarios; en sus cartas, que recién han salido en español por fin, abundan las quejas que él expresa a ese respecto (véase Reinaldo Arenas: Cartas a Margarita y Jorge Camacho (1967-1990), Sevilla, Editorial Point de Lunettes, 2010).
Todo eso se reflejó en sus obras tardías, en las cuales percibo un encontronazo dramático con el utilitarismo y el espíritu competitivo que caracterizan la lucha por la vida en Estados Unidos. No entendió que ese dinamismo fortalece al individuo, precisamente porque le exige una productividad inmediata, material, contable. Las calles de Manhattan le ofrecían diversiones diarias y encuentros sensuales, pero nada tenían que ver con los entusiasmos juveniles que él recordaba y que asociaba al paisaje isleño de su pasado en Cuba.
Aunque no lo admitiera nunca abiertamente, de 1985 en adelante Arenas se empezó a sentir airado y acosado. En una ciudad como Nueva York la cultura y el arte tienen una indudable intensidad, pero él nunca aceptó los ritos y mecanismos con que esa intensidad se articula y avanza. Con el tiempo, sí, creo que fue asumiendo una decepción, paciente y fluctuante, pero profunda, ante la vulgaridad del espíritu empresarial y la obsesión por acumular riquezas que definen al norteamericano medio, y se sintió extraviado en ese mundo de consumo y contrastes inmediatos, placeres esquemáticos y deseos preconcebidos y groseros, generados por las fuerzas financieras y la tecnología.
A todo eso, desde luego, se vino a añadir bruscamente la enfermedad que contrajo y la amarga constatación de que su mal no tendría curación: su irritación encontró entonces un eje objetivo en torno al cual girar y crecer. Admirablemente, esa constatación le infundió también un enorme coraje, y tomó la decisión de escribir a toda prisa lo que tenía previsto. A toda prisa, sin respiro, en una carrera angustiosa contra la muerte.

Elogiaste el empeño de editor e impresor del español Manuel Altolaguirre, quien «coló» una imprenta en su habitación, en París, a inicios de los años 1930. En tu caso, hay una línea persistente que va desde que en los años setenta emprendiste la edición cubana de Gargantúa y Pantagruel y tantos otros libros de Racine, Lamartine, Fournier, Maupassant, Aragon o Sherwood Anderson, hasta la más reciente experiencia con la revista digital de poesía Decir del agua…
Esa vocación de editor (¿por qué no?) obsesivo y perfeccionista, ese gusto por presentar ante los lectores, debidamente editados y ordenados de manera diáfana y lógica, los textos en que otros han pugnado por expresarse, ha sido siempre una de mis pasiones primordiales. Recuerdo que en la escuela primaria me fascinaba un periodiquillo elemental que la dirección de ese centro imprimía mediante mimeógrafo, y cuando dejó de salir yo me puse solo a componer y editar otro boletín de noticias sobre mi escuela, que yo mismo escribía a mano y que no tenía, por supuesto, más que unos cuantos ejemplares.
Esa voluntad de ordenar la información de manera clara y elegante tiene que ver también con mi dedicación al periodismo (en los años ochenta trabajé de editor de noticias en dos agencias de Nueva York: United Press International y Associated Press, y en uno de los diarios en español de esa ciudad).
Creo que ambas cosas están relacionadas: el periodista y el editor son casi la misma cosa, y Altolaguirre lo comprendía a cabalidad, estoy seguro. Todo editor es en gran medida un adicto a la información, un invocador de datos comprensibles para el disfrute estético del público anónimo que aguarda; de igual manera, el periodista prevé y facilita los placeres del conocimiento y de la lectura; ambos disfrutan a fondo del nacimiento de la página, del volumen bien impreso, de la plana de un diario donde se refleja una noticia con exactitud, de la página precisa en que se muestra un poema con tipografía sutil.
Por eso pienso que en ambos aspectos somos parteros, agentes del nacimiento; lo que buscamos es trasmitir la creación (el recién nacido es la noticia insólita o el poema logrado) y realizamos nuestra labor con la precisión y complacencia de una comadrona, siguiendo métodos limpios y sanos, y al final solo nos conformamos con la convicción de que la nueva criatura está lista para su existencia independiente, en libertad.
En mis tiempos de Arte y Literatura, recuerdo muy bien la gran satisfacción que sentía al ver los primeros ejemplares de una obra editada por mí: era un placer de padre, de progenitor orgulloso. En medio del panorama político y social tan poco alentador que predominaba en La Habana de entonces, y a pesar de la inseguridad espiritual con que yo sentía fluir mi vida en aquellos años, me estimulaba y complacía saber que mi labor intelectual de editor no caería del todo en el vacío, sino que se concretaría en un libro palpable, que la gente compraría y leería; eso fue tal vez lo que más animado me mantuvo en esos años, durante los cuales experimenté en otros planos personales tantas frustraciones y asfixia. El trabajo de editor tenía una utilidad constructiva inmediata, y valía la pena hacerlo con calidad, no para cumplir con la burocracia estatal, sino porque de ello dependía que los lectores recibieran correctamente el mensaje del autor.
Me siento orgulloso y satisfecho, sin reservas, de lo que hice en esos años de Arte y Literatura: los libros que edité están ahí, han sido leídos y han aportado calidad de vida intelectual a muchos. A menudo me ocurre que jóvenes cubanos recién llegados de la isla me dicen que han leído libros editados por mí y me dan las gracias por esas ediciones. Eso es lo mejor que me queda de aquellos años, lo más sustancial.
Tras jubilarme de Naciones Unidas y mudarme a Miami Beach, decidí fundar Decir del Agua por pura curiosidad ante las posibilidades que sospeché me ofrecían los medios digitales, que por entonces empezaban a despuntar. Pero fue también un capricho genuino de editor: crear una publicación en formato HTML y difundirla en Internet era también un desafío estético, me gustaba la posibilidad de colocar poemas en una página digital e ilustrarlos con obras de arte visual escogidas por mí.
Claro, todo eso vino porque ya estaba jubilado y tenía tiempo libre; pero fundé la revista, sobre todo, porque quise recuperar esa satisfacción que había sentido como editor en Arte y Literatura, esa alegría de partero; me había picado de nuevo la abejita que me llevó a preparar para la imprenta en La Habana tantas obras importantes de la literatura mundial. La revista se publicó trimestralmente durante seis años, entre 2002 y 2008, y salieron 23 números, que aún se pueden consultar en Internet (http://archivodda.com/home/). Me alegró mucho hacerla: era como tejer encajes para las fiestas del alma, porque la poesía es eso, una fiesta de la expresión, y presentarla de modo ameno y espléndido, como intenté hacerlo en Decir del Agua, es lo mismo que preparar un festejo impetuoso… imprevisible.
Constantemente percibimos en tu poesía un tono apostrófico, una relación dialógica con un «alguien» que felizmente no siempre tiende a definirse. Pienso en poemas tan lejanos en el tiempo como «Cartas de A.M.S.», «Viajes dentro del cerco» o «Tiempo cero», hasta otros más recientes como «Misiva antigua», «Ronda de lector en Queda de ceniza» o «Augurios»: más de cincuenta años de un diálogo con ese «alguien» que también puede ser uno mismo ante un espejo…
Tal vez percibes eso porque evito usar un tono categórico en mi expresión poética. Prefiero siempre que el escenario de un poema y la entidad a quien dirijo mis palabras queden sumidos en la mayor ambigüedad posible. Me siento mejor cuando la expresión fluctúa entre dudas esenciales, permanentes, y proposiciones transitorias, tácitas o explícitas, destinadas a un oído que me escuchó alguna vez y que, supongo, podría escucharme aún.
Mi trabajo poético aspira a que ese oído siga escuchando. Ese oído receptor es casi siempre el de un individuo que se conectó alguna vez conmigo en el ámbito afectivo o amoroso (y sabemos que esos predios abarcan desde la simpatía impregnada de deseos hasta el amor total y rotundo, pasando por la amistad fiel y fervorosa). En muchos casos, mis versos pretenden apropiarse del acontecer anterior de ese personaje que escucha, y aspiran a absorber la relativa «sabiduría» de ese otro ser, las habilidades que extrajo de un acontecer en el que no participé.
Son terrenos fluctuantes y a menudo resbaladizos. Mencionas textos en que ese «otro» son personas que se han comunicado conmigo (tanto física como intelectualmente) de manera efectiva y profunda; por eso, cada uno de esos poemas aspira a ser el conducto por el cual busco alimentar de nuevo, o mantener o incluso restablecer ese vínculo comunicativo. Notarás que en todos esos textos se alude a diversas formas de lejanía o de separación: en el caso de «Cartas…» me dirijo a una gran amiga que había abandonado Cuba en 1969 y me escribía asiduamente desde Europa en los años setenta; en «Viajes…» o «Tiempo cero» hablo al ser amado para cristalizar en mi conciencia la significación decantada del milagro erótico. En «Misiva antigua» y en «Ronda…» lo que veo son fragmentos de ese diálogo furtivo, efímero y eterno, con lo que uno desconoce, pero intuye: la destrucción de la casa en el primero y, en el segundo, la destrucción de la ciudad y del poeta que quiso capturar esa ciudad en sus versos. Como ves, esa conversación con el «otro» no sigue siempre caminos evidentes ni rectos; a veces recurre a imágenes indirectas para expresar ese miedo al silencio, ese pavor ante la separación definitiva (véase el poema «Muchacho que corre de madrugada por París», en que yo no le hablo al individuo que fue objeto de mi deseo, sino a los que lo miran pasar y deben dejarlo proseguir…).
Todo discurso poético busca un conocimiento por la imagen, por la intuición, para aproximarnos de algún modo a la aspiración suprema de cualquier forma de arte: dejar constancia duradera de lo que sentimos al visitar fugazmente este mundo. El intento de diálogo, real o virtual, con interlocutores que nos han dado su afecto o su amor, es un tanteo en ese oscuro y cambiante universo, con la esperanza de alcanzar cierta forma de trascendencia, o mejor dicho cierta iluminación a largo plazo. Por eso captas en mis poemas vectores indirectos, cargados de alusiones difusas: la referencia oblicua es casi siempre la que mejor penetra en los terrenos aledaños a esa posibilidad de permanencia.
Es muy curioso que tu lista termine con «Augurios», un texto en que me dirijo tan resultantemente a un personaje preciso, alguien que un día menospreció mi intento de expresarme por escrito y, en un rapto de nihilismo, me avisó con sarcasmo de que mis papeles serían lanzados al mar cuando yo dejara de existir. Ese poema se aparta bastante de la intención indirecta que mencioné antes aquí: es, por el contrario, un gesto explícito, y además agresivo, para ripostar ese intento de desmoralizarme. Pero incluso en ese caso intenté evitar las referencias directas: la ironía coloca mi expresión en un marco difuso, plural.
En suma, creo que tienes razón; en ese y en muchos otros de mis intentos poéticos está presente el «tono apostrófico», ese intento por comunicarme con el recuerdo de alguien o con la idea que quiero tener de alguien, para reconstruir en mis versos el instante en que esa persona me trajo cierta emoción o exaltación, pero lo hago sin descartar la posibilidad de dirigirme también a otros oídos, que tal vez estén alertas y puedan capturar mi señal. De ahí que mi voz no adopte resonancias terminantes ni establezca verdades categóricas, como ya dije: busco hablar con una entidad sinuosa, huidiza, dejando margen para que el discurso se difunda en otras direcciones imprevistas.
En el poema «La mano de madera», escrito en Nueva York e incluido en el libro Caverna fiel, de 1993, ese objeto «algo oscuro» que respira y musita colocado entre libros, que aguarda sin estridencias, pudiera equipararse a lo que intuyo como tu concepción de la poesía; entendida como un testigo equilibrado que todo lo sabe y que nada reclama sobre la propia existencia.
Me alegro de que menciones ese poema, porque esos versos ejemplifican también lo que acabo de decir. «La mano de madera» no es más que una reflexión elegíaca, en que nos enfrentamos al final de la existencia, tocamos el destino ineluctable. Esos versos tienen mucho que ver con lo que dije en la respuesta anterior acerca del hecho poético como búsqueda de liberación trascendente y de equilibrio espiritual. Toda elegía es un intento de atenuar o aligerar la mortalidad, y por tanto es también, o debe ser, una meditación de carácter religioso, un diálogo interior sobre las opciones de trascendencia que cada ser humano tenga a su alcance.
En ese poema, dedicado a mi amigo Gustavo Ojeda (La Habana, 1958 – Nueva York, 1989), describo como una reliquia la mano de madera que él me había regalado y expongo un sistema de simbolismos indirectos similar al que aparece en «Muchacho que corre…». En ninguno de los dos casos me dirijo a las personas que generaron el poema, sino a las circunstancias en que la ausencia o la lejanía de esos seres me colocan. En «La mano…», como ves, no hablo con Gustavo, no intento comunicarme con su recuerdo para expresar mi desamparo y mi dolor ante su desaparición física, sino que hablo de esa mano perdida por la estatua de un santo que él había traído de España en el último viaje que hizo antes de enfermarse y morir. En el momento en que escribo el poema, ese simple fragmento de madera resumía para mí la desaparición del hermoso amigo y al mismo tiempo su legado, su enseñanza en el plano existencial, o sea su presencia intemporal.
Y aquí también se hace visible esa relación entre peligro y libertad de que hablé en la respuesta anterior: tanto «La mano…» como «Muchacho que corre…» fueron concebidos en la misma etapa de mi vida y pertenecen a mi libro Caverna fiel, que recoge poemas escritos en Nueva York entre 1987 y 1992.
Esos fueron los años en que el SIDA exterminó a miles y miles de personas, entre ellas a una buena parte de la comunidad gay del planeta. Años en que reinaba una enorme incertidumbre, pues no se conocían paliativos para esa enfermedad y el diagnóstico significaba una muerte segura. Raro era el mes en que no se me moría algún amigo. En ese marco, se puede comprender mejor mi descripción de la mano de madera como «un objeto entre mis libros, algo oscuro, una presencia devastada»: una reliquia que me advertía del peligro, que me trasmitía cierta forma de fe, me acompañaba y me intentaba dar consuelo ante tanta angustia. En esos años, la visión de la existencia como una sucesión de riesgos y aprendizajes, donde la libertad enriquece y exalta, pero también impone límites y puede destruir, se me hizo más palpable que nunca.
Miami Beach, julio 4 de 2016
*Entrevista incluida en el libro de poesía Espacio circular. Quince nuevos poemas y veintidós respuestas a Gerardo Fernández Fe (Ediciones La Mirada, Nuevo México, Las Cruces, Nuevo México, 2017). El breve ensayo inicial ha sido ligeramente editado por el autor a fin de hacerlo aún más sucinto para esta publicación.