Venezuela | Una masa levada y aprisionada: tras las rejas por estar en el lugar y el momento equivocados

    El abogado Kennedy Tejada tenía prisa. Salió de su casa a eso de las 8:00 de la mañana, sin siquiera desayunar, porque necesitaba llegar cuanto antes al destacamento rural de la Guardia Nacional Bolivariana de Montalbán. Allí tenían a unos ciudadanos que habían capturado días antes en medio de una protesta. ¿Quiénes eran? ¿Cuántos? ¿Cuál era el estatus de esos casos? Nadie sabía.

    Con 24 años, Kennedy Tejada se gana la vida trabajando como taxista con una moto prestada. Hace diez meses se graduó de la carrera de Derecho y es voluntario del Foro Penal Venezolano, organización que mantiene un riguroso registro de los presos políticos en Venezuela, a quienes les ofrece asistencia legal. Justo por eso desde Caracas sus colegas le pidieron que se acercara a preguntar por los detenidos de Montalbán. 

    Esa mañana del 2 de agosto de 2024, más como una despedida cotidiana, y no necesariamente desde el instinto protector de las madres, Kennia Jiménez, su mamá, alcanzó a decirle: 

    —Qué Dios te bendiga. Cuídate. 

    ***

    Venezuela estaba —está— a la deriva, en días tumultuosos. Durante la madrugada del 28 de julio, el presidente del Consejo Nacional Electoral (CNE), Elvis Amoroso, anunció que Nicolás Maduro —sucesor de Hugo Chávez, con más de una década en el poder— había ganado las elecciones presidenciales celebradas ese día, con 51.20 por ciento de los votos. 

    Dijo que la tendencia era «contundente e irreversible» (aunque afirmó que solo se había procesado 80 por ciento de las actas, lo que matemáticamente no hacía imposible que el candidato opositor, Edmundo González Urrutia, en segundo lugar, según esa cuenta, aún obtuviera la victoria).

    Dijo que los resultados se habían demorado, pues había tocado solventar una agresión contra del sistema automatizado de transmisión de datos. Y dijo: «En las próximas horas estarán disponibles en la página web del CNE los resultados mesa por mesa […] Igualmente, se entregará a las organizaciones con fines políticos los resultados en CD, conforme a la ley».

    24 días han transcurrido.

    La página web del CNE permanece fuera de servicio.

    El Poder Electoral suspendió las tres auditorías que hubiesen permitido entender cómo fue que un sistema tan blindado, otrora alabado como «uno de los mejores del mundo», pudo, presuntamente, ser vulnerado.

    Y aún no se difunden los esperados resultados mesa por mesa que, según la legislación, debían publicarse en un plazo máximo 48 horas después del evento electoral. 

    Sin embargo, el día 28 de julio, los testigos en las mesas electorales lograron sortear obstáculos para —como la ley permite— quedarse con copias de las actas de escrutinio que imprimieron las máquinas de votación. 

    Fue así como la oposición habría recabado más del 80 por ciento de esos documentos y logró organizarlos en un portal: esa data indica que el ganador es González Urrutia, con más del 67 por ciento.

    La mayoría de la comunidad internacional —incluidos Estados Unidos, la Unión Europea, gobiernos latinoamericanos de izquierda y cercanos al régimen de Maduro— ha insistido en la necesidad de transparencia. 

    Organizaciones como la Misión de Observación Electoral de Colombia y estudios académicos independientes han puesto la lupa sobre las actas públicas y han concluido que son verídicas. Las dos organizaciones internacionales que enviaron misiones de observación cuestionaron los comicios. El Centro Carter sostuvo que no podían ser considerados democráticos, pues se habían violado los principios de integridad electoral. El Panel de Expertos de las Naciones Unidas, por su parte, señaló en su informe preliminar que el CNE no cumplió con las medidas básicas de transparencia esenciales para la realización de elecciones creíbles: «El anuncio del resultado de una elección sin la publicación de sus detalles o la divulgación de resultados tabulados no tiene precedente en elecciones democráticas contemporáneas. Esto tuvo un impacto negativo en la confianza del resultado anunciado por el CNE entre una gran parte del electorado».

    Así fue.

    La gente comenzó a manifestar su descontento casi desde el mismo momento en que Amoroso emitió aquella declaración de medianoche. Tocaban cacerolas desde sus ventanas o salían a las calles. Solo entre el 29 y el 30 de julio, el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social documentó 915 protestas, muchas de las cuales fueron reprimidas por las fuerzas de seguridad, algunas en alianza con civiles armados, dejando un saldo de 24 muertos, de acuerdo con los registros de la organización de derechos humanos Provea.

    El grueso de estas manifestaciones tuvo lugar en sectores populares que históricamente habían apoyado al chavismo. Zonas como Montalbán, el pueblo rural a las afueras de Valencia, estado Carabobo, en el Noroccidente de Venezuela, donde viven Kennedy Tejada y su familia. Allí solía ganar Chávez, pero en esta oportunidad Edmundo González Urrutia obtuvo el 71 por ciento de los votos, de acuerdo con la citada página que alberga las copias de las actas de escrutinio.

    Kennia, la madre, cuenta que la tarde del lunes 29 de julio salió a protestar con su hijo. Vecinos del pueblo y de comunidades aledañas, poseídos por la euforia y sobre todo por la indignación, gritaron consignas y cantaron el Himno Nacional. 

    «Gloria al bravo pueblo que el yugo lanzó/ la ley respetando/ la virtud y honor». 

    Y fue después de esa manifestación que se llevaron a varios detenidos.

    ***

    Kennia comenzó a angustiarse porque pasaba el tiempo y él no volvía. ¿Habría comido? ¿Por qué se demoraba tanto, si le había dicho que sería una diligencia rápida? No se aguantó más y le escribió. «¿Dónde estás?». 

    Él contestó con pocas palabras: «Investigando lo que te dije». Pero Kennedy, un chico cariñoso, no habla así. Es incapaz de arrojar una respuesta tan parca como esa. Entonces a la mujer se le agitó el instinto materno y pensó que algo malo estaba sucediendo. 

    Por eso le envió otro mensaje, casi que solo para ver cómo respondía. Lo vio. No contestó. Más tarde, ella le pidió a su hija que le escribiera al hermano. Él respondió otra vez de forma escueta. Y no volvió a comunicarse.

    Kennedy Tejada
    Kennedy Tejada / Foto: Cortesía de su madre (archivo familiar)

    Se hicieron las 2:00; las 3:00; las 4:00. Presa de la ansiedad, a las 5:00, Kennia se fue al destacamento de la Guardia. 

    —¿Por aquí no ha venido un abogado a averiguar…? 

    —No, señora, aquí no vino ningún abogado. 

    Kennia llamaba insistentemente a su hijo. No atendía. Le escribía a amigos y familiares, a ver si alguien sabía algo. Pero nada. 

    Nada de nada.

    En la noche, a eso de las 7:00, sonó el teléfono de la casa. Era su exesposo, el padre de sus hijos. Le preguntó si sabía algo de Kennedy. Un abogado amigo del joven lo había llamado para decirle que la abogada a la que había pedido que investigara sobre los detenidos llevaba desde la mañana sin poder comunicarse con él. Kennia entonces le pidió el contacto, y al comunicarse con esa persona, confirmó que algo había pasado.

    A eso de las 10 de la noche, se arregló y volvió al destacamento de la Guardia, con el corazón galopándole en el pecho y una sensación de vacío en el estómago. 

    —Ah, otra vez usted, señora —la recibió un funcionario—. Sí, él vino esta mañana. Está detenido, a la orden de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM). 

    —¿Pero por quéeeeee?

    —No tenemos más información, señora. 

    ***

    Desde entonces, Kennedy Tejada es parte de una estadística, acaso imprecisa, que en estos días revueltos ha ido creciendo velozmente, como una masa levada. 

    El sábado 3 de agosto, mientras Kennia trataba de ver a su hijo en el DGCIM, Nicolás Maduro afirmaba, en un acto en Caracas, que hasta ese momento había dos mil detenidos: «Esta vez no va a haber perdón, esta vez no va a haber perdón, esta vez lo que va a haber es (la cárcel de) Tocorón», vociferó. 

    Tres días más tarde, el 6 de agosto, en una alocución televisada desde el palacio presidencial, aumentó la cuenta: «Ya van por dos mil 229 terroristas capturados, con pruebas», dijo. 

    El 31 de julio, el Ministerio Público (MP) había emitido un reporte —el más reciente hasta la fecha— con una cifra que dista de las referidas por Maduro: mil 62 personas estarían siendo procesadas. Un dato que, aunque menor, no es menos alarmante: Provea, por ejemplo, calcula que ese millar de ciudadanos representa el 41.5 por ciento de los detenidos registrados durante los cuatro meses de protestas antigubernamentales de 2017.

    El Foro Penal Venezolano pudo verificar, entre el 29 de julio y la mañana del 18 de agosto, un total de mil 503 arrestos en los 24 estados del país, la mayoría provenientes de barrios de Caracas y de Carabobo, donde vive Kennedy. Este registro permite precisar que, entre esa masa levada que no para de crecer, hay 129 adolescentes, 14 indígenas, 18 personas con discapacidad y 200 mujeres.

    «Nunca habíamos visto un pico represivo con esta intensidad», afirma el abogado Gonzalo Himiob, director del Foro Penal Venezolano.

    En la oleada de detenciones, el activista observa un patrón: «Se trata de arrestos en los que se usa excesivamente la fuerza, incluso contra personas que no solo no están armadas, sino que ni siquiera estaban participando en las protestas… que estaban camino a su casa o en la calle, en el lugar y el momento equivocado».

    Además, se les ha impedido la defensa privada y a casi todos les han imputado los mismos delitos: terrorismo, instigación al odio, asociación para delinquir, ha señalado Himiob. «Pareciera que se tiene la instrucción de que estas causas sean manejadas por tribunales especializados en materia de terrorismo», dice. «Hay una intención de que el que proteste por los resultados que dio el CNE sea catalogado como terrorista. Estamos entonces ante un prejuzgamiento con el objetivo de consolidar una narrativa oficial».

    Para argumentar su hipótesis, Himiob cita el caso de Maglen Marín, la fiscal provisoria en Anzoátegui, en el oriente del país, que se negó a acusar a cuatro ciudadanos presos. El fiscal general Tarek William Saab informó que ella había sido detenida y acusada por omisión intencional de funciones, y que otro fiscal imputó finalmente a los cuatro detenidos por terrorismo, financiamiento al terrorismo, incitación al odio y asociación para delinquir. 

    La Misión de Determinación de Hechos de las Naciones Unidos ha instado al gobierno a detener la represión e investigar a fondo las graves violaciones de derechos humanos que están ocurriendo. Mientras que Volker Türk, alto comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, expresó su preocupación por el elevado y continuo número de detenciones arbitrarias en Venezuela, así como por el uso desproporcionado de la fuerza y el clima de miedo que resulta de ello.

    ***

    El domingo 4 de agosto, después de dos días sin verlo, Kennia pudo hablar con su hijo. Se abrazaron. Él le dijo que lo habían tratado bien y que le habían dado comida. Ella aprovechó para contarle sobre la gente que ha estado al pendiente de su situación y le mostró los muchos mensajes de apoyo que le habían mandado. Kennedy le dijo que cuando este mal rato pasara los respondería todos, uno a uno, para agradecer. 

    Resulta raro que les permitieran ese encuentro porque muchos familiares de detenidos han denunciado impedimentos a las visitas y el envío de comidas y enseres, ha advertido Provea.  Pero ahí estaban, madre e hijo conversando. Los minutos alcanzaron para que él le contara cómo fueron las cosas ese viernes en que no volvió… 

    Cuando fue a buscar información, ya dentro del destacamento, los funcionarios le pidieron el celular. Se resistió. Conoce las leyes, y sabe que nadie puede revisarle el teléfono sin una orden judicial, pero insistieron y no le quedó más opción que entregarlo. «Desbloquéalo», le ordenaron. Entonces lo acusaron de terrorista. Y ahí lo dejaron sin aclararle qué delito estaba cometiendo, o de qué era sospechoso. 

    Evidentemente, fue una detención irregular. Lo sabía él por ser abogado, y podría saberlo cualquiera que eche un vistazo a la ley: para que una persona sea detenida de forma legítima debe haber sido hallada en flagrancia o estar siendo objeto de una investigación penal por parte del Ministerio Público, en cuyo caso esa institución debe emitir una orden de detención.

    Días después, a Kennedy Tejada lo presentaron ante un tribunal con competencia en terrorismo y le imputaron los delitos de instigación al odio y terrorismo.  No le han permitido la defensa privada, pese a los esfuerzos del Foro Penal. Y permanece en el Comando Regional Nro.2 de la Guardia Nacional Bolivariana. 

    «¿Cómo van a poner como terrorista a un muchacho bueno, que lo que ha hecho en la vida es trabajar y estudiar?», se pregunta ahora Kennia. «Estoy bien, tranquila, porque tengo fe en Dios. A mi hijo no le van a conseguir nada, porque él no ha hecho nada».

    Para ella estos son unos días cansinos. Mucha gente le escribe. A veces, publica en sus estados de WhatsApp decenas de mensajes de solidaridad que recibe, así como frases que la ayudan a darse ánimo y a recordar su fe: «Todo lo dejo en tus manos, mi Dios». 

    ***

    Por su seguridad no pongo su nombre. Es venezolana, residente en Catia, Caracas, y tiene 37 años: 

    Mi familia nunca votó por Chávez. Yo sí. Hasta llegué a estar peleada con mi mamá y mi papá por nuestras posturas políticas. Pero cuando Chávez murió, en 2013, comencé a abrir los ojos. Me di cuenta de que el país estaba mal y supe que estaría más mal: el gasto público era una locura, los controles de precio y de cambio eran una locura, la corrupción era una locura. Dios mío, sentía que íbamos cayendo por un precipicio, porque, para colmo, se desplomaron los precios del petróleo… De todo esto te hablo con propiedad porque en esa época comencé a estudiar economía en la universidad, y había una materia en la que tenía que analizar indicadores. Me gustaba la carrera, siempre se me han dado bien los números, pero sentía que al graduarme no iba a conseguir empleo. Y no la terminé. Tuve que ponerme a trabajar en una tienda de ropa, en un centro comercial. Llegó la época de la escasez. No había ni papel higiénico. Ya no me alcanzaba la plata que me pagaban en la tienda. Decidí irme a Colombia, a comenzar de cero. Pero me pegó la nostalgia y sobre todo no aguanté el rechazo que sentí allá. Es que hay gente coñoemadre con los migrantes. Como me arreglaba para salir a trabajar me decían que era una veneca quita machos. Imagínate tú. Durante la pandemia me devolví. Aquí comencé a trabajar como asistente virtual. Y no me va mal. En mi barrio, aquí en Caracas, casi todos los que eran chavistas ya no lo son. Claro que todavía quedan algunos: los que están a cargo de repartir las bolsas de comida del gobierno, y quizá unos pocos más. Cuando dijeron que ganó Maduro, muchos salieron a protestar. Yo no. Es que me pegó una depre arrecha. No me podía parar de la cama. Ahí estaba tirada cuando escuché el cacerolazo que se prendió. Años sin escuchar ese estruendo. Me asomé a la ventana y vi a la gente saliendo a la calle. Es que te digo: era demasiada impotencia. ¿Cómo nos roban los votos así? Porque eso fue un robo, literalmente un robo. Mira, y menos mal que no salí, porque llegó la policía… echaron gas lacrimógeno y se llevaron a varios. A chamitos buenos, que no recuerdan otro sistema que no sea el chavismo. Panas que cuando vengo del mercado me dicen: «Ven, flaca, te ayudo con las bolsas». Ahora andan tildándolos de terroristas, imagínate tú. Me puse a llorar cuando supe que entre esos que se llevaron está uno que tiene 16 años, y lo único que hace es jugar fútbol allá en la cancha. Su mamá está destrozada. Anoche fui a su casa. Le pregunté si quería hablar contigo. Me dijo que no. Tiene miedo de que le hagan algo a su otro hijo. Yo también tengo miedo porque la policía anda dando vueltas. Los bichos se paran en la entrada del barrio, te piden la cédula, te revisan el teléfono. Por eso, porfa, no pongas mi nombre. Y ya, ya no sé qué más decirte. 

    Creo que ya te dije suficiente. 

    ***

    Por el pájaro enjaulado
    por el pez en la pecera
    por mi amigo que está preso
    porque ha dicho lo que piensa
    por la hierba pisoteada
    por lo árboles podados
    por los cuerpos torturados
    yo te nombro Libertad

    Pegado al piso de la plaza Los Palos Grandes, estos versos inspirados en un célebre poema del francés Paul Élouard están flanqueados por dos claveles blancos. Y más allá, también pegadas al suelo, hojas de papel con rostros de muchos detenidos. En el centro, escritas con velas todavía apagadas, las palabras: «LIBERTAD Y PAZ». Y sobre una baranda, una gran pancarta que dice: «Liberen a todos los presos políticos, cierren los centros de tortura».

    Cae la tarde del jueves 8 de agosto en Caracas. Las organizaciones de la sociedad civil han convocado a esta vigilia para orar por los presos. Ya están aquí excarcelados de otras épocas, familiares de prisioneros de larga data y de algunos que acaban de poner tras las rejas. «Es como un encuentro entre unos y otros», me dice una mujer que parece nerviosa: «Y qué mierda que estemos aquí». Noto que tiene los ojos aguados. 

    «Hay que tener cuidado: allá arriba, a dos cuadras, hay una camioneta del Servicio Bolivariano de Inteligencia (SEBIN), con los vidrios ahumados. No creo, no creo que pase nada», me comenta otra mujer que se ha acercado a la concentración.

    Al micrófono, familiares de presos políticos cuentan sus historias: sus años y años en estas aguas movedizas. Parientes de prisioneros de estos días claman ante el público que no los dejen solos, que no los olviden, que están viviendo un horror, que hoy son ellos, mañana quién sabe si alguno de los que estamos ahí.

    Diego Casanova, de 29 años, hace ademanes, alza la voz, habla con vehemencia: «El mundo tiene que enterarse de que vivimos una dictadura, que hoy está arrinconada, muestra los dientes y es cada vez más violenta. Pero los venezolanos de bien somos más y vamos a conseguir la libertad».

    Él, me contará después, es estudiante de Trabajo Social y ha sido defensor de derechos humanos. Con razón sabe articular un discurso. Paradójicamente, ahora está del lado de quienes viven la angustia de tener a un ser querido tras los barrotes: su hermano, José Gregorio Pérez Maita, de 26 años, fue detenido en Charallave, donde vive con su madre, la noche del lunes 29 de julio, el día siguiente a la elección presidencial.

    Esa parroquia del estado Miranda era un bastión del chavismo. Según las actas disponibles en línea, esta vez allí ganó la oposición con un 62 por ciento. Diego me cuenta que la gente salió a protestar. Él, que vive en Caracas, a unas tres horas, no estuvo en la manifestación, pero vio videos: una multitud desbordaba el casco central. 

    Esa noche, su hermano no regresó a casa. Fue a la mañana siguiente que Diego se enteró de que José Gregorio había quedado atrapado en medio de la represión policial, y que se lo habían llevado. Él entonces atravesó la carretera que separa Caracas de esa ciudad de Los Valles del Tuy para tratar de verlo, pero no se lo permitieron.

    «Me dijeron que lo iban a soltar. Hasta nos pidieron 300 dólares para dejarlo libre, pero no los pagamos. Ahí sigue, en la policía municipal. Le hicieron la audiencia preliminar. No le permitieron la defensa privada. El defensor público que le asignaron nos dijo que lo estaban acusando de terrorismo, instigación al odio, asociación para delinquir y daño al patrimonio público. Nos dijo que la defensa la haría desde aquí, desde Caracas. Me vine a buscarlo para hacerle preguntas, para tratar de entender. Me recibió. Solo me dijo que era una orden presidencial. Que esperemos. Y aquí seguimos». 

    Hace un silencio para suspirar. 

    «Mira, esto te cambia la vida. Mis familiares van a llevarle la comida todos los días a mi hermano, y en eso estamos. Yo le pregunté a una funcionaria si podía pasarle un colchón, una sábana, para que él durmiera mejor, y la respuesta de ella fue: “¿Y tú crees que esto es Estados Unidos?”. Es doloroso para nosotros. ¿Que si tengo miedo? Claro, miedo de que hagan algo contra mi familia, contra mí. Pero eso es lo que ellos quieren: que uno se calle, que uno no diga nada, que uno no denuncie».

    ***

    Entre discursos y oraciones ha comenzado a anochecer. Dicen que es momento de prender las velas que arderán en la frase: «LIBERTAD Y PAZ». En una esquina de la plaza, con una vela en la mano, está parado Luis Vahamonde. 

    «Vine por mi amiga. Ella se llama Silvana… Silvana Cava. Estas velitas son… por ella», dice. 

    A Luis se le atascan las palabras. Habla bajo, despacio, entrecortado. Tiene 24 años y su amiga 22. La conoce de toda la vida; crecieron juntos en el mismo barrio de El Calvario, en el Hatillo, estado Miranda.

    «No la veo desde diciembre. Cada quien en sus cosas, casi no hablamos. Es de esas amistades que uno no necesita frecuentar todo el tiempo porque cuando las necesitamos ahí están». 

    Dice que Silvana es trabajadora independiente, que tenía una bodega en su casa, que es madre soltera. Que el martes 30 de julio muchos salieron a protestar cerca de su comunidad, y que después volvieron a sus casas. Pero en la madrugada, mientras dormían, llegó la policía: se metieron a las casas y se llevaron a siete jóvenes

    «Silvana fue una de ellos. Según han dicho algunos vecinos, fue porque los identificaron en fotos que se viralizaron en redes sociales. Me han dicho que ella ni siquiera fue a protestar, que solo pasó por donde estaba la gente manifestando, y regresó a su hogar a atender a su niña». 

    Luis no sabe cuál es el estatus legal del caso de Silvana. 

    «A su familia solo le han dicho que ella está bien, y entiendo que les han cobrado para pasarle comida y sus cosas personales. Me siento triste. Hoy vine solo, un poco escondido, a rezar por ella». 

    Luis pone las velas en el piso, se persigna y responde los rezos que elevan a la Virgen María. Y cuando termina la oración, como todos los asistentes, canta el Himno Nacional.

    «Cuídense», es lo último que dicen a través del micrófono.

    Luis se va a su casa, con paso acelerado, mientras el enjambre de personas comienza a deshacerse de a poco. 

    Parece que la noche ha llegado a su fin. 

    Pero no. 

    Varios sujetos a bordo de camionetas y motos sin identificación, que daban vueltas alrededor de la plaza, se bajan de pronto y, a la fuerza, hacen subir en uno de los vehículos a un señor que estaba en la vigilia. 

    Aceleran a toda velocidad.

    Más tarde, en redes sociales, circulan videos borrosos del momento exacto en que se lo llevaron. Se supo entonces que se trataba de alguien conocido: Williams Dávila, de 73 años, exgobernador y exdiputado.

    Su hijo, William Dávila Valeri, que está en el exterior, alertó sobre la frágil salud de su padre, a quien operaron en noviembre de 2023 para ponerle una válvula en el corazón, por lo que todavía debe tomar a diario una serie de medicamentos. Y denunció, esa noche y durante los siguientes días, que no sabía de su paradero ni por qué lo habían detenido: «Es como un secuestro».

    La familia comenzó a ir de prisión en prisión, y en ninguna encontraron respuestas certeras. No fue sino tres días después, la noche del domingo 11 de agosto, cuando en El Helicoide, una de las sedes del SEBIN, les recibieron una bolsa con medicinas y les dijeron que se las iban a hacer llegar a Dávila. Fue así que concluyeron que ahí lo tenían. 

    No tuvieron más información hasta el martes 13 de agosto. Ese día uno de los familiares recibió una llamada de una clínica de Caracas; avisaban que el señor William Dávila había sido ingresado allí. Angustiados y confundidos, sus allegados corrieron hacia el centro médico. 

    Al llegar les informaron que el paciente estaba descompensado, con un cuadro de deshidratación. Hervía con fiebre alta, síntoma de una infección aguda en la orina que, les dijeron, estaba a punto de convertirse en sepsis. 

    Hugo Dávila, su hermano, es médico de esa misma clínica, y pudo verlo. Verificó que le estuvieran poniendo los antibióticos adecuados. E impidió que los policías lo regresaran a la celda ese mismo día. Él y los demás doctores insistieron en que su vida corría peligro si no lo dejaban internado bajo tratamiento.  

    Ahí sigue Dávila. Funcionarios policiales custodian afuera de la habitación para, apenas puedan, volver a llevárselo. ¿A dónde? Nadie tendría certeza. Sus familiares no pierden la esperanza de que le concedan regresar a casa.

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