Pedro Medina, número 31, receptor

    Ignoro por qué mi padre me enseñó a ser de Vegueros. 

    Yo era un niño que aprendía los rudimentos del béisbol en las calles y estadios de Lawton, ese barrio de las afueras de La Habana que era tan bello como cualquier ciudad del Primer Mundo. Sin embargo, mi padre me inculcó el amor por los uniformes verde tabacalero de Pinar del Río. No por el azul de los después llamados leones de la capital.

    Así amé los equipos de la más occidental provincia de Cuba. Así adoré a sus titanes sobre el diamante de pelota, dirigidos primero por el explosivo José Miguel Pineda y luego por el ecuánime Jorge Fuentes. Dos leyendas de un siglo que ahora pertenecen al pasado de la que alguna vez fuera una patria.

    Una noche de sábado me llevaron por primera vez al Estadio Latinoamericano. El Coloso del Cerro, lo bautizaron, en el canal 2 de la televisión, los narradores insignia de la pelota revolucionaria.

    Craso error llevarme. Mi sangre resultaría ser demasiado capitalina. Pero eso aún nadie lo sabía.

    Nos sentamos en las gradas sobre el banco de primera base, para estar lo más cerca posible del equipo visitante, Vegueros. Yo me sabía de memoria los nombres de la novena y sus respectivas posiciones. Estaba rodeado de cientos de habaneros que «le iban» también a los equipos de Pinar del Río. No por gusto La Habana era una babilonia cosmopolita.

    Vegueros anotó primero y se fue arriba en el marcador. La euforia. Los gritos. El pentaclásico cornetín que poco a poco adoptaría el resto del país. Y, de pronto, vi mi existencia abrirse entera ante mí. 

    Yo, con ocho o nueve años. Respirando el humo sacro de los cigarros. Entre un mar de gente que lucía tan magra y tan mayor de edad, empezando por mis padres. 

    Todos hablando en una jerigonza cubana que, desde antes de nacer, entiendo a la perfección. Todos frágiles, vulnerables en la manada, bajo la vista 20/20 del Estado, expuestos al cosmos frío y azul de un sábado ante las luminarias del Gran Stadium. 

    Y entonces aquella voz, con sus respectivas pausas, iluminando los altoparlantes:

    —Pedro Medina…, número 31…, receptor…

    Lo vi de frente. Se separaba demasiado del homeplate. Cogía el bate de una manera que no me pareció la más balanceada. No era el cuarto bate de su equipo, todavía. Pero al parecer era un bateador de cuidado.

    Pedro Medina
    Pedro Medina / Foto tomada de Internet

    En su pecho, leí, en letras góticas: Industriales. No vestía de azul, sino de blanco.

    ¿Qué podía significar «Industriales»? ¿Por qué en letras góticas? Todavía hoy, medio siglo después, no tengo la más mínima idea. Nada que ver con la industria, por supuesto. Si acaso, con nuestra pulsión de otredad, en tanto urbe secuestrada por un poder que la degradó.

    Las bases estaban llenas de corredores de Industriales. En la lomita, escupitajeaba el pitcher Jesús Guerra. Tras una conferencia en el box, le habían dado un voto de confianza para trabajar a Pedro Medina, número 31, receptor.

    Recuerdo que fue un forcejeo largo. Medina botó la bola del parque como dos o tres veces, las dos o tres veces de foul. No lograba halarla para su mano. Y entonces se dejó cantar el tercer strike. Flash. Lo retrataron. Quedó impávido el médico slugger de Guanabacoa, con su carabina cargada ridículamente al hombro. 

    Era, para colmo, el tercer out de la entrada. Se acababa el sufrimiento pinareño de aquel inning. Por suerte, con cero carreras para los Industriales. Por fin podíamos respirar en paz.

    Por fin podrían ellos respirar en paz. Yo, no.

    Medina se dio la vuelta. Cabizbajo, sin rabieta. Parecía que iba a regresar arrastrando los spikes al banco del equipo homeclub sobre tercera base.

    Un 31 inconsolable apareció sobre sus anchas espaldas. Era la imagen en dos patas de la derrota. Bastó con eso. El acorralamiento de los Industriales en su propio terreno. La pizarra electrónica coronando la derrota colectiva sobre el coliseo insular. El silencio agónico del estadio que no me rodeaba, sino el lejano, más allá de la fanaticada de Vuelta Abajo. El universo gastando su cuerda encima de nuestras cabezas. Unas ganas de vivir siendo yo toda mi vida. Unas ganas de no morir nunca, sabiendo que recordaría aquel instante hasta el fin de los tiempos. Es decir, hoy.

    El 31 de aquel ponche a Pedro Medina se me clavó en el corazón. Odié al equipo Vegueros. Odié a la provincia Pinar del Río y a todas las provincias más allá de la capital cubana. Odié a la pinareñada carnavalera a mi alrededor. Y odié, de paso, a mi pobre desconocido padre. 

    Me hice adulto. Fui libre. Y hasta el día de hoy, cuando ya no existe el deporte revolucionario, seguí amando la pelota no cubana, sino de Industriales. 

    Amé la xenofilia de imitación de ese equipo caído como del capitalismo ideal. Amé sus prestidigitaciones dentro de la media luna y en los fields, sus deserciones en el extranjero, su misión imposible de crecerse en cada partido sin importancia, incluso contra los sotaneros en la tabla de posiciones, porque todos los equipos se desvivían por derrotar a Industriales. Por derrotarnos.

    Pedro Medina se hizo mi amigo de rayos catódicos en mi Electrón-216. Yo seguía sus estadísticas en tiempo real, a golpes de bolígrafo y libreta rayada. Él bateaba sus jonrones de línea, casi no daba tiempo para narrarlos. Y recibía, como castigo, un número atroz de bases por bolas. 

    Como cátcher, era una garantía saberlo allí, agachado. Juntos, sufrimos incontables derrotas. Pero también fuimos, por primera vez en el mundo (al menos, para mí), campeones para siempre de la Serie Nacional, que entonces era la verdadera Serie Mundial y no esa imitación que hacían en los Estados Unidos.

    Dos veces lo vi llorar, en cámara. Una, cuando nació su hijo. Lágrimas de gozo, al compás de una canción bailable de moda, cine silente que Cuba entera leyó en clave de censura en sus labios, porque la interpretaba Oscar DʼLeón: Sabe lo bonito qué es, poderlo hacer… 

    La otra vez fue al batear por última vez, antes de retirarse. Su esposa estaba en el público. También, su bebé Pedrito. Medina no pudo entrar al cajón de bateo. Al Héroe de Edmonton se le doblaron las rodillas en una esquina del Cerro. Era puro amor atrapado en el corpachón de un jabao magnífico, magnánimo, una de las siete maravillas de la Revolución.  

    Apenas comenzó a hundirse en sí mismo, el equipo completo de Industriales, la eterna esperanza azul de la capital, salió a abrazarlo. Arroparlo. Arrullarlo. El gigante ovillado que era todo músculos, toda corpulencia, como un niño a la intemperie (palabras de mi maestro, Jorge Alberto Aguiar Díaz). 

    Luego fue director de Industriales. Logró entrenar equipos, dentro y fuera de la Isla. Se resistió a ser una de las tantas estrellas que han muerto en el abandono, olvidados por la maquinaria demoledora de un socialismo en descomposición. Y por la indolencia de los nuevos cubanos que nacieron sin la magia miserable de una sociedad cerrada a cal y Castro.

    La noticia de su muerte, en más de un sentido, me mató. Ya no tengo padre, ni estadio. Ni provincias, ni sábados. Nuestra orfandad se nos está haciendo irrespirable. 

    Solo rezo porque Pedro Medina haya muerto en casa, sin el desaliño de la desatención que ha arrasado con la medicina cubana. Ojalá que el verde quirófano del hospital se le haya confundido con el traje de guerra de los Vegueros. Y que le haya hecho swing completo a la muerte sabiéndose un inmortal.

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