Nadie se la censuró, estoy convencido. Joaquín Sabina calló a consciencia. En vez de darnos un espaldarazo de emancipación, nos mostró su escéptica espalda. Allí mismo supimos que nunca olvidaríamos esa ausencia atroz del artista. Y, amándolo como aún lo amamos el sábado pasado en Manhattan, los cubanitos de entonces nos sentimos entrañablemente estafados por él.
Descansa en soledad, indio oriental, honrado por el panóptico patrio de quienes fuimos colonizando a todos tus personajes hasta declarar, sin demagogia ni despedida ni duelo: «Mario Limonta soy yo».
A los cubanos adultos se nos olvidan las víctimas de la violencia y sólo nos acordamos de los verdugos. Ojalá que esa amnesia selectiva esté hecha de amor por los nuevos celedones que nacerán. Nadie se merece habitar en el pasado de sus mayores. Ninguna identidad es higiénica.
Nueva York nunca será mi ciudad. Sin embargo, nunca he sido extranjero en ella, siéndolo de manera radical.
Hay en Manhattan algo muy habanero que me...