Este 20 de enero ocurrirá el cambio de administración entre Joe Biden y Donald Trump. El relevo presidencial —que hasta hace poco se había producido sin dramatismos cada cuatro años— esta vez se distanciará con toda seguridad del caos que presenciamos en 2021. Entonces, la negativa de Trump a aceptar su derrota electoral, el incitamiento a la rebelión de sus seguidores el 6 de enero y el violento asalto al Capitolio por parte de estos con el objetivo de paralizar o revertir la confirmación de la victoria de Biden, llevaron dos semanas después a una inauguración de mandato en un ambiente de ciudad sitiada, con extremadas medidas de seguridad, la guardia nacional en las calles, y la ausencia de Trump, quien hosco y resentido, tomó su avión a Mar-a-Lago sin devolver las cortesías que le prodigara Barack Obama en 2016.
Cuatro años, 39 cargos penales y una condena por felonía más tarde, Trump regresa triunfante al lugar del delito por el cual no será juzgado, gracias a su elección en noviembre y a la Corte Suprema de los Estados Unidos. Y aunque el inclemente clima invernal lo haya obligado a mover las ceremonias al hemiciclo del Congreso, y privado de otra oportunidad para mentir sobre la cantidad de personas asistentes, el mandatario tendrá una mejor recepción entre los círculos de poder y la oligarquía, enfocados en conseguir su favor a través del elogio y la adulación, además de contribuir con una cifra récord de donaciones a las festividades. (Esta euforia debe estar reforzada por una vista al sur, donde el expresidente brasileño Jair Bolsonaro enfrenta serias probabilidades de ir a prisión por prácticamente la misma conducta).
La pregunta que se hacen todos en Washington, y repercute en todo el país, es cuál será el Trump que tomará hoy el poder. ¿Será el vengativo que prometió en la campaña, envalentonado por lo que ha considerado una victoria arrolladora a pesar de los números? ¿O será un Trump más consciente de su papel y las limitaciones de la Presidencia, luego de un primer mandato caótico en que no logró mucho? De acuerdo con una encuesta del Wall Street Journal, el más conservador de los grandes diarios norteamericanos, los ciudadanos quieren cambios mucho más moderados que los prometidos por Trump. Por ejemplo, el 60 por ciento se opone a la eliminación del Departamento de Educación y el 75 por ciento se opone a la deportación de emigrantes indocumentados que no hayan cometido crímenes. En su contra también está la mayoría mínima de los republicanos en el Congreso, lo cual le puede traer dolores de cabeza: bastaría con tres díscolos para trabar la maquinaria del gobierno, algo que ya se evitó a duras penas a principios de año. Si Trump malinterpreta el mandato que le han dado los votantes, la historia de las elecciones intermedias sugiere que él y los republicanos tendrán un revés sonado en 2026. Trump también enfrenta fisuras en su coalición MAGA, donde no todos están de acuerdo con sus vacilaciones entre el populismo y el elitismo. En la primera escaramuza entre MAGA y la oligarquía, sobre las visas H1-B, Trump se decantó por Elon Musk sobre figuras MAGA tan esenciales como Bannon, Loomer y Kirk, lo cual ha creado descontento entre muchos de sus más fanáticos seguidores.
Una tendencia de pensamiento ha estado abriéndose paso entre los círculos de poder y la intelligentsia estadounidese acerca de cómo adaptarse a un segundo periodo de Trump. Es la noción de que un Trump apaciguado y adulado es más fácil de manipular y de conducir a resultados positivos, en contraste con la estrategia de aislamiento y oposición desplegada durante su primer mandato. Trump, como buen narcisista, quiere más que nada ser aceptado en el mismo swamp que denosta. Nada menos que la senadora Elizabeth Warren, una de sus más encarnizadas adversarias, acaba de publicar un artículo donde explícitamente declara que, si Trump quiere desamañar la economía, ella está a su lado. El artículo en sí no se centra en ninguna propuesta de Trump, excepto la de limitar el interés de las tarjetas de crédito al diez por ciento, sino que expone varias ideas populistas de la izquierda, buscando puntos de contacto con el populismo de Trump. Otro ejemplo reciente de esta estrategia es un artículo de Rahm Emanuel, eminencia gris de la época obamista, quien escribe que Trump muy bien podría emplear su cacareada aptitud en los negocios para ganar el premio Nobel que tanto ansía.
Para Trump el contraste entre 2021 y 2025 no puede ser mayor; ha pasado de una retirada entre gruñidos rencorosos y promesas de persecución legal a este regreso triunfalista a la Casa Blanca. Y, sin embargo, sigue habiendo algo incuestionable: Donald Trump intentó subvertir la democracia norteamericana por medios violentos y entronizarse en el poder, desafiando la voluntad democrática de los votantes. Sus acciones fueron la mayor amenaza para el país desde la Guerra Civil; han dejado secuelas de desunión y resentimiento, y deberían haberlo descalificado para ser electo presidente de nuevo. (Mitch McConnell no lo aceptará en público, pero entre sus mayores pesares está probablemente el de no haber dejado que su segundo impeachment, tras el 6 de enero, fuera a votación en el Senado). Ahora que retorna al lugar del crimen, para el cual no hubo castigo, esperemos al menos que haya aprendido la lección.
Será interesante ver cuándo este autor se alegra de algo en los Estados Unidos.